Es lo Cotidiano

De la división de la dicha

Andrés Baldíos

De la división de la dicha

El niño de esta historia no tiene escamas o rupturas cutáneas, no se le resquebrajaban los bracitos y no hay llagas en sus piernitas; sus deditos no se desmoronan y su mirada no pende de una atroz cerrazón. Pero no puede llorar.

No puede lagrimar un solo clamor.  No puede humedecer la pérdida de un ser querido o la dicha de encontrarlo. Apenas y puede tocar el agua para frotársela en letanía y proseguir con su vida.

 No puede jugar como todo niño sin escurrirse como es debido. No tiene poros por donde pueda expresar que el ejercicio realmente le sirvió. No produce sudoración, debe lavarse cada cierto tiempo (intervalos cortos entre una remojada y otra), y lo que es peor, debe huir de casi cualquier momento.

No puede ser culpado por no llorar en funerales, o por no manifestar su específica emoción a la hora de la verdad.

No puede entregarse por completo a los sentimientos que correspondan a la cruenta o alegre ocasión. El estado en el que vive es una gran y resecada negación. Esta es la condición humana: vivir con el cuerpo impredecible e irreversible que te ha tocado vivir.

No saldrá en un comercial de fundaciones gubernamentales o recibirá algún tipo de caridad mayor a la que sus padres puedan proveerle. Quizás sea amor, quizás sea lástima, piensa el niño.

Lo único seguro para él es que adora cuando su equipo favorito gana el partido, cuando vive sus victorias tanto en los confines de la radio como en la cercanía de un televisor que ha perdido la gracia.

Este pequeño será limítrofe en su particularidad, pero no le evita ser feliz cuando la Fiera golea a sus contrincantes aunque sea con esos «empates ganadores», esa cuestión de puntos que sólo le incrementan los nervios.

* * *

Era 2012 y la Fiera León se hallaba en la Liga de Ascenso. Aquel sábado trepidaba en una ciudad donde el sentimiento nacionalista de los panza-verde daba un paso redoblado contrario a sus rutinas: lo de hoy era el fucho-bol, ni más ni menos. Hoy nada de trabajo; los únicos que deberán traer el pan a la mesa es la Fiera aferrada a la ambición de ganar… y ese tipo de cosas. Hoy nadie se tiene lástima, hoy nadie ataca a nadie más allá de los seguidores del equipo contrario. Hoy se procura no partir a las pobres madres, al menos hasta el nuevo aviso, por si las malas nuevas afectan el entusiasmo de los fanáticos. Todos los asistentes al Nou Camp hacían ricos a los vendedores de semillas, y todos sus asientos rechinaban tanto de traseros huangos como de firmes y redonditos, todos intentando acomodarse a plenas ansias. El traqueteo de los nervios era contagioso, aún para nuestro pequeño protagonista.

Era un día demasiado caluroso. Las multitudes abarrotándose en distintos rincones de la ciudad provocaban temperaturas hirvientes. El éxtasis en el pequeño era apenas notable en una sonrisa bien delineada y alistada para recibir el silbatazo de inicio. Cada uno de sus conocidos, familiares y amiguitos aficionados yacían empalmados frente a algún televisor con botanas al por mayor y los estómagos cargados del verdor de la Fiera. Pese a estos rituales de entrega y  entretenimiento, el pequeño prefería estar de pie, ya que de cualquier manera, debía pararse cada cierto tiempo para humedecer sus brazos y rostro (dígase, unas dos veces durante el primer tiempo, un regaderazo intermedio y otro par de salpicaditas en el segundo; esto sin contar el posible inconveniente de los tiempos extra, esos penaltis jijos de su rejija).

Los equipos salían a la cancha: la Fiera Leonesa y los Correcaminos de la UAT (no se confunda con la expresión inglesa “WHAT!?”). Enfilados en son de nuestro sangriento e imponente himno nacional, ambos equipos lucían preparados para una anhelante primera división. León llevaba un aproximado de 10 años sin abandonar su puesto en ligas menores. Aquel sábado estaba repleto de expectativa.

El pequeño quería probar que (quizás) al resultar ganadora su Fiera, podría (sólo quizás) tener el perfecto motivo para (quizás) hacer llorar a su cuerpo. Él confiaba en esta emoción extrema; le confiaba la posibilidad de su llanto a su equipo. Desmentiría a los médicos y, de paso, le daría a su familia un doble motivo para arrancarse a llorar de alegría incontrolable.

¡Da-le-Le-ón! ¡Dale-dale-dale-Leó-ó-ó-ó-ón! ¡Dale-dale-dale-Leó-ó-ó-ó-ón! ¡Dale-dale-dale-Leó-ó-ó-ó-ón!

