domingo. 13.10.2024
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Nota sobre la abolición de todos los partidos políticos

Simone Weil

Nota sobre la abolición de todos los partidos políticos

La palabra “partido” se entiende aquí en el sentido que tiene en la Europa continental. En los países del mundo anglo-sajón la misma palabra describe una realidad diferente que tiene su raíz en la tradición inglesa y no puede traducirse fácilmente a otros lugares. La experiencia de siglo y medio demuestra esto clara y suficientemente. En el mundo anglo-sajón los partidos tienen un elemento lúdico, deportivo, concebible en instituciones de origen aristocrático, mientras que en instituciones que desde su origen fueron plebeyas todo es siempre más serio.

En la época de la revolución de 1789 la noción de “partido” no formaba parte del pensamiento político francés –excepto como un mal que debía ser evitado. Había, sin embargo, un Club des Jacobins que al principio proveyó de un foro para el libre debate. Y aunque su transformación subsecuente no era en modo alguno inevitable, fue bajo la presión de la guerra y la guillotina que se volvió un partido totalitario.

La lucha intestina de facciones durante el Terror se resume en el memorable dicho de Tomsky: “Un partido en el poder, y todos los demás en la cárcel”. Por lo tanto, en la Europa continental, el totalitarismo fue el pecado original de todos los partidos políticos.

Los partidos políticos se establecieron en la vida pública europea en parte como una herencia del Terror y en parte como resultado de la influencia británica. El hecho de que hoy día existan no es en sí misma una razón suficiente para preservarlos. La única razón suficiente para preservar algo, es que ese algo sea bueno. Los males de los partidos políticos son evidentes, así que el problema que deberá ser examinado es éste: ¿hay suficiente bien en los partidos políticos, que compense sus males, como para que su preservación sea deseable?

Sería, sin embargo, mucho más relevante cuestionar: ¿acaso realizan, siquiera, un  bien infinitesimal?, ¿si no son puros, o casi puros, son diabólicos? Si son diabólicos resulta claro, de hecho y en la práctica, que de ellos no se pueden esperar sino mayores males. Esto es un artículo de fe: “De un árbol bueno no se espera fruta mala, ni de uno podrido fruta hermosa”.

Primero debemos establecer el criterio de “bien”.

Y ese criterio solo puede reposar en la verdad y la justicia, y en segundo lugar en el interés público.

La democracia y la regla de la mayoría no son bienes en sí mismos, son medios hacia el bien, y su efectividad es incierta. Por ejemplo, si en lugar de Hitler hubiera sido la república de Weimar, mediante un democrático y riguroso proceso legal, la que decidiera colocar a los judíos en campos de concentración, y torturarlos cruelmente hasta la muerte, tales medidas no hubieran sido un átomo más legítimas que las presentes políticas Nazis (y tal posibilidad no es de ninguna manera inverosímil). Únicamente lo que es justo puede ser legítimo, y bajo ninguna circunstancia el crimen y la mendacidad son legítimos.

Todo nuestro ideal republicano se desarrolló a partir de la noción de “voluntad general” de Rousseau. Sin embargo el sentido de la noción se perdió casi desde el principio porque es complejo y requiere un elevado grado de atención.

Excepto por algunos de sus capítulos, no hay libros tan bellos, claros, lucidos y fuertes como “El contrato social”. Se dice también que pocos libros los hay tan influyentes, pero todo a nuestro alrededor acontece como si nadie lo hubiera leído.

El punto de partida de Rousseau fueron dos premisas. Una, que la razón percibe y escoge lo que es justo e inocentemente útil, mientras que todo crimen es motivado por la pasión.

Segundo, la razón es la misma en todos los hombres, mientras que sus pasiones difieren las más de las veces.

De esto se sigue que, si en un tema común, todo mundo piensa por sí mismo y expresa su opinión y, si todas estas opiniones son colectadas y comparadas, con alta probabilidad coincidirán en tanto en cuanto sean razonables y justas, pero diferirán en todo lo que de injustas y erróneas sean.

Es este tipo de razonamiento el que permite asegurar que un consenso universal apunta hacia la verdad.

La justicia es una, la verdad es una. Los errores y las injusticias son infinitamente variables. Los hombres coinciden en todo lo que es bueno y justo, mientras que la mendacidad y el crimen los hacen divergir sin fin. Debido a que la unión genera fuerza, de ella se puede esperar un soporte material para que prevalezcan la verdad y la justicia por sobre el error y el crimen.

Pero lograr esto requerirá de un mecanismo apropiado. Si la democracia es tal mecanismo es entonces buena, de otra manera no lo es. Una voluntad injusta, común a una nación entera –a los ojos de Rousseau- no es superior a la voluntad injusta de un individuo. En esto tenía razón.

Rousseau pensaba, sin embargo, que la voluntad general de una nación, la mayor parte del tiempo, se conformaba a la justicia por la simple razón de que las pasiones individuales se contrapesaban y neutralizaban. Para él ésta es la única razón por la que la voluntad popular se debe preferir a la individual.

