viernes. 19.04.2024
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Tres libros de Alejandro García

Edgard Cardoza Bravo

Tres libros de Alejandro García

1. EL ALIENTO DE PANTAGRUEL (ensayo): PROVINCIA Y LITERATURA

Atendiendo a la definición clásica, las expresiones “provincia” y “provinciano” son exactas cuando se trata de referirnos a la generalidad de un país exceptuando su capital. Pero más allá del concepto, existen entre provincia y capital distancias casi insalvables, amplísimas zonas movedizas: encontrados modos de apreciación de lo diverso, falta de interés de ambas partes para dilucidar y como consecuencia respetar las diferencias, y hasta celos y resentimientos ancestrales. La urbe capital, es, con visos de razón, ante los ojos provincianos, resquicio vivo de la etapa colonial, esquina sombría de la vieja corona que aún espera vasallaje. En el más hondo sueño provinciano (pesadilla quizá), la capital aparece siempre como la inexcusable vigía del poder omnímodo; y tras cada despertar, la ciudad-dinosaurio pervive allí con su mirada altiva abarcándolo todo... Desde la percepción capitalina, su gran ciudad es el sueño hecho materia, pero incomprendida por la provincia, envidiada en su demasía de atributos... En resumen tenemos: una capital vanidosa frente a una provincia hipersensible. Difícil el encuentro.

Son realmente escasas las investigaciones sobre el tema, y aún más las referidas al terreno de la literatura. Aunque es probable que existan otras investigaciones importantes, en nuestra región conozco únicamente dos estudios confiables: el libro de Benjamín Valdivia, El camino del fuego (1991), avocado a destacar las líneas más señeras de la reciente poesía guanajuatense; y El aliento de Pantagruel (1998), de Alejandro García, que abre la visión hacia otros tres estados vecinos. En esta ocasión, por el aspecto regional que me interesa abordar, hablaré únicamente de El aliento de Pantagruel.

El libro de García, trata –como ya se señaló- de esas dificultades de relación, en lo literario, entre la provincia y el Distrito Federal, y del heroico proceso de homologación a los criterios y niveles creativos del DF (en términos de escritura) de cuatro estados del centro del país: Aguascalientes, Guanajuato, San Luis Potosí y Zacatecas, en la voz de sus autores más representativos, durante el lapso 1970 – 1988. Lo importante -señala García- es reconocer las diferencias, pero aún más descubrir los valores posibles de tales divergencias para buscar en ellos posiciones de acuerdo. He aquí la distancia -según el autor- motivo del conflicto: una capital obcecada en lo propio y con poco conocimiento de su complemento exterior, frente a una provincia que rinde más culto a un arraigado sentimiento de exclusión que a sus propios alientos positivos. Para ayudarnos a cicatrizar las heridas resultantes del ancestral enfrentamiento, se nos aconseja en El aliento de Pantagruel, untarnos bloqueadores dérmicos contra el ardiente sol capitalino y hurgar más en los atributos de la provincia; y afloraremos de tal experiencia –se nos dice- seres más tolerantes, más seguros del lenguaje, la mesura y la sensibilidad que nos identifican.

La gran tesis a demostrar en este estudio, es que a partir de los años setentas la literatura de provincia –focalizada en los cuatro estados aludidos- empieza a consolidarse como bloque articulado, propositivo, libre de caravanas inútiles hacia lo creado en la urbe capital. Como detonantes inmediatos de tal amanecer, se destacan aquí dos acontecimientos: Primero, el movimiento estudiantil del 68, que trajo consigo, por un lado, la revaloración de la identidad mexicana en todos los ámbitos, y por otro, una fundamental toma de conciencia del sector pensante con respecto a su papel de moderador y termómetro de la sociedad. Segundo, la efervescencia talleril, iniciada en 1974 por el ecuatoriano Miguel Donoso Pareja en la ciudad de San Luis Potosí, que dotó de herramientas y oficio crítico y autocrítico a toda una generación de nuevos escritores, en este caso, de la región central de México. Es a partir de esos dos hechos específicos -argumenta García- cuando comienzan a desterrarse definitivamente las viejas concepciones –ahora sí provincianas- de obra y artista inspirados, para instaurar la conciencia de trabajo como sustento de la creación artística. Esa toma de conciencia del proceso creador, no dependiente ya de la mano de Dios o de los duendes, conduce a nuestros escritores -que han ido conformando una identidad literaria- a perder la timidez y el ánimo de culto desmedido a los productos y espacios provenientes de la ciudad de México, y por consecuencia empiezan a surgir más y mejores escritores orgullosos y atentos de su origen.

