martes. 24.06.2025
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Gitanismo atávico

María Elisa Aranda Blackaller

Gitanismo atávico

Todo porque se rompió mi llave al intentar abrir la puerta del departamento. El día iba muy bien pero, ¡bah!, ¡es una tontería pensar que sólo porque iba bien había de terminar del mismo modo! Después de repasar en mi mente una letanía de groserías, fui a buscar un cerrajero. No lo busqué en internet porque, por supuesto, dejé todo en mi departamento, excepto las llaves. ¿Que dónde se consigue un cerrajero a las dos de la mañana? Pues no se consigue, por supuesto, al menos no en este pueblo. Así que hay que inventar un plan B, con B de bruta.

Toqué el timbre del apartamento de Diana para indagar si podía pasar la noche en su casa. No llegué a preguntárselo porque apenas contestó, me dijo llorando que no podía creer tan maravillosa coincidencia. Había tenido un pleito espantoso con su marido y le urgía salir a despejar su mente. De una judía errante, pasamos a ser dos gitanas malditas.

Así que decidimos irnos a un bar hasta que amaneciera. No había mucho espacio mental para la cordura o la mesura. Por supuesto, terminamos borrachas. Qué digo borrachas, terminamos felices, filosóficas, radiantes y asegurando que habíamos sido elegidas por los dioses para conquistar la noche y cada una de sus estrellas. También cada uno de los hombres del bar que, para esas horas y esos niveles de confusión, parecían guapísimos. Manuel fue el primero con el que bailamos. Siguió Sergio. Luego Emmanuel. Ninguno sabía bailar salsa mientras sonaba música indie. Peor, ninguno de ellos parecía interesarse por aprender.

Llegó la hora de desayunar y reclutamos a Sergio y Emmanuel para que nos acompañaran por un pozolito, muy picante por favor. Estaba buenísimo. Duró poco en mi estómago porque al parecer alguna cosa me cayó mal. Supongo que la llave rota, sobre todo. Para cuando salió el sol, ya estaba exhausta. Diana recibió una llamada -supongo que de su esposo- y se despidió intempestivamente, Sergio desapareció y Emmanuel, que cada vez perdía más el sex appeal que de alguna manera le había descubierto la noche anterior, ofreció llevarme a casa.

Acepté y le pedí buscar un cerrajero desde su celular. Heroicamente halló uno a dos cuadras de mi edificio. Fuimos por él y lo esperamos hasta que se desocupó para conducirlo a la zona de desastre. Por fin, cambió la cerradura y se fue. Cuando intentamos entrar, se nos dejó venir Moncaya, mi adorada pastora alemana. Tenía hambre, estaba enojada y parece que no le cayó bien Emmanuel. Después de la mordida, tuve que regañarla, guardarla, cerrar el departamento y llevar a Emmanuel a la Cruz Roja.

Pasamos dos horas ahí en lo que lo atendían y otra hora en lo que nos dejaron ir. Me invitó a su casa y acepté. Pero no pudimos subir.

Se nos descompuso el elevador.

***

María Elisa Aranda Blackaller (León, Guanajuato, 1984) comenzó a escribir recurrentemente cuando tenía 17 años. Encontró en las letras un mundo creativo y expansivo que la invitó a la exploración. Desde entonces ha navegado entre cuentos, ensayos y haikus.

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