De manera similar a como una masa de agua, que a pesar de estar formada por incontables partículas en constante movimiento y colisión, llega a un estado de equilibrio y reposo perfectos, en los cuales refleja con minuciosidad los objetos sobre una superficie plana y permite medir con precisión las densidades, así es la voluntad general.

Si individuos que son llevados al crimen y la mendacidad por sus pasiones, pueden formar un pueblo que es justo y veraz, entonces es apropiado que tal pueblo sea soberano. Una constitución democrática es buena si, primero que todo, capacita al pueblo para que llegue a éste estado de equilibrio. Sólo de esa manera podrá ser ejecutada la voluntad de la gente.

El verdadero espíritu de 1789 consiste en pensar no que una cosa es justa porque lo dice la voluntad del pueblo, sino que, bajo ciertas condiciones, la voluntad del pueblo se conformara a la justicia más que cualquier otra.

La aplicación del concepto de voluntad general requiere que varias condiciones se satisfagan. Dos son de particular importancia.

Primero, al momento de que la gente se vuelva conciente de su propia intención, y al exprese, no debe haber ningún tipo de pasión colectiva.

Es completamente obvio que el razonamiento de Rousseau cesa de aplicarse cuando una pasión colectiva entra en juego.

Rousseau sabía bien esto, que una pasión colectiva es una compulsión infinitamente más poderosa hacia el crimen y la mendacidad que cualquier pasión individual. En tal caso el mal impulsa, y lejos de cancelarse se multiplica. La presión sobre el individuo se vuelve sobrecogedora y nadie –excepto un santo auténtico- podría soportarla. Cuando el agua se pone en movimiento mediante una corriente impetuosa pierde la capacidad de reflejar imágenes, su superficie deja de ser plana y no puede medir densidades. Y esto acontece sea como resultado de una sola impetuosa corriente o de varias en confluencia.

Cuando un país se encuentra en el vértice de una pasión colectiva se vuelve unánime en el crimen, si es presa de dos, o cuatro, o cinco, o diez pasiones colectivas, se partirá en varias bandas criminales. Las pasiones divergentes dejan de neutralizarse, como en el caso de varias pasiones individuales. Hay muy pocas de ellas, y cada una es tan fuerte que no tiene lugar ninguna neutralización. La competencia las exaspera, y chocan de manera infernalmente ruidosa. En medio de tal situación la justicia y la verdad se hunden. Cuando un país está movido por una pasión colectiva lo verosímil es que cada individuo este más cerca de la verdad y la justicia que la voluntad general –o la caricatura que se volvió la voluntad general.

La segunda condición es que la gente exprese su voluntad en relación a los problemas de la vida pública –y no meramente que escoja entre varios individuos, o, peor, entre varias organizaciones irresponsables (la voluntad general no tiene la más mínima relación con tales elecciones).

Si en 1789 hubo, hasta cierto grado, una genuina expresión de la voluntad general -incluso aunque un sistema de representación del pueblo había sido adoptado debido a falta de habilidad para diseñar otra alternativa- fue porque tenían algo mucho más importante que elecciones entre manos.

Todas las energías vivas del país –y en esos momentos el país rebosaba de vida- buscaban expresión a través de los cahiers de revendications. La mayoría de los que después fueron representantes populares fueron conocidos a través de este proceso, y guardan en su memoria la calidez del proceso. Podían sentir a la gente escuchando sus palabras, y la gente observaba si sus aspiraciones eran correctamente interpretadas. Por un breve momento –demasiado breve– estos representantes fueron simples canales de transmisión de la opinión popular.

Tal cosa no volvería a pasar de nuevo.

Mediante el recurso de establecer las dos condiciones para la expresión de la voluntad general nos queda claro que nunca hemos conocido –ni siquiera lejanamente– algo parecido a una democracia.

Pretendemos que nuestro sistema actual es democrático, aunque la gente no tenga la oportunidad, ni los medios, de expresar sus opiniones sobre los problemas que atañen a la vida pública. Cualquier tema irrelevante para intereses particulares se abandona a las pasiones colectivas, que son sistemática y oficialmente promovidas e inflamadas.

La misma manera en que palabras como “democracia” y república” son utilizadas nos obliga a analizar con atención dos problemas:

  1. ¿Cómo dar a los hombres que forman el pueblo francés la posibilidad de expresar su opinión sobre los grandes asuntos de la vida pública?
  2. ¿De qué manera impedir que, cuando son dados a la gente los grandes asuntos de la vida pública, se vean contaminados de pasiones colectivas?

Si uno rechaza discutir estos problemas es inútil hablar de legitimidad republicana.

Las soluciones no serán encontradas fácilmente, sin embargo, un examen minucioso revelará que cualquier solución involucrará la desaparición de todos los partidos políticos.

