LA DESGRACIA AJENA
My God
Dante Alejandro Velázquez
Lo juro: me metí al Greta Garbo nada más para recopilar información. Mi proyecto era antropología pura y tenía aportes estéticos de vanguardia, aptos para una beca de arte en el FONCA o en la universidad. Había escuchado todo tipo de historias sobre los cines de fantasía: que si los asistentes son homosexuales en busca de placer o psicópatas de barrio, que te encajan agujas infectadas con virus de VIH en el asiento, que la gente se masturba y deja los líquidos en la alfombra, que son la entrada al mundo swinger y hoyos para tramar violaciones y bajezas. Por eso vine a Guadalajara, no por otra cosa. ¿entiende? En León nada más tenemos el Buñuel, en cambio acá puedes ir al Corona, al Fantasía, al París o al Encanto, donde siempre se oferta la permanencia voluntaria y la humedad de los muros no es menos que la del honroso público asistente.
En fin, era tiempo de llevar al suelo esos mitos y reivindicar el potencial recreativo de los cines porno, sustentando mi teoría en la diversidad de públicos y fines que te puede ofrecer una película tres equis y el rescate de inmuebles vilipendiados por el ciudadano común. Ya resolvería después si con los datos obtenidos haría una instalación, una exposición multimedia o no sé qué.
Así que llegué a la taquilla, donde un señor de vieja corbata amostazada me atendió con beneplácito. Crucé la cortina guinda y ya estaba la película a medias, con los jadeos interminables de la protagonista y una música horrorosa de fondo. Sólo había tres personas, además de mí: un tipo de gorra en el extremo opuesto de mi fila y otros dos al fondo del cine, a quienes no me atreví a observar antropológicamente para no importunar su concentración en la cinta. Veinte minutos después estaba yo harto, pues los jadeos, las posturas y los vaivenes de los protagonistas, eran los mismos. Había anotado en mi libreta de campo algunos datos sobre el objeto de investigación e hice un boceto del cine.
Fue entonces que el tipo de gorra se levantó de su asiento y vino a sentarse justo a mi lado, habiendo ochenta lugares a su disposición. No sé por qué, pero una corriente fría cruzó mi cuerpo, llevándose con ella el calorcito de la película y mi quietud. “Hola”, me dijo. Yo apreté los labios y puse harta atención en la pantalla. “Me llamo Moisés, tú dime Moy”, y sonrió como una quinceanera. Quise anotar en mi libreta algo, pero mis manos estaban temblando y el lápiz cayó entre los asientos, como queriendo huir. Miré hacia atrás y los tipos del fondo se habían metido entre las butacas también. “¡Se te cayó algo? ¿Te ayudo?” me dijo el tal Moisés y se agachó a tentalear, apoyando intencionalmente mi rodilla con su mano.
Fue entonces que decidí poner pies en polvorosa, doctor, pero una punzada terrible en el muslo me detuvo y saqué esa horrenda aguja con sangre que se me clavó, al tiempo que la protagonista de la película gritaba ¡Oh, my god!