La dinámica cambia. Si antes verdaderos santones de las letras mexicanas como los jaliscienses Azuela, Arreola y Rulfo, después de gestadas sus obras mayores sienten el inmediato jalón de DF, ya porque consideraran en aquel tránsito el complemento lógico y usual del proceso de consolidación de sus trabajos, o simplemente porque su ego les gritaba que la gloria literaria no estaría completa si no recibían directamente el unánime aplauso de los capitalinos; lo cierto es que a partir de los años setentas las nuevas promociones de escritores del interior del país comienzan a no depender tanto de la bendición defeña y como consecuencia directa empiezan a generarse espacios propios de gestión, publicación y promoción (que a su vez generan, en específico, encuentros de escritores, conferencias, talleres, revistas, esfuerzos editoriales independientes, lecturas públicas, entre otras actividades). En este viaje a contrauso se demuestra cada vez con más notorias señales que lo escrito en y desde la provincia es también de excelente calidad, que nuestra literatura es mucho más que tonos rosas, lenguaje meloso, simpleza, cursilería, los rasgos distintivos del rostro literario provinciano que había venido percibiéndose desde la ciudad de México... El eco destellante de esta evolución desde el retraimiento a una expresión segura, digna de sí, lo constituyen los galardones alcanzados por algunos de los integrantes del grupo estudiado: José de Jesús Sampedro (Zacatecas), Premio Nacional de Poesía de Aguascalientes 1975 (quizá el Premio Aguascalientes es la distinción más importante de México en materia de poesía, otorgada por concurso); David Ojeda (San Luis Potosí), Premio Casa de las Américas 1978; o cualquiera de los numerosos premios obtenidos por Herminio Martínez (Guanajuato) y Benjamín Valdivia (originario de Aguascalientes, pero guanajuatense por adopción), posteriores todos a 1984.

Aunque el objetivo primordial del libro de García es el reconocimiento del lapso mencionado (1970–1988) a través de la obra de doce autores destacados de la región (en orden de mención: Agustín Cortés Gaviño, Victor Sandoval, José de Jesús Sampedro, Ignacio Betancourt, Alberto Huerta, David Ojeda, Félix Dauajare, Severino Salazar, Juan Gerardo Sampedro, Herminio Martínez, Benjamín Valdivia y Juan Manuel Ramírez Palomares), el análisis se apoya en una serie de escritores mexicanos y extranjeros de voz universal (Rulfo, Paz, Fuentes, Joyce, Pound, Kundera, entre otros) y en cuatro antecedentes colectivos: el grupo Taller, el grupo de la revista Los Contemporáneos, la denominada Literatura de la onda y los escritores del llamado Boom literario latinoamericano.

El aliento de Pantagruel, es pues, el camino de un sueño vuelto realidad a fuerzas de transitar contra la lógica y la costumbre: la historia de la configuración de una literatura regional autosuficiente y vigorosa, que no intenta competir prejuiciosamente con otras expresiones, sino conversar con ellas en un tono de igualdad, ejercitar la tolerancia dando cuenta de nuestro rostro más auténtico. 1970 es el año inicial de tal encuentro.

 

2. LA FIESTA DEL ATÚN (novela): EL DELFÍN TRAS LAS REDES

 

El indiscutible punto de referencia de todos los escritos de Alejandro García es León, Guanajuato, la tierra de sus orígenes. En anteriores libros (los de cuentos A usted le estoy hablando /198O/ y Perdóneseme la ausencia /1983/, y la novela La noche del Coecillo /1993/) la acción ocurre dentro de los límites de su amado barrio coecillense, en la novela LA FIESTA DEL ATÚN las fronteras se amplían y abarcan el espacio de la ciudad entera. La propuesta es atrevida: León es la novela, la novela es protagonista y antagonista de su propia historia narrada en tono de autoconfesión a través de las luchas existenciales que la hacen ser, y en la voz de algunos de sus personajes prototípicos: un escritor (que es merolico, guasón, petimetre y elemento tomado a contravoluntad por la novela -que es la ciudad, decíamos- para contar su historia), dos sobrevivientes trasnochados de la lucha cristera (Zenón Carrillo y Jonathan Escoplo) y la conciencia misma de la ciudad (que se comporta como plaza, calle, callejón, prisión o anciana presa por narcotráfico, entre otros personajes). El basamento del libro es la llamada Guerra Cristera y las implicaciones que -según el narrador- aún perviven en el comportamiento de la actual sociedad leonesa.