Para apreciar los partidos políticos desde el escorzo de la verdad, la justicia y el interés público identificaremos sus características clave. Podemos enumerar tres:

  1. Un partido político es una máquina para fabricar pasiones colectivas.
  2. Un partido político es una organización construida para ejercer presión colectiva sobre el pensamiento de sus miembros individuales.
  3. El primer objetivo, y el último, de un partido político es crecer sin límite.

 

Debido a estas tres características todo partido político es en germen, y por aspiración, totalitario. Si algún partido no es totalitario en los hechos es porque los partidos que lo rodean no lo son menos. Estas tres características son verdades fácticas, evidentes para cualquiera que haya tenido relación con las actividades cotidianas de un partido político.

El punto C es un caso particular de un fenómeno que se presenta siempre que individuos pensantes son dominados por una estructura colectiva y representa una inversión de la relación de medios a fines. En todos lados, sin excepción, todas las cosas que son consideradas fines son, por naturaleza, por definición, por esencia y de la manera más evidente, medios. Es posible citar ejemplos de esto en todos los dominios de la vida: el dinero, el poder, los diplomas universitarios, el Estado, el patriotismo, la producción económica y muchos más.

El bien en sí mismo es el único fin. Cualquier cosa que pertenezca al dominio de los hechos corresponde a la categoría de medios. El pensamiento colectivo, sin embargo, no puede elevarse por encima del mundo de los hechos. Es una forma animal de pensar. Su pobre percepción del bien apenas la capacita para confundir tal o cual medio con un bien absoluto.

Lo mismo es aplicable a los partidos políticos. En principio, un partido es un instrumento que sirve a una cierta concepción del interés público. Esto es verdad aún de partidos que representan los intereses de un cierto grupo social, ya que siempre hay una concepción del interés público, según la cual, el interés público y estos intereses particulares, coinciden. Si bien esta concepción es extremadamente vaga.

Esto es verdad sin excepción y uniformemente. Los partidos bien organizados, y aquellos que tienen una estructura endeble son igualmente vagos en lo relativo a la doctrina. Ningún hombre, incluso si se ha visto involucrado en investigación avanzada en estudios políticos, es capaz de ofrecer una descripción clara y precisa de la doctrina de algún partido, incluyendo –si acaso pertenece a alguno– la del suyo.

La gente es generalmente reacia a reconocer semejante estado de cosas, y si han de confesarlo prefieren, ingenuamente, atribuir su incapacidad a sus propias limitaciones intelectuales, cuando el hecho es que la frase “doctrina de un partido político” carece de significado. Un individuo, incluso si invierte su vida entera escribiendo y ponderando problemas de ideas, muy raramente elabora una doctrina. Un grupo de gente no puede hacer eso, una doctrina no es nunca un producto colectivo.

Uno puede hablar, es verdad, de la doctrina cristiana, de la doctrina hindú, de la doctrina pitagórica, pero aquello que se designa con este nombre no es algo ni individual ni colectivo, es algo que se ubica infinitamente alto sobre estos dos dominios porque es pura y simplemente la verdad.

El objetivo de un partido político es algo vago e irreal. Si fuese real exigiría un gran esfuerzo de atención, porque el concepto de interés público no es fácil de pensar. Pero, inversamente, la existencia de un partido es algo tangible, evidente, que no exige ningún esfuerzo para ser reconocido por los sentidos. Por lo tanto el partido se vuelve, inevitablemente, su propio fin. Esto equivale, entonces, a idolatría, porque Dios es el único que legítimamente es su propio fin.

La transición se consigue fácilmente. Primero, se establece como axioma que, para que el partido sirva efectivamente al concepto de interés público que justifica su existencia, hay una condición necesaria y suficiente: debe asegurarse de poseer un vasto poder.

Sin embargo, una vez obtenido, no será nunca suficiente, porque la ausencia de pensamiento reduce al partido a un estado de impotencia, que se atribuye a una falta de poder. Si acaso el partido se vuelve el dirigente absoluto de su país, las contingencias internacionales le impondrán nuevas limitaciones. Por lo tanto la tendencia esencial de todos los partidos políticos es hacia el totalitarismo, primero en escala nacional, y después en escala mundial. Y debido a que la noción de interés público que cada partido invoca es una ficción, una cáscara vacía carente de significado, es que la búsqueda del poder se vuelve un fin absoluto. Toda realidad implica un límite, pero lo que carece de realidad no tiene límites, y por ello el totalitarismo tiene una afinidad natural con la mendacidad.

Mucha gente, es cierto, no contempla la posibilidad del poder total, pensar en eso les resulta temerario. La noción es vertiginosa y requiere cierto tipo de grandeza encararla. Cuando esta gente se involucra con los partidos quieren, meramente, hacerlos crecer, pero como algo que no tiene límites. Si un partido tiene tres miembros más éste año, o recolecta 100 francos más están complacidos. Y les gustaría permanecer indefinidamente en esa dirección. Bajo ninguna circunstancia creerán que su partido tiene muchos miembros, o mucho dinero o muchos votos.

