jueves. 26.06.2025
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¿Tachas?

[1980]. El martes 15 de abril por la mañana cuando pregunté, como de costumbre, si Sartre había dormido bien, la enfermera me respondió:

—Sí, pero…

Fui enseguida al hospital. Dormía, respirando con bastante dificultad; visiblemente estaba en coma desde la noche anterior. Durante unas horas, me quedé allí mirándolo. Hacia las seis dejé el sitio a Arlette, diciéndole que me llamara si sucedía cualquier cosa. A las nueve sonó el teléfono. Me dijo:

—Se terminó.

Fui con Sylvie. Se parecía a sí mismo. Pero ya no respiraba.

Sylvie avisó a Lanzmann, a Bost, a Pouillon, a Horst que vinieron en seguida. Se nos autorizó a permanecer en la habitación hasta las cinco de la mañana. Rogué a Sylvie que fuera a buscar whisky y estuvimos bebiendo y charlando sobre los últimos días de Sartre, los viejos tiempos y las disposiciones que había que tomar. Sartre me había dicho con frecuencia que no quería ser enterrado en el Père-Lachaise entre su madre y su padrastro: deseaba ser incinerado. Se decidió inhumarle provisionalmente en el cementerio de Montparnasse, desde donde se le llevaría al Père-Lachaise para la incineración, sus cenizas se depositarían en una tumba definitiva en el cementerio de Montparnasse. Mientras le velábamos, los periodistas asaltaron el pabellón. Bost y Lanzmann fueron a ordenarles que se marcharan. Se ocultaron. Pero no lograron entrar. En el momento de la hospitalización también habían intentado hacer fotos: dos de ellos, vestidos de enfermeros, trataron de colarse en una habitación, pero fueron expulsados. Las enfermeras se cuidaban de bajar las persianas y colocar unas cortinas en las puertas para protegernos. Una fotografía, sin duda tomada desde un tejado próximo, que mostraba a Sartre dormido, apareció, a pesar de todo, en Match.

En un momento dado, rogué que me dejaran sola con Sartre y quise tenderme a su lado, bajo las sábanas. Una enfermera me detuvo:

—No, cuidado… la gangrena.

Entonces comprendí la verdadera naturaleza de sus ascaras. Me acosté sobre la sábana y dormí un poco. A las cinco entraron unos enfermeros. Cubrieron el cuerpo de Sartre con una sábana y una especie de funda y se lo llevaron.

Fui a casa de Lanzmann a terminar la noche y también pasé allí la del miércoles. Los días siguientes me alojé en casa de Sylvie, donde me encontraba mejor protegida que en la mía de las llamadas telefónicas y de los periodistas. Durante el día veía a mi hermana, venida de Alsacia, y a mis amigos. Leía los periódicos y también los telegramas que afluyeron en seguida. Lanzmann, Bost y Sylvie se ocupaban de todas las formalidades. El entierro se fijó en principio para el viernes, después para el sábado, para que pudiera asistir más gente. Giscard d’Estaing mandó decir que sabía que Sartre no hubiera querido funerales nacionales, pero propuso que las exequias corrieran a su cargo: nos negamos. Se empeñó en ir a recogerse unos momentos ante los restos mortales de Sartre.

El viernes comí con Bost y quise volver a ver a Sartre antes del entierro. Fuimos al anfiteatro del hospital. Trajeron a Sartre en un ataúd, vestido con el traje que Sylvie le había comprado para ir a la Ópera; era el único traje que tenía en mi casa y ella no había querido subir a casa de Sartre para buscar otro. Estaba sereno, como todos los muertos, y como la mayoría de ellos, inexpresivo.

El sábado por la mañana nos reunimos en el anfiteatro, donde Sartre estaba expuesto, el rostro descubierto, rígido y helado en su elegante traje. A petición mía, Pigaud le tomó unas fotos. Al cabo de un rato, bastante largo, unos hombres cubrieron con la sábana el rostro de Sartre, cerraron el ataúd y se lo llevaron. Subí al coche fúnebre con Sylvie, mi hermana y Arlette. Delante iba un coche cubierto de suntuosos ramos de flores y de coronas fúnebres. Una especie de minibús llevaba a los amigos ya mayores o incapaces de una larga caminata. Un inmenso gentío nos seguía: cerca de cincuenta mil personas, principalmente jóvenes. Algunos golpeaban las ventanillas del coche: eran en su mayoría fotógrafos que apoyaban sus objetivos contra los cristales, para sorprenderme. Algunos amigos de Les Temps Modernes organizaron un cordón detrás del coche y alrededor, algunos desconocidos formaron, espontáneamente, una cadena, dándose las manos. En general, durante todo el trayecto, la muchedumbre estuvo disciplinada y calurosa.