Desde tal planteamiento de novela-ciudad-personaje la técnica narrativa de Alejandro García transgrede también el uso común de la mayoría de sus hermanas de género en donde el movimiento de la tensión y la lógica de las acciones están supeditados a los personajes humanos; en LA FIESTA DEL ATÚN, la conciencia colectiva y sus más recónditas y encontradas voces son quienes detentan el gobierno de la aventura narrativa, tanto, que de pronto pareciera que se está ante un ejercicio libérrimo de lenguaje en el que personajes y situaciones actúan únicamente de confeti de la fiesta. Y es que en este libro, García no sólo intenta pagar viejas deudas de ombligo y omisión con la ciudad que no cesa de habitarle las entrañas, quiere hacerlo además -en uno más de sus desplantes de lealtad- con las mejores joyas atesoradas en su camino de formación literaria: los ecos de James Joyce, José Lezama Lima y Julio Cortázar... León es su Dublín ampuloso, su Ciudad-Dictador sorbiéndole la sangre, su Perseguidor, su Casa Tomada que le acosa, su más odiado amor.

La sociedad se mueve por las contradicciones que engendra en su seno, señala la conciencia del texto en uno de sus pasajes. Desde tal apreciación, los personajes de LA FIESTA DEL ATÚN sólo se confirman y encuentran su misión en el espejo de su opuesto, pero el hilvane, el punto de conexión con los demás, siempre se aleja al momento de llegar: la soledad es un tren interminable que no encontrará nunca estación y va dejando al hombre cada vez más aterrado, cada vez más diminuto, siempre al margen del viaje. Es ese el atún de la abominable fiesta, el hombre cotidiano perdido en la neurosis de la ciudad, solo en la multitud, fatigado por el deseo nunca cumplido de sacar la cabeza de la red y gritar: no soy vulgar atún, sino delfín de cepa. Desde los epígrafes iniciales ese mismo signo fatal conduce las acciones: somos sólo bufones de obras ilusorias, locos perdidos en el laberinto de nosotros mismos que al final terminaremos siendo devorados o hechos caca aunque hayamos sido hermosos. La vida se reduce a una huida-persecución, persecución-huida. La vida es sólo desperdicio de atributos: ideales, amor, conocimiento... Sin remedio, terminaremos enlatados.

En una interpretación próxima a su creador, esta novela expresa, además, el pasmo de un escritor ante las traiciones de su oficio; el desagradable hallazgo, de que después de lecturas, viajes, experimentos verbales, delirios imaginativos, el buceo apasionado por la cotidianeidad del amado terruño, la única enseñanza obtenida es que no quedan ya islas por descubrir, que la búsqueda obsesiva del cauce que convierta el Río del Muerto en bautisterio para curar de encono para siempre al León de su querencia, lo han convertido en alguien más común que antes, protagonista del fracaso de sus propias historias, caminante que retorna del viaje con dos metales opacos en el alma: la soledad y el miedo.

La isla de salvación, termina siendo la ciudad, ya humanizada al final de la novela por el dolor de sus habitantes. Es el triunfo de un amor odioso y desencantado, como el del autor por su León odiado-amado de la vida real.

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3. SALSIPUEDES (cuento): LA VUELTA AL LABERINTO

 

La palabra sugiere inmediatamente laberinto, angustia que raya en la locura. Más que físico, el laberinto, es errar mental, multiplicación de senderos posibles y entre todos ninguno que haga pie en el hallazgo: ¿qué idea luminosa, “la idea” por antonomasia, será capaz de liberarte de la pesadumbre de ambular sin rumbo, a expensas del azar?. La peor sensación de laberinto ocurre cuando ya crees vislumbrar la salida, y te percatas que todo es ilusorio, que el pretendido resquicio salvador es un cuenco voraz que succiona los esfuerzos y planes de evasión. ¿Te habrás perdido para siempre? Pero aún existe una posibilidad: sumarte a ese juego interminable de abrir grutas y agregar atmósferas sombrías, en calidad de portador de algún agente extraño al laberinto: el humor, por ejemplo. Exactamente, intenta enajenar al laberinto con los ecos de tu risa: jala por las uñas enroscadas al intruso de pies en hervidero, hacia tu propia maraña, funda en su vaivén interminable el contrajuego de los ecos de tu risa: que se pierda al entrar en tu boca iluminada.

Pasos de “Salsipuedes”, libro de relatos del leonés Alejandro García. Laberinto de laberintos, juego de cajas chinas: sal si puedes. El concepto trashumado en los sentidos. Los sentidos recreando fantasmas de la infancia-adolescencia. Los fantasmas discurriendo en un original lenguaje de contraseñas a través del barrio amado (el Coecillo) que en funciones de personaje primordial le reclama su desamor, su olvido, a la ciudad.