El temperamento revolucionario tiende a tener visiones de la totalidad. El temperamento pequeño burgués prefiere la apacible visión de un progreso lento, ininterrumpido e infinito. En ambos casos el único criterio para medir lo bueno y lo malo es el crecimiento material del partido. Exactamente como si el partido fuese un animal en engorda, y el universo el medio de engordarlo. No se puede, sin embargo, servir a Dios y a Mammón, si el criterio del bien no es el bien mismo, se pierde la noción misma de lo que es bueno. Una vez que el criterio de crecimiento del partido se vuelve el criterio del bien, se sigue inevitablemente que el partido ejercerá una presión sobre las mentes de los hombres. Tal presión es muy real, y seria porque es abierta y públicamente ejercida, profesada y proclamada. Esto debería horrorizarnos, pero estamos ya muy habituados a ello.

Los partidos políticos son las organizaciones que de manera pública y oficial tienen por cometido la supresión en todas las almas de cualquier sentido de verdad y de justicia. La presión colectiva es ejercida sobre un amplio auditorio por medio de la propaganda. El objetivo confeso de la propaganda no es iluminar, sino persuadir. Hitler vio con claridad que el fin de la propaganda debe ser siempre esclavizar mentes. Todos los partidos políticos hacen propaganda, si no la hacen desaparecen porque todos sus competidores la practican. Los partidos confiesan sin pudor que hacen propaganda, pero con toda su mendacidad carecen de la audacia de afirmar que al hacerlo ilustran y dan forma al juicio del pueblo. Los partidos políticos profesan, es cierto, que educan a quienes los apoyan: nuevos miembros, gente joven, pero esto es una mentira porque no es educación lo que ofrecen, sino condicionamiento, una preparación para un más riguroso control ideológico que el partido impone sobre sus miembros.

Imaginemos lo siguiente. Si un miembro de un partido –un representante parlamentario, un candidato o un simple activista– hiciera la siguiente declaración: “Cuando haya de examinar cualquier tema político o social, juro que olvidaré mi militancia política, mi única preocupación será afirmar lo que debería ser hecho para mejor servir al interés público y la justicia” sus palabras no serían bien recibidas. Sus camaradas, y mucha otra gente, lo acusarían de traición. Incluso el menos hostil le cuestionaría: “¿por qué, entonces, unirse a un partido político?” –de esta manera ingenua se confiesa que cuando se afilia uno a un partido político, uno renuncia a la idea de no servir a más nada que el interés público y la justicia–. Quién hiciese tal declaración sería expulsado del partido, se le retiraría su investidura, y ciertamente nunca sería electo.

Por lo demás parece inconcebible que alguien se atreva a sostener tales palabras. De hecho, si no me equivoco, tal cosa no ha ocurrido nunca. Si tal lenguaje acaso ha sido utilizado, ha sido por políticos que necesitaban gobernar con el apoyo de otros partidos. Pero incluso así esas palabras tienen un nimbo de deshonra a su alrededor. Y a la inversa, todo el mundo siente que es natural, sensible y honorable decir: “como conservador…” o “como socialista yo creo que…” En verdad que este tipo de discurso no es privativo de la política partidista, y la gente no se sonroja al decir: “como francés yo pienso que…”o “como católico yo pienso que…”. Algunas candorosas niñas, que declararon su adhesión a gaullismo como el equivalente francés del hitlerismo, añadieron: “La verdad es relativa, incluso en geometría”. Ellas dan en el punto central del asunto.

Si no hubiese verdad estaría bien pensar de tal o cual manera de acuerdo a tal y tal posición. De la misma manera que el cabello es negro, café, rojo o rubio porque uno nació de esa manera, uno podría expresar tales y cuales pensamientos ya que el pensamiento es el resultado, como el cabello, de un proceso físico de eliminación. Sin embargo si uno considera que existe una verdad uno no puede pensar sino la verdad. Uno piensa lo que piensa no porque ocurrió que uno es francés o católico, sino debido a que la irresistible luz de la evidencia lo fuerza a uno a pensar de tal manera, y no de otra.

Si no hay evidencia, si existe la duda, es entonces evidente que, dado el conocimiento disponible, la cuestión es incierta. Si hay una pequeña probabilidad de un lado, es evidente que hay esa pequeña probabilidad, y así sucesivamente. En cualquier caso la luz interior siempre ofrece a quien la consulte una respuesta evidente.

El contenido de la respuesta puede ser más o menos afirmativo, es lo de menos. Siempre estará sujeto a revisión, aunque no corrección es posible a menos que se incremente la luz interior.

Si un hombre, miembro de un partido, está absolutamente determinado a seguir, con toda resolución, nada más que su luz interior, con la exclusión de todo lo demás, no puede enterar de tal decisión al partido. Hasta ese punto él está engañando al partido. Se encuentra, por lo tanto, en un estado de mendacidad; y la única razón por la que soporta tal cosa es porque necesita unirse a un partido para jugar un rol efectivo en los asuntos públicos. Pero entonces esta necesidad es maligna, y uno debe liquidarla aboliendo todos los partidos políticos.

