Es lo Cotidiano

Big Smoke [segunda parte]

Emily Hahn (Traducción de Carmina Warden)

Big Smoke [segunda parte]

Leer parte 1: http://www.eslocotidiano.com/articulo/tachas-163/big-smoke-primera-parte/20160723231054031236.html

Nadie protestó, ni se mostró impactado o algo así. De hecho, nadie más que Hua-ching prestó atención. Por petición de Heh-ven, fumó una pipa para demostrarme cómo se hacía y luego se relajó contra los cojines por unos minutos. «Si te levantas de inmediato te mareas», explicó. Observé su técnica con cuidado y cuando fue mi turno de fumar, ya tenía buena noción de cómo se hacía. Aspiras tan profundo como puedas y mantienes el humo dentro antes de exhalarlo. Recordando que nunca había sido capaz de inhalar humo de cigarrillos, me preocupaba que el mundo del opio pudiera estar cerrado para mí. En nuestros sueños de día, así como en nuestros sueños nocturnos, uno no toma tan en cuenta los fallos de nuestra carne. Los románticos siempre nos enfrentamos a ese dilema, pero esa noche me libré. Cuando inhalé, casi lo vomito, pero mi garganta no se cerró y después de un rato me sentía bien. No pude disponer del volcancito de una vez, como los otros, pero para ser una principiante no lo hice mal, nada mal. Concentrada en el triunfo de no haber tosido, no pude notar los primeros efectos e incluso empecé a levantarme, pero Heh-ven me lo impidió. «Solo quédate tranquila y charlemos», sugirió. Todos hablamos, de libros y libros, y política china.

Que yo no supiera nada sobre política no me hizo menos. Escuché con entusiasmo lo que los demás tenían que decir en inglés y cuando cambiaron a chino, no me importó. Me dejó a solas con mis pensamientos. Nada me hubiese importado. El mundo era fascinante y benévolo mientras yo descansaba entre esos cojines, viendo a Heh-ven liando pipas para él. Pipas, así llamaban a los pequeños conos y al tubo, supongo que porque era más fácil que decir pipa llena. Como sea, «pipa llena» no es lo más preciso tampoco. Solo cuando Huaching me preguntó cómo estaba, recordé la enorme importancia de la situación. Santos cielos, ¡estaba fumando opio! Era difícil de creer, sobre todo, porque no me sentía diferente.

«No siento nada», le dije. «O sea, estoy disfrutando con todos ustedes, por supuesto, pero no siento nada diferente. ¿Quizá el opio no me haga efecto?»

Heh-ven se acarició la pequeña barbita que llevaba y sonrió ligeramente. Me dijo: «Mira tu reloj». Grité de sorpresa: eran las tres de la mañana.

«Ya ves», dijo Heh-ven. «Y has estado en la misma posición por muchas horas, ¿sabes? No has movido ni tus brazos, ni tu cabeza. Eso es opio. Lo llamamos Ta Yen, Big Smoke.

«Pero solo fumé una pipa. Y mírate, has fumado cuatro o cinco, pero estás perfecto».

«Eso también es opio», dijo Heh-ven crípticamente.

Más tarde esa mañana, en mi cama, traté de recordar si había tenido ensoñaciones opiáceas, pero hasta donde pude hacerlo, no había tenido sueños en absoluto, lo cual me decepcionó. Tampoco sentí ningún síntoma de abstinencia. Simplemente, yo no era una adicta. Casi decidí que todo no era más que un mito cuidadosamente alimentado. Aun así, le di otra oportunidad un par de días después y luego una tercera, y así seguí. Para hacer la historia corta, un año de serio comportamiento se fue volando. Es imposible ahora señalar en el tiempo, el momento en el que pude decir honestamente que yo era una adicta, pero sí recuerdo la noche en que la esposa de Heh-ven, Pei-yu, dijo que lo era. Yo había llegado a su casa a las seis de la tarde, cuando la mayor parte de la familia estaba en el cuarto fumadero. Era una bonita escena familiar: los niños jugando en el piso, Pei-yu sentada en la orilla del sofá, tejiendo de verdad, con lana, y Heh-ven recostado en su postura familiar, haciendo bolitas de opio para ahorrar tiempo después y luego enrollando la goma entre sus dedos para confirmar la textura.

Una buena bolita de opio debía ser del color correcto y no muy seca, pero tampoco muy pegajosa. Esta sofisticación añadía mucho placer. Supongo que los que están locos por sus tés tienen el mismo impulso.