—Es la última manifestación del 68 —dijo Lanzmann.

Yo no veía nada. Me encontraba más o menos anestesiada con el válium y resistía con todas mis fuerzas para no desplomarme.

Simone de Beauvoir

[1960] El 3 de enero telefonea a su secretaria preguntando por su correo. Ha tomado la decisión de rechazar cualquier “carga suplementaria”. Que la Cierva prepare una carta modelo en ese sentido. Como siempre, entrega la gruesa llave de la casa a Madame Ginoux, que está acatarrada, y le dice:

—Cuídese; sólo me voy ocho días y aún hay mucho que hacer.

Los viajeros, Anne, Michel, Janine Gallimard, su perro y Albert Camus suben al coche. En el maletero, entre otras cosas, está su manuscrito de El primer hombre, ciento cuarenta y cuatro hojas de una escritura apretada, las sesenta y ocho primeras sobre papel con su membrete, márgenes y añadidos.

El grupo pasa a saludar a los Mathieu en Les Camphoux. Camus repite que estará de vuelta dentro de una semana. Un potente Facel Vega deja asombrado a Jacques Polge.

Los amigos enfilan la Nacional 7, almuerzan en Orange, paran en la hospedería del Chapon Fin, junto a Màcon. Cenan y se acuestan. Vuelven a ponerse en camino a la mañana siguiente, recorren trescientos kilómetros, toman una comida ligera en Sens. Los Gallimard pinchan a Camus: ¡él y sus mujeres! Pero las ha hecho felices a todas, contesta él. Michel va al volante, Albert a su lado, porque Janine le ha cedido el sitio.

—Eres más largo que yo.

A veinticuatro kilómetros de Sens, en la Nacional 5, entre Champigny-sur-Yonne y Villeneuve-la-Guyard, el Facel-Vega, después de un bandazo, se sale de la carretera, totalmente recta, y se estrella contra un plátano, rebota contra otro árbol y se parte. Michel está herido de gravedad, Janine ha salido indemne. Annie también. El perro desaparece. Albert Camus ha muerto en el acto. En un campo, el reloj del salpicadero se ha detenido a las 13:55 horas.

Camus decía con frecuencia a sus amigos que no había nada más escandaloso que la muerte de un niño y nada más absurdo que morir en un accidente de automóvil.

Ese 4 de enero, Pierre Moinot, colaborador de Malraux, escribe desde el ministerio: “Querido Camus: Qué alegría poder decirle…”. Por fin el escritor había conseguido su teatro. Complicado durante ocho meses, el asunto no se habrá retrasado mucho. Por la tarde, Roger Grenier llega tarde a France-Soir, en la Rue Réamur. Una secretaria le para en la escalera:

—¿Dónde estabas? Te buscaban por todas partes… Para conseguir la dirección de Pia.

—¿Para qué queréis la dirección de Pia?

—¡Cómo! ¿No lo sabes?

Cinco días después, Michel Gallimard murió en el hospital. En Argel, el día 4, un periodista telefoneó al doctor Séror, que avisó a Lucien Camus. Éste no tuvo valor para decírselo a su madre. Encargó esa misión a sus hijas, Paule y Lucienne, que fueron a la Rue de Lyon. Catherine Hélène Camus ni siquiera pudo llorar.

—Es demasiado joven —dijo.

Olivier Todd

    

Desde el comienzo de la calle, la multitud se atropellaba para llegar hasta la sala donde Jean-Sol daba su conferencia.

La gente utilizaba las artimañas más variadas para burlar la vigilancia del cordón sanitario encargado de examinar la validez de las tarjetas de invitación, pues se habían puesto en circulación varios miles de falsas.

Unos llegaban en coches fúnebres, y los gendarmes hundían una larga pica de acero en el ataúd, clavándolos a las tablas de roble para siempre,  lo cual evitaba tener que sacarlos para la inhumación, y sólo perjudicaba a los eventuales muertos verdaderos, a los que estropeaba la mortaja. Otros se lanzaban en paracaídas desde aviones especiales (y en el aeropuerto de Le Bourguet había peleas para subir a un avión). Una patrulla de bomberos los tomaba por blanco, y con sus mangueras los desviaban hacia el escenario, donde se ahogaban miserablemente. Otros, finalmente, intentaban llegar por las alcantarillas. Eran rechazados a patadas, con zapatos de clavos, en el preciso momento en que se agarraban al borde para enderezarse y salir, y las ratas se encargaban del resto. Pero nada a desanimaba a esos apasionados. No eran los mismos, todo hay que confesarlo, los que se ahogaban que los que perseveraban en sus tentativas, y el rumor se elevaba hasta el cenit, retumbando en las nubes como un trueno cavernoso. Sólo los puros, los que estaban al corriente, los íntimos, poseían tarjetas auténticas, que se distinguían fácilmente de las falsas y que, por esta razón les permitían pasar sin dificultad por una callejuela estrecha, abierta a ras de las casas y vigilada cada cincuenta centímetros por un agente secreto disfrazado de servofreno. Sin embargo, eran numerosísimos, y la sala, ya llena continuaba recibiendo, de segundo en minuto a nuevos espectadores.