Un hombre que no ha tomado la decisión de mantenerse exclusivamente fiel a su luz interior establece la mendacidad en el centro de su alma. Y debido a esto, su condena es la oscuridad interior. Es inútil tratar de escapar de esta situación mediante la distinción entre libertad interior y disciplina externa, ya que esto implica mentirle al público, hacia el que todo candidato, todo representante electo, tiene un particular deber de decir la verdad. Si yo voy a decir, en nombre de mi partido, cosas que sé que son opuestas a la verdad y la justicia ¿debería primero prevenir a mi público? Si no lo hago, miento. De estos tres tipos de mentiras –mentirle al partido, mentirle al público, mentirle a uno mismo– mentirle al partido es con mucho la menos dañina. Pero si la pertenencia a un partido lo obliga a uno e mentir siempre, en todas las instancias, entonces la existencia misma de los partidos políticos es absoluta e incondicionalmente un mal.

En los anuncios propagandísticos de las reuniones públicas de los partidos enterarse de cosas como: El señor X presentará el punto de vista del partido comunista –en el tema de que trate la reunión. El señor Y presentará el punto de vista el partido socialista, El señor Z presentará el punto de vista del partido liberal”. ¿Cómo es que estos desgraciados conocieron el punto de vista que asumen presentar?, ¿quién pudo haberlos instruido en tal cosa?, ¿qué oráculo? Una colectividad no tiene lengua ni pluma, todo órgano de expresión es individual. La colectividad socialista no está personificada en nadie, ni la liberal. Stalin encarna la colectividad comunista, pero él vive lejos y no es posible contactarlo por teléfono antes de la reunión. No, los señores X, Y y Z consultaron, cada uno, a sí mismos. Y si fuesen honestos cada uno de ellos se hubiera colocado en un estado psicológico particular –un estado similar al que usualmente se llega en la atmosfera de las reuniones comunistas, liberales o socialistas.

Si se coloca uno en ese estado, y se abandona a las reacciones automáticas, se hablaría de manera natural desde el “punto de vista” de los comunistas, los socialistas o los liberales. Para obtener tal resultado, sin embargo, se requiere de una condición: uno debe resistirse a contemplar la verdad y la justicia. Si tal contemplación llegara a tener lugar se correría un riesgo espantoso, porque entonces se expresaría un “punto de vista” personal. Y es que en nuestros días la tensión entre la verdad y la justicia se considera como respuesta a un punto de vista personal.

Cuando Poncio Pilatos preguntó a Jesús “¿qué es la verdad?”, Jesús no respondió, porque ya lo había hecho antes cuando dijo: “Yo vengo a dar testimonio de la verdad”. Hay una sola respuesta. La verdad consiste de todos los pensamientos que surgen en la mente de una creatura pensante únicamente, totalmente, exclusivamente deseosa de la verdad. Mendacidad, error –las dos palabras son sinónimas- son los pensamientos de aquellos que no desean la verdad, o la desean junto a otras cosas. Por ejemplo, desean la verdad pero la desean de conformidad con tales o cuales ideas recibidas. Sin embargo ¿cómo podemos desear la verdad si carecemos de cualquier conocimiento previo de ella? Tal es el misterio de todos los misterios. Palabras que pueden expresar una perfección inconcebible para la mente –Dios, la verdad, la justicia– pero que pronunciadas interiormente, sin ninguna preconcepción, tienen el poder de elevar el alma e inundarla de luz.

Es cuando deseamos la verdad con el alma vacía y sin la tentación de adivinar de antemano su contenido que recibimos la iluminación. Tal es todo el mecanismo de la atención. Es imposible analizar los complejos problemas de la vida pública atendiendo, por un lado, a la verdad, la justicia y el interés público, y por otro, manteniendo la actitud que se espera de los miembros de un movimiento político. El rango de atención humana es limitado, y no permite la consideración simultánea de estas dos tareas. De hecho todo aquel que se preocupa por una descuida y rechaza la otra. Sin embargo ningún sufrimiento aguarda a aquel que abandona la verdad y la justicia, mientras que un doloroso castigo por parte del sistema de partidos espera a quien se insubordina. Estos castigos se extienden a todas las áreas de la vida: la carrera, los afectos, las amistades, la reputación, aspectos superficiales del honor e incluso la vida familiar. El partido comunista desarrolló éste sistema a la perfección. La existencia de tales castigos llega a distorsionar el juicio incluso de aquellos que no comprometen su integridad interior. Si tratan de reaccionar contra el control del partido; éste impulso en sí mismo no relaciona a la verdad, por lo que es sospechoso. Y esa misma sospecha tampoco se relaciona a la verdad, por lo que… La verdadera atención es un estado muy difícil para la criatura humana, tan violento, que cualquier disturbio emocional puede desviarlo. Por lo tanto uno debe siempre estar vigilante de la propia facultad de juicio contra el tumulto de las esperanzas y miedos personales.

