EL DICCIONARIO BIOGRÁFICO DEL FRACASO LITERARIO (8)
Felix Dodge
C.D. Rose (Traducción de José Luis Justes Amador)
Se suele decir que una de las debilidades de muchas primeras novelas es que sus más que preocupados autores intentar encajar demasiado en sus páginas, temiendo que ya no vayan a escribir otro libro.
Sin embargo, ésa no es la razón por la que la primera novela de Felix Dodge, The Hourglass, nunca llegó a los estantes de las librerías ni de las bibliotecas. La gran preocupación de Dodge, al contrario, era que no fuera capaz de meter lo suficiente en sus hojas.
Felix Dodge fue uno de esos hombres lo suficientemente afortunado como para haber nacido a finales del siglo diecinueve en una familia londinense de clase media alta. De joven apenas mostró interés por los libros pero a los dieciocho ya había amasado enormes colecciones de sellos, mariposas, fósiles, máquinas de escribir, postales de balnearios europeos, erótica veneciana del siglo dieciocho, escarapelas de concursos porcinos, cabezas de hacha paleolíticas y agujas de la era pre moderna. Su amplio rango de intereses y una curiosidad desatada le llevaron a estudiar literatura clásica en Cambridge (la única sugerencia que sus desconcertados maestros acertaron a darle) donde, en su segundo año, se topó con esas obras maestra gemelas del modernismo, La Tierra Baldía y una copia contrabandeada, envuelta en papel de estraza, del Ulises.
Su efecto fue como un rayo para el joven impresionable que era Dodge. Semejantes intentos de abarcar casi todo lo que se podía saber (aunque probablemente sus autores hubieran abjurado de esta inferencia) le llevó a investigar la idea de la Gesamtkunstwerk, un concepto que le atraía y, en consecuencia, a intentar crear su propia obra literaria, una que incluiría todo lo que la humanidad hubiese conocido nunca.
En los veinte años siguientes, Dodge, ayudado por una pequeña herencia, se apoltronó en las grandes bibliotecas de Europa y Norteamérica, se embarcó en aventuras etnográficas por el cercano, medio y lejano oriente, viajó a Sudamérica en busca del raro hongo florentibus manu, a Siberia para cartografiar ríos apenas conocidos, y al África para recopilar mitos de la creación de tribus de cabreros que no habían visto a ningún hombre blanco.
Su libro, creía, abrazaría y, a la vez, oscurecería al Kalevala, al Mahabarata, a la Biblia y al Corán, a La Divina Comedia y a las obras completas de Shakespeare, a Goethe y a todos los rusos. Haría que Moby Dick pareciera un cuentito, que el Finnegans Wake pareciera un panfleto. Entre muchas otras cosas, Dodge investigó y tomó copiosas notas de los barcos de vapor rusos, los batallones de artillería de la primera guerra mundial, los anarquistas del febrero malva, de la poesía antigua noruega y anglosajona, de las rutas menos frecuentadas del ferrocarril en Inglaterra, de rarísimos desordenes (la bibliofagia y la grafomanía en particular), traducciones oscuras de obras alemanas y rusas, la naturaleza del arca de la alianza, historias de viajeros del siglo diecisiete, el lenguaje callejero en Moscú, los primeros submarinos, las lenguas bothno-urgáricas, las prácticas demonológicas de West Yorkshire, las estatuaria portuguesa de la época de los descubrimientos, y los contenidos de la gran Biblioteca de Alejandría.
Sólo cuando la segunda guerra mundial estaba asolando su marea de barbarie por toda Europa fue cuando Felix Dodge comenzó a prepararse. Temiendo, y con razón, la destrucción de tanto conocimiento, Felix se dio cuenta de que había perdido el hilo de su narración y, urgido por el tenor de los tiempos, supo que había llegado la hora de dejar de investigar y comenzar a escribir.
Cuando descubrió que sólo el plan de su novela sobrepasaba las mil páginas, se le ocurrió la idea de concentrar todo en una única historia. Así, creía, expondría todo lo que quería compartir.
Colocó una hoja en su Remington Streamliner y comenzó a teclear The Hourglass. Tentadora como era, esa indudablemente profunda metáfora que le había golpeado, la imagen única que contendría todo su pensamiento, nunca pudo desarrollarse porque, cuando al fin comenzó a golpear las teclas en el silencio de sus habitaciones de Cambridge, rodeado de los miles de volúmenes de referencia que había almacenado, antes de que la máquina de escribir pudiese ni siquiera comenzar a espigar su rebosante mente, fue golpeado por un repentino y fatal aneurisma.