Esa noche me sentía fatal. Tenía un resfriado y había estado despierta hasta tarde la noche anterior. También sentía una rabia desgarradora contra Heh-ven. Para entonces, yo estaba publicando una revista chino-inglesa, con la prensa que él poseía en la ciudad china o, mejor dicho, intentaba publicarla, porque Heh-ven estaba enloquecedoramente desinteresado en hacer negocios.  Ese día, esperé en mi casa, en vano, por varias horas, pues me había prometido que recibiría varias pruebas antes de las tres. Cuando entré en la pacífica escena, en el fumadero, solo unos estornudos le evitaron mi regañina. Al oír los estornudos, Pei-yu me miró con fijeza. Entonces empezó a regañar a Heh-ven. Yo no había aprendido ningún dialecto de Shanghái, era mandarín lo que estudiaba, pero el espíritu de su discurso era bastante claro.

«Pei-yu dice que eres una adicta y que es mi culpa», interpretó Heh-ven de buen humor.

Me sentí halagada, pero mis sentimientos sobre la falta de Heh-ven con las pruebas me hizo responderle gruñona: «¿Por qué diría eso?». Me recosté en el lugar acostumbrado mientras hablaba y alcanzaba la pipa.

«Porque tus ojos y tu nariz escurren».

«¿Y? ¿Eso es un síntoma?», miré a Pei-yu que asintió con fuerza. Fumé una pipa y continué: «Pero no es por eso que mi nariz escurre, tengo un horrible resfriado».

«Oh, sí, los fumadores de opio siempre tienen resfriados». Heh-ven preparó otra pipa. «Cuando no tienes tu Big Smoke, lloras. Como sea, en tu caso, creo que mi esposa se equivoca. Todavía no eres una adicta. Ni siquiera yo lo soy, realmente, no muy adicto, aunque fume más que tú. Las personas como nosotros, con mucho que hacer, no somos del tipo que se convierten en adictos».

No, pensé, Pei-yu estaba ciertamente exagerando a un nivel ridículo. Claro que podía dejar de fumarlo. Me gustaba, por supuesto que me gustaba. Ahora sabía qué era lo más placentero del opio. Atrás quedaron mis ideas románticas de salvajes orgías de drogas y demás sueños saborizados, pero no los extrañaba porque la realidad era mucho mejor. Recostarse en un cuarto silencioso, hablando y fumando o, poniendo las cosas en su correcto orden, fumando y hablando, era deliciosamente descansado y placentero. No era una adicta, me dije, pero hay que tener un poco el hábito para apreciar la cosa. Gastabas una buena cantidad de tiempo fumando, pero, después de todo, uno tenía mucho tiempo. Los clubes nocturnos, los cocteles, las cenas, tan amadas por los residentes extranjeros de Shanghái, me hubiesen aburrido, incluso si siguiera bebiendo con mis compañeros. Ahora apenas si me molestaba en ir a esas reuniones. El opio me hizo dejar de beber y de ver a personas que no fumaban; además, los fumadores siempre parecían tener gustos e ideas compatibles con las mías. Nos leíamos uno al otro, poesía, más que nada. Leer, oír música y pintar era suficiente para mantenernos felices. No nos importaba comer, beber, ni los voluptuosos placeres... Caí en una especie de lenguaje fin-de-siècle cuando hablaba del opio, probablemente porque era una vida muy fin-de-siècle cuando fumaba, en un sentido social y literario. Los modernos, occidentalizados, chinos de Shanghái fruncían el ceño al opio, no por una cuestión moral, sino porque era lamentablemente anticuado. Mis amigos, en sus tradicionales capas largas, eran conscientes, deliberadamente reaccionarios y el opio era parte de esta actitud, mientras que la gente moderna prefería atontarse con brandy o whisky. El opio era decadente. El opio era para abuelos.

Solíamos leer el libro de Cocteau sobre el opio y discutirlo. Hua ching amaba los dibujos que representan los sentimientos de un hombre bajo el opio en el que la pipa crece progresivamente mientras el hombre empequeñece. La pipa prolifera, sus miembros se convierten en pipas, hasta que al final es sepultado en ellas. Durante esas charlas, Heh-ven a veces hablaba de sí mismo francamente como un adicto, pero otras todavía decía que no lo era. Nunca sabías qué sería lo que diría al respecto. «Mi asma tiene la culpa, sabes», dijo una vez. «Mi padre es asmático, así que fuma. Yo, también lo soy y Pei-yu. A veces, cuando la suya empeora, ella fuma porque es una buena medicina para eso».