Si un hombre está dedicado a extremadamente complejos cálculos numéricos, y sabe que cada vez que obtenga un número par será azotado, tal hombre está en un difícil predicamento. Algo en la parte carnal de su alma lo impulsará cada vez a dar un leve giro a sus cálculos para obtener números impares. Su reacción lo llevara a encontrar números impares donde de hecho no los hay. En medio de esta oscilación su atención dejará de ser pura. Si la complejidad del cálculo le exige una gran atención, inevitablemente cometerá errores –incluso si él es muy inteligente, valiente y profundamente comprometido con la verdad. ¿Qué debería hacer? Es muy simple. Si él puede escapar del yugo de la gente que tiene en látigo debe hacerlo con prontitud. Si tiene esa oportunidad desde el principio debe tomarla.

La situación es la misma en relación a los partidos políticos. Cuando un país tiene partidos políticos tarde o temprano se vuelve imposible intervenir en los asuntos públicos de manera efectiva sin unirse a un partido y jugar el juego. Cualquiera que se involucra en los asuntos públicos quiere que sus esfuerzos no sean en vano. Así que o bien deberá olvidar ese interés y dedicarse a otras cosas, o someterse a las reglas de los partidos. Pero si hacen esto pronto adquirirán responsabilidades que superaran su preocupación inicial por el bien público.

Los partidos políticos son mecanismos maravillosos en virtud de los cuales a escala nacional no queda mente individual alguna capaz de discernir, en los asuntos públicos, lo que es bueno, justo y verdadero.

Como resultado, -excepto por unas pocas coincidencias fortuitas- nada es decidido, nada es ejecutado, sino medidas que van contra el interés público, la verdad y la justicia.

Si uno encargará la organización de los asuntos públicos al diablo no podría inventar un dispositivo más ingenioso.

Si la realidad parece menos oscura ello es debido a que los partidos no lo han devorado todo. Pero ¿es de hecho menos oscura? ¿No demuestran los eventos recientes que la situación es tan oscura como la he descrito?

Debemos reconocer que el mecanismo de opresión intelectual y espiritual que caracteriza a los partidos políticos fue introducido por la Iglesia Católica en su lucha contra la herejía.

Un converso que se une a la Iglesia, o un fiel creyente que después de la deliberación interior decide permanecer en la Iglesia, percibe lo que es verdadero y bueno en el dogma católico. Sin embargo, tan pronto como atraviesa el umbral se encuentra en medio de incontables anatema sit! Que son artículos de “fe estricta” y que implícitamente debe aceptar pero que no ha considerado con detenimiento. Ni podría hacerlo aunque fuese una persona de una inteligencia superior y amplia cultura dedicada de tiempo completo a ello.

¿Cómo puede uno suscribir artículos de cuya existencia no se es consciente? Simple y sencillamente mediante la rendición incondicional a la autoridad de la que emanan.

Esta es la razón por la que Santo Tomás quería garantizar para sus afirmaciones la autoridad de la Iglesia, con exclusión de cualquier otro argumento. Nada más es necesario para aquellos que aceptan su autoridad, se dijo, y ningún otro argumento persuadirá a los que la rechazan.

Y de esta manera la luz interior de la evidencia, la capacidad de percepción dada desde lo alto a los seres humanos como respuesta a su deseo de verdad, es rechazada o condenada a tareas serviles, excluida de todas las investigaciones relativas al destino espiritual del hombre. La fuerza que impele el pensamiento no es más el indefinido e incondicional deseo por la verdad sino el mero deseo de acomodarse a enseñanzas preestablecidas.

Que la iglesia fundada por Cristo haya reprimido, en gran parte, el espíritu de la verdad –a pesar de la Inquisición fracasó en reprimirlo totalmente porque el misticismo proveyó un refugio seguro– es una trágica ironía que mucha gente ha indicado. Sin embargo otra trágica ironía, menos vistosa, no ha sido tomada en cuenta. La represión del espíritu por el régimen inquisitorial provocó una revuelta que, a la larga, tomó una orientación que permitió una mayor represión del espíritu. La Reforma y el humanismo Renacentista –productos gemelos de la revuelta aludida– después de tres siglos de maduración fueron en gran medida la fuente de inspiración del espíritu de 1789. Esto, después de algún retraso, es lo que fundó nuestra democracia en el juego de los partidos, en el que cada uno es una pequeña iglesia secular que extiende su propia amenaza de excomunión. La influencia de los partidos ha contaminado toda la vida mental de nuestra época.

Cuando alguien se une a un partido lo hace movido por la percepción que tiene de algo bueno y justo en su propaganda y actividades. Sin embargo es probable que nunca haya estudiado la posición del partido en todos los aspectos de la vida pública. Así que al unirse al partido respalda un conjunto de posiciones que no conoce, y de hecho somete su inteligencia al arbitrio de la autoridad del partido. Y conforme pase el tiempo, poco a poco, en cuanto sepa de tales posiciones, comenzará a aceptarlas sin cuestionamientos.