Los asideros –como en todas las historias de García- son rotundamente reales: la guerra cristera, la familia, los amigos, los puntos de referencia tradicionales hoy prácticamente engullidos por la entraña consumista (el Malecón del Río, el llamado Arco de la Calzada con su león de cantera, la Catedral, el Puente Barón, el Mercado República, la antigua ‘zona de tolerancia’, la Central de Autobuses, ciertas calles, ciertos personajes), algunas imágenes y ritmos cercanos a la llamada “Época de oro del Cine Mexicano”, las alusiones cultas que se agregan sin razón aparente al fluir del laberinto, la pandilla como factor de identidad del “barrio bravo”, la familia disfuncional que emerge prestidigitada en ejemplo por gracia de la fe, el taxista –ésta especie de Leopold Bloom región cinco, éste Ulises de pacotilla- que literalmente hace de la ciudad su laberinto, y el prostíbulo-baile de máscaras-fiesta popular-pelea callejera-asalto verbal adonde los personajes humanos del relato llegan a intentar embonar las piezas de su conturbación existencial.

A Salsipuedes, casa/ciudad sin accesos evidentes, se entra por los traspatios; por veredas, baldíos y esquinas en donde las pandillas han sentado sus reales; por los mitos urbanos que saltan mimetizándose de una época a otra; por el lenguaje más insolente posible; por los ancianos aferrados a la música de sus años mozos; y hasta por las habitaciones de sórdidos hoteles que guardan secretos inconfesables. No se pretende ofrecer significados, aprehensiones lógicas, sino el suceder de situaciones según van acudiendo a la memoria. Sólo se plantean escenarios. Pero este viaje sin atisbo de conclusión, seguramente agota también al laberinto. Si quieres que se eche a tus pies, dale bola, sorpréndelo con tus bifurcaciones, ríete de él a carcajada limpia, ya te dije, pues si algo no soporta el señor éste, según dicen, es el ingenio y la ausencia premeditada de silencio. Que en Salsipuedes haya fiesta, emborráchalo al cabrón con sus mismas cucharadas: y quizá distienda un poco su rebujo.

¿Pero a cuál intrincamiento te refieres? Son quizá demasiados Salsipuedes para lograr etiquetarlos, y cada uno tiene sus propios vericuetos. Un primer escenario sería la ciudad/ cancha/ de/ badmington –para ponerlo en términos deportivos- en donde cada habitante porta una raqueta hiperactiva, que ha ido saliéndose de tiempo, aumentando de revoluciones conforme ha ido creciendo la ciudad, pero el objetivo a percutir, la pelotita emplumada (a horcajadas de la generosidad y demás virtudes del alma provinciana) flota pacientemente, en vuelo más que retardado, sin lograr conectar con su pretendido emisor: la raqueta rebota únicamente vacíos de primer mundo. El León fundacional, el entrañado, ondea sólo como débil música de fondo de la expansión de la ciudad. Identidad y desarrollo aún no se encuentran: se nos dice. Y éste es talvez el más claro juicio de valor expresado en el libro. Lo demás es caminar con pasos tambaleantes por pasillos de azogue, entre espejos fracturados, recompuestos y vueltos a romper: un laberinto más... Podemos también encontrarnos (o perdernos más bien) en los gélidos pasajes de la ciudad estadística, la de las cifras lucidoras en asuntos de dinero; o en la urbe más antigua: de marcadas divisiones sociales pero concordante en cuestiones de fe; o en la masa gremial constructora de pasos para el resto del mundo; o en la realidad abisal del barrio y la pandilla; o simplemente en el León reinventado por la literatura, éste, cuyo artificio desborda el libro mismo, y ya se encuentra delineando muros y calles ciegas en éste intento de reseña.

Si hay alguna verdad flotando en la maraña, es que Creamos nuestros propios espejos, nuestros propios mitos y enemigos, aunque nadie se fije en nosotros: los mismos fantasmas a los que tanto tememos y odiamos palidecerían de pavor por nuestra capacidad de venganza y proyección si los dejáramos existir (pag. 17).

Ya se anuncia desde la estructura misma del relato en las subidas, bajadas, idas, venidas y notas fuera de borda (Po-la d’ananta katanta paranta, como diría el poeta José Coronel Urtecho en lenguaje misquito). Desde los nombres jocosos de algunos personajes (Vitola, la Pequeña Lulú, Cangrejito Playero, Vara Pitayera) ya se revela: la risa, el desenfado, es la salida.

 

Alejandro García, Doctor en Lingüística Hispánica por la UNAM, es autor –entre otras publicaciones- de los libros de cuentos A usted le estoy hablando (1980, INBA), Perdóneseme la ausencia (1983, UAZ) y Salsipuedes (2007, Tlacuilo), del libro de ensayos El aliento de Pantagruel (1998, UAS) y de las novelas La noche del Coecillo (1993, Gob. Edo. Gto. – 2008, Tlacuilo, reedición), La fiesta del atún (2000, U. de Gto./U. de G.) y Cris Cris, Cri Crí (2004, Lectorum), Premio Nacional de Novela José Rubén Romero 2002.