Solitarios son los actos
Esther Galindo
Aquí no he conocido lugar más saludable que mi casa. Me exilio de la vida por mi cuenta; ayer disfruté de un espectáculo marino y sirenas mudas. Yo muero aquí, en esta latitud y en este cuadrado. Preparo la salida del sol con aromas de cocina y cuando la fiesta de alimentar termina, regreso a mí.
¿Habrá alguna fascinación pasada que me arrastre con ella?
Hay dos hijos míos jugando en la sala, los observo y recreo todo bajo el sueño del escarabajo; la escalera, su ritmo frenético, pulsaciones de madera azul y blanca. La pulcritud me adormece. Mi hogar se revela: desea existir en la quietud.
El juego silencioso de las piedras cuando chocan.
Busco en la playa de mis huesos la última blancura. Coloco el silencio de sus lajas en las olas, encierro la memoria de los ahogados en la sombra de las ballenas, habito desiertos constantes que recreo con la misma facilidad con la que hablo de mi muerte.
El oceano unge mi cabello con pétalos de agua. La oscuridad es la ausencia de mí, el traje casual similar al de todas las madres. Desde el malecón no me distingo, soy una mancha, un risco al que mis hijos y los hijos de otros acuden para sostenerse. Meten la pala amarillenta en la arena y la vierten en sus cubos con decorados infantiles. Me observan, lo sé. Desearía que lo supieran: Mi destino es una estrella de mar.
Cronos engulle a sus hijos, los míos dibujan mariposas azules y verdes, el frío muerde la poca luz en la cocina, el hombre se acuesta con la mujer. Hay sangre mía dispersa “adivina su forma”. Su forma está dibujándote, Sylvia, aquí puede terminar o seguir otra trayectoria. El día se contrae. El hombre y la mujer fornican hasta volverse uno. El viaje inicia y el corazón es masticado en el carnaval de los amantes.
Él es un bosque al que apenas menciono.
Estrellas y muerte en la misma cama. Será cuestión de encontrarse, la inmovilidad es la miasma del espíritu. Para transitar el agua hay qué pertenecerle y para pertenecerle hay qué cerrar el cuerpo y enfrentar a la carne que domina. Te observo, apenas el perfil radiante y el cabello rubio. Piensas que cerrando los ojos aguzaras el oído, el olfato. La luz penetra en el marfil de tu cara. Rebaños de nubes que adornan su cuello con flores. La última palabra, la última estancia bajo la lluvia, los zapatos rojos y el eco de gotas que mueren. Parezco un murmullo.
Mi tiempo es mortal y vigoroso. Si hay algo definitivo es que Medea me seduce, me adoctrinó en cuestiones maternas. El fuego y sus consecuencias me arrebatan, me regalan paz y me regodeo en las cenizas. Todas las palabras se han vuelto el silencio de las hojas, vuelan a través de mí, caóticas y fragmentadas.
No hay amor que sobreviva en mí. Si lo obtengo lo convierto en mi carne, mi cabeza vuela, la felicidad inicia y decae. Lo vierto para que otros lo consuman, y cuando han terminado, la lumbre y el instante se vuelven mis enemigos. El amor me enturbia, no le concedo más vidas, lo respiro y lo deshago.
Esther Galindo (Durango, Dgo., 1984) publicó Una llaga entre los muros (Torre de Babel ediciones/ 2010) y Ártico (coedición ICED/Mantis Editores, 2012). Ha asistido a varios talleres de poesía y narrativa, así como a diversos encuentros de poetas y escritores en el país.