Esto replica la situación de todos aquellos que se unen a la Iglesia Católica a lo largo de las líneas de Santo Tomás.

Si un hombre dijese, al momento de obtener su credencial de miembro de un partido, algo como: “Estoy de acuerdo con el partido en ésta y en aquella cuestión, pero en todas aquellas posiciones que desconozco o no he estudiado a fondo, reservo mi opinión hasta obtener la información necesaria” muy probablemente se le aconsejaría volver en otra fecha.

De hecho, y con muy contadas excepciones, cuando un hombre se une a un partido político, de manera dócil adopta una posición mental que más tarde expresará como: “En tanto que monarquista… Como socialista… yo pienso que…”, ¡es tan confortable hacerlo así!. Equivale a no tener pensamientos y nada es más confortable que no tener que pensar. Ahora bien, en relación a la tercera característica de los partidos políticos –que son máquinas para fabricar pasiones colectivas– esto es tan de suyo evidente que casi no necesita mayor aclaración. Las pasiones colectivas son casi la única fuente de energía a disposición de los partidos para hacer propaganda y ejercer presión sobre las almas de sus miembros.

Uno puede reconocer que el espíritu partisano vuelve a la gente ciega, insensible a la justicia e impulsa a gente decente a perseguir tenazmente a los inocentes. Uno reconoce todo esto, pero nadie sugiere deshacerse de tales males mediante la supresión de esas organizaciones.

Algunos estupefacientes están prohibidos, lo que no es óbice para que haya muchos adictos a ellas. Habría más sin el Estado, en vez de prohibirlas, organizara la distribución y venta de opio y cocaína mediante grandes carteles alusivos para animar a los consumidores.

En conclusión, la institución de los partidos políticos es un mal casi en estado puro. Son malos en principio, y en la práctica son dañinos.

La abolición de los partidos constituiría un bien casi puro. Sería una iniciativa altamente legítima en principio, y en la práctica sus efectos se mostrarían benéficos sin cortapisas.

En las elecciones los candidatos dirían a sus electores, no que ellos portan tal o cual etiqueta –etiqueta que a los votantes les dice casi nada en relación a los asuntos públicos- sino: “mi punto de vista en tales y cuales materias son estos y  estos”.

Los políticos electos se asociarían o disociarían siguiendo el flujo natural y cambiante de las afinidades. Puedo muy bien estar de acuerdo con el señor M en el asunto del colonialismo, pero estoy en desacuerdo con él en la cuestión de la propiedad agraria, y mis relaciones con el señor B pueden ser el exacto reverso de estas.

La organización en partidos políticos es una artificial cristalización del fluido juego de las afinidades, en el que muy a menudo un miembro del parlamento estará en desacuerdo con colegas de su partido, y en completo acuerdo con políticos de otro partido. Muchas veces, en la Alemania de 1932, un comunista y un nazi, conversando en la calle, experimentaron el vértigo de descubrir que estaban de acuerdo en todos los temas. Fuera del parlamente se formarían de manera natural círculos intelectuales alrededor de revistas de ideas políticas. Estos círculos permanecerían fluidos, siendo s misma fluidez la seña de las afinidades naturales. Esto distingue a un círculo de un partido, previniéndolo a la vez de ejercer una influencia maligna.

 Cuando se cultivan relaciones amistosas con el director de alguna revista y sus colaboradores habituales, cuando uno ocasionalmente escribe para la revista, uno pude decir que está en contacto con el ambiente de la revista, pero uno no es parte de él porque no hay una clara frontera entre el exterior y el interior. Más aún, existen los que leen la revista y conocen a dos o tres de sus colaboradores y los lectores regulares que derivan inspiración de los artículos, y también los lectores ocasionales y sin embargo ninguno de estos pensaría en decir: “Como persona relacionada a tal revista , yo pienso que…”

En tiempos electorales, si los colaboradores de una revista son candidatos, se les prohibiría invocar su relación con la revista, y se le prohibiría a la revista respaldar esas candidaturas directa o indirectamente, o siquiera mencionarlas. Cualquier “asociación de amigos” alrededor de la revista estaría prohibida, y si cualquier revista prohibiese a sus colaboradores el contribuir a otras revistas sería cerrada.

Todo esto requeriría amplias y completas regulaciones que hiciesen imposible que publicaciones deshonestas siguiesen adelante con su actividad, ya que nadie querría asociarse con ellas. Cuando un circulo de ideas y debate pretenda osificarse y extender membresías formales la ley deberá impedírselo, y castigarlo por intentarlo.