Un día en el que se portó más contradictorio que lo acostumbrado, garabateé un credo para los fumadores:

1. Nunca seré un adicto.

2. No puedo convertirme en uno. Soy de esas personas que lo toman o lo dejan.

3. No soy tan adicto.

4. Es algo que tiene que ver con la fuerza de voluntad y puedo parar en cualquier momento.

Tiempo. Había perdido la noción del tiempo. Era increíble cómo variaba su paso, a veces galopando, otras deteniéndose. Para mantener mi trabajo, tenía que mirar mi reloj constantemente: el tiempo hacía el truco de escaparse cuando yo no lo notaba, provocando que olvidara fechas o que llegara a las citas increíblemente tarde. Aparecía somnolienta. Esto lo sé porque era lo que otros me decían. «Necesitas dormir», decían, pero nunca me sentí adormilada; en mi mente todo estaba inusualmente claro y podía pasar una noche entera charlando sin sentir la necesidad de un descanso. Porque ya era una adicta. Lo admito ahora y era genial que pudiera sentirme indiferente entonces. Nosotros, los fumadores de opio, somos indiferentes y esa es una de nuestras ventajas. No batallamos con emociones desagradables. Los alcohólicos se conceden grandes episodios de lloriqueo, pero los fumadores no. Nunca encontrarás a un fumador balbuceando sus secretos al vendedor de opio. Somos orgullosos y reservados. Otros pueden considerarnos soñolientos y sosos, pero somos mejor que eso. La primera reacción a una buena fumada de la pipa es estimulante. Me hacía sentir llena de ideas y mientras descansaba, haría planes de todo tipo de actividades. La somnolencia vendría después, pero incluso entonces, dentro de mi cabeza, detrás de mis ojos cerrándose, mi mente hervía con excitantes ideas.

Pero no podía ignorar las desventajas. De haberlo hecho, hubiese sido desmerecedora del adjetivo «indiferente». Ser adicto es horriblemente inconveniente. No podía estar lejos de mi bandejita de opio ni de la casa de Heh-ven sin sentirme nostálgica. Pensaría en la lámpara, en el cuarto oscuro, en la intimidad, en la paz y el confort, con gran pesar. Entonces, mi nariz empezaría a escurrir y yo empezaría a temer que alguien más supiera cuál era mi problema.

Cuando digo temer lo digo en serio: por alguna razón sentía pavor ante la idea de ser descubierta. Esto era extraño. Es cierto, fumar era ilegal en Shanghái, pero solo me hubieran tocado pequeñas sanciones. Aun así, temía. Ahora creo que pudo ser otro síntoma físico, como lo de la nariz.

Todas estas cosas se discutían enormemente, recostados alrededor de la bandeja. Hua-ching tenía una teoría de que la adicción no recae tanto en fumar en sí, sino en el patrón en que lo haces. «Si varías tu fumada cada día, apenas si tienes un hábito», nos aseguraba. «El gran error es hacerlo a la misma hora, día tras día. Soy cuidadoso con eso. Todo está en la mente, ¿saben?».

Jan, un amigo polaco que a veces se nos unía, discutió eso. «Es la droga en sí», dijo. «Si todo está en la mente, ¿por qué lo siento en mi cuerpo?». La discusión se fue apagando en una maraña de definiciones. Los fumadores adoran la semántica. Sin embargo, decidí un día probarme y ver quién era el amo, el opio o yo, y acepté una invitación para pasar el fin de semana en una casa flotante, con un grupo de ingleses. Dentro del país, entre extranjeros, me sería imposible conseguir opio.

Continuará.

***

Emily Hahn (St. Louis, Missouri, 1905-Manhattan, Nueva York 1997) fue una escritora y periodista norteamericana. A pesar de haber escrito 54 libros y más de 200 artículos e historias cortas, permanece desconocida por el gran público. Sus crónicas de viajes a Asia y África están consideradas como piezas maestras de la literatura. Adelantada a su tiempo, fue feminista, orientalista, musa y experimentó con varias drogas como el opio, al que se hizo temporalmente adicta en su estancia en China, donde fue corresponsal para The New Yorker en 1935.

Su texto Big Smoke no había sido traducido al castellano hasta ahora, por lo que nos enorgullece presentarlo en Tachas por primera vez. Apareció originalmente en The New Yorker y fue recopilado después en el libro Times and Places (Thomas Y. Cromwell Company, Nueva York, 1970.)

***

Carmina Warden Arriozola prefiere describirse con un verso de Rothenberg: «o let us never die plumed horn plumed plumed horn plumed horn / plumed horn to bury us & to be plumed & be plumed horn.»

[Ir a la portada de Tachas 164]