Chick estaba allí desde la víspera. A precio de oro, había obtenido del portero el derecho a sustituirlo, y, para que esta sustitución fuera posible, le había roto la pierna izquierda al mencionado portero con una palanca de repuesto. No escatimaba los doblezones cuando se trataba de Partre. Alice e Isis esperaban con él la llegada del conferenciante. Habían pasado la noche allí, deseosas de no perderse el acontecimiento. Chick, con su uniforme verde oscuro de portero, estaba increíblemente seductor. Descuidaba mucho su trabajo desde que había entrado en posesión de los veinticinco mil doblezones de Colin.

El público que allí se apretujaba presentaba aspectos muy particulares. Sólo se veían rostros huidizos, con gafas, cabellos erizados, colillas amarillentas y restos de almendrados, y con respecto a las mujeres, trencitas escuálidas enrolladas alrededor del cráneo y canadienses ceñidas sobre la piel desnuda, con dibujos de tajadas de senos sobre fondo sombreado. En la gran sala de la planta baja, de techo medio vidriado y medio decorado con frescos al agua pesada, muy adecuados para suscitar, en el espíritu de los asistentes dudas sobre el interés de una existencia poblada de formas femeninas tan desalentadoras, el público se apretaba tanto como podía, y a los que llegaban tarde no les quedaba otro remedio que el de quedarse en el fondo, apoyándose en un solo pie, y usando el otro para alejar a los vecinos demasiado cercanos. Un palco especial, donde se pavoneaba la duquesa de Vouvard y su corte, atraía las miradas de la multitud casi exangüe e insultaba con su lujo de buena ley, el carácter provisional de las disposiciones personales adoptadas por una hilera de filósofos encaramados en sillas plegables.

La hora de la conferencia se aproximaba, y la multitud se enfebrecía. Al fondo de la sala empezaba a organizarse un tumulto, pues algunos estudiantes intentaban sembrar la duda en los espíritus, declamando en voz alta pasajes dilatoriamente truncados del Juramento de la montaña de la baronesa de Orczy.

Pero Jean-Sol Partre se acercaba. Se oyeron sones de trompa de elefante en la calle y Chick se asomó a la ventana de su palco. A lo lejos, la silueta de Jean-Sol emergía de un palanquín blindado, bajo el cual el lomo del elefante, rugoso y arrugado, adquiría un aspecto insólito al resplandor de un farol rojo. En cada esquina del palanquín se mantenía preparado un tirador de élite armado de un hacha. A grandes zancadas, el elefante de abría camino por entre la multitud, y el sordo pisar de los cuatro pilares que se sucedían sobre los cuerpos aplastados se aproximaba inexorablemente. Frente a la puerta, el elefante se arrodilló y los tiradores de élite se apearon; con un gracioso brinco, Partre saltó en medio de ellos; abriéndose camino a hachazos, avanzaron hacia el estrado. Los agentes volvieron a cerrar las puertas y Chick se precipitó hacia un corredor secreto que terminaba detrás del estrado, empujando delante de él a Isis y a Alice.

El fondo del estrado estaba recubierto de una cortina de terciopelo enquistado en la que Chick había hecho agujeros para poder ver. Se sentaron sobre almohadones y esperaron. A apenas un metro de ellos Partre se disponía a leer su conferencia. De su cuerpo delgado y ascético emanaba una radiación extraordinaria, y el público cautivado por el terrible encanto que adornaba sus menores gestos, esperaba, ansioso, la señal de partida.

Numerosos eran los casos de desvanecimiento debidos a la exaltación intrauterina que se apoderaba particularmente del público femenino; desde el lugar donde se encontraban, Alice, Isis y Chick oían con claridad el jadeo de los veinticuatro espectadores que se habían colocado bajo el estrado y que se desnudaban a tientas para ocupar menos sitio.

Boris Vian