Por supuesto aparecerían partidos clandestinos, pero no sería honorable unirse a ellos, y los miembros de estos partidos marginales no serían capaces de volver la esclavización de sus mentes un espectáculo público, y tendrían prohibido realizar propaganda en su favor. El partido no tendría oportunidad de mantener mentes prisioneras de su tupida red de intereses, pasiones y obligaciones.

Dondequiera que una ley es imparcial y justa, basada en una perspectiva clara del interés público y es fácilmente comprensible para cualquiera, esa ley triunfa en debilitar lo que prohíbe. Las penas que conlleva el romperla rara vez serán aplicadas porque la existencia misma de la ley será suficiente para neutralizar aquello que prohíbe. Tal prestigio intrínseco e la ley ha estado en el olvido, y es menester restaurarlo y hacer buen uso de él. La existencia de partidos clandestinos no causará entonces daños considerables –ni comparables con los de los partidos cuyas actividades la ley fomenta y protege.

Hablando en general, un examen cuidadoso revela que no hay inconvenientes resultantes de la abolición de todos los partidos políticos. Extraña paradoja lo es el que medidas como ésta, que no presentan inconvenientes, sean las que menos verosímilmente serán adoptadas. La gente pregunta ¿si es tan simple y bueno por qué no ha sido hecho ya? Y sin embargo las grandes cosas son a menudo simples y relativamente fáciles.

Esta medida en particular ejercería una influencia sana y terapéutica más allá del dominio de los asuntos públicos, ya que el espíritu partisano lo ha contaminado todo. Las instituciones que regulan la vida pública siempre ejercen cierta influencia sobre las mentes –tal es el prestigio del poder–. La gente ha desarrollado progresivamente el hábito de pensar, en todos los dominios, únicamente en términos de “en favor de…” o “en contra de…” alguna opinión, y se buscan argumentos para apoyar una de las dos opciones. Esto es una trasposición exacta del espíritu de partido.

Justamente como dentro de los partidos políticos, existe alguna gente de mentalidad orientada democráticamente que acepta la existencia de una pluralidad de partidos, y similarmente, en el dominio de la opinión, hay gente de mentalidad amplia que reconoce el valor de las opiniones que disienten de las suyas. Todos ellos han perdido completamente el sentido de la verdad y falsedad.

Otros, habiendo tomado posición en favor de una opinión, se rehúsan a examinar cualquier disenso. Esta es una transposición del espíritu totalitario.

 Cuando Einstein visitó Francia toda la gente que pertenecía a círculos más o menos intelectuales, incluyendo otros científicos se dividió en dos campos a favor o en contra de Einstein. Cualquier nueva idea científica encuentra en el mundo científico gente a favor o en contra, estando amos bandos igualmente inflamados por el deplorable espíritu partisano. El mundo intelectual está permanentemente lleno de facciones y tendencias en diferentes grados de cristalización. En el arte y la literatura el fenómeno prevalece aún más. El cubismo y el surrealismo fueron, cada uno, una suerte de partidos. Algunas gentes son “gideanas” y otras “maurrasianos”. Para alcanzar la celebridad resulta conveniente rodearse de una pandilla de admiradores, todos poseídos por el espíritu de partido.

De la misma manera no hay gran diferencia entre la devoción a un partido y la devoción a una iglesia –o en ser devoto de la “antirreligión” –. Uno está a favor de, o contra la creencia en Dios, mientras que otro está a favor, o en contra, del cristianismo y así sucesivamente. Con esto se llega, en materia de religión, al punto clave: los militantes. Incluso en la escuela no encuentra uno mejor manera de estimular la mente de los infantes que haciéndolos tomar posición a favor o en contra de algo. Se les presenta el pensamiento de un gran autor y se les cuestiona: “¿Estás a favor o en contra?, desarrolla tus argumentos.” En las épocas de exámenes los pobres diablos, teniendo apenas tres horas para escribir sus tesis, no pueden dedicar más que cinco minutos a decidir si están de acuerdo o no. Y sin embargo hubiera sido tan sencillo decirles: “Medita sobre el texto, y entonces expresa las ideas que vienen a tu mente”.

Casi todo mundo –a veces incluso en problemas de orden puramente técnico- en lugar de pensar toma posiciones en favor o en contra. Con tal elección se reemplaza la actividad de la mente. Esto es lepra intelectual, originada en el mundo político y dispersada a través de todo el país contaminando toda forma de pensamiento. Esta lepra está matándonos, y es muy dudoso que pueda comenzar a curarse si no se empieza por la abolición de todos los partidos políticos.

Traducción de Rolando Alvarado Flores, 2015.

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Rolando Alvarado Flores. Nació en 1973, sobrevivió al salinismo y el obradorismo. Estudió física y tiene publicados 19 artículos de investigación en revistas como "Physical Review", "Physica D", "Journal of Physica A", "Foundations of Physics", "Revista Mexicana de Física". En sus ratos libres colabora en la revista "Dos Filos" y mantiene una columna semanal en la Jornada Zacatecas, donde escribe lo que se le ocurre. No se sabe cuándo morirá.