Los hálitos de ansiedad de los civiles atestaron una atmósfera de por sí calurosa. El pequeño se perdió del silbatazo inicial para ir a remojarse. Tal parecía que este sacrificio se incrementaría con cada minuto de los noventa y pico que conformaban los partidos.

El silbatazo inicial dio por inaugurado el maratón de nervios y la ida y vuelta del pequeño. De aquí y allá, de derecha a izquierda, sus ojitos zigzagueaban a lo largo de una cancha que se divisaba perfectamente en una pantallita de plasma. Aunque un tanto pixeleado, el partido lucía prometedor.

¡Y vaya que sí! No pasaron ni 16 minutos cuando Carlos Peña remató con un cabezazo que se agradeció eufóricamente. Minutos después, al exacto 20, los Correcaminos recibieron una segunda ‘cortesía’ por parte de la Fiera. Una cabeza más en el puntaje verde: Pacheco y Nieves definen lo que es un equipo.

Aquí fue la segunda vez que el pequeño se retiró a remojarse.

Pasaron largos quince minutos en los que sus piernitas se mantuvieron erguidas al grado de un ligero dolor de huesos. Sus manos temblaban sin producir una sola gota de ansiedad. Por más que bebía agua, su deshidratación mantenía una fuerte insistencia.

Antes de la primera mitad, la tierra retumbó de nuevo cuando los panzas verdes tuvieron su tercera anotación. El Pacheco, pasado de lanza (para fortuna de la Fiera), ayuda al rebote en la línea de meta. La tercera ‘cortesía’ se mofa de los Correcaminos y es tiempo de dar una pausa. Del Nou Camp brotan todo tipo de gritos y sonrisas, cada una cimentada por el auténtico bien común del pueblo mexicano: el fucho y sus variantes.

Una vez acabado el primer tiempo, aprovechó para darse el regaderazo obligatorio del día. A través del eco enclaustrado de la regadera, el pequeño escuchaba los comentarios de su familia. Los pros y los contras del futuro cercano (ese cardiaco segundo tiempo), todos jugando a sabérselas todas, todos pretendiendo ser entrenadores de ensueño con sus instrucciones de cotorreo (las órdenes imposibles de los aficionados, todas y cada una de ellas se quedan a hervir en casa). Una vez limpiecito, arropado con la misma camiseta de su equipo (no había sudor del cuál preocuparse), regresó a alistarse para el segundo silbatazo más importante del partido.

Los noticieros gritaron la frase de siempre: “¡Y arrrrrranca la segunda mitaaaad!” Hubo un momento en que las botanas quedaron intactas, mientras que las uñas se reducían considerablemente.

El pequeño veía los movimientos de Burbano con especial atención, como si supiera perfectamente lo que habría de hacer a continuación. Y en efecto, no se dio a esperar mucho (al menos en tiempo real; los nervios ralentizan todo). Burbano, luego de un contragolpe, jugueteó un tanto con el guardameta contrario hasta anotar la cuarta ‘cortesía’, aquella que hizo estallar a la ciudad entera hasta sus áridos confines, en tales grados de gloria, que el gol restante fue más un agregado de fuegos artificiales que el auténtico “momento de la verdad”. No necesitaban más anotaciones, pero los caprichos de la ambición bienintencionada son realmente fructíferos para el sabor de las masas. Confirmada la victoria, las circunstancias resquebrajaron las decepciones pasadas y la Fiera León retornaba al hogar.

Finalmente, luego de 10 años, la Fiera pasaba a primera división. No conforme con tres goles de victoria definitiva y una notable flojedad en los Correcaminos (que apenas y les daba para trotar), hicieron dos depósitos extra en las entrañas de una portería que ya no podía contener la venganza del León.

El pequeño, extraviado y atónito en un efecto de cámara lenta, no pudo disfrutar del tercer y último silbatazo importante. Poco antes del cierre del partido, tuvo que ir a remojarse por cuarta vez en el segundo tiempo. Sin tiempos extras, el pequeño sobrepasó sus lavadas.

Para esto, comenzó a padecer la peor de las decepciones: no había lagrimado una sola vez. Su alegría fulminó en una triste desgracia cuando se miró al espejo y contempló una felicidad sin reacción. Sonreía, ¿y eso qué?, todo el mundo sonríe, y a duras penas él podía delinear una sonrisa que no se estrujara de más, dada la resequedad de su condición. Se miró al espejo por largo rato. Una multitud de ecos celebraban por toda la ciudad. El pequeño debía contenerse ambas partes de su íntima desventura: enclaustrar una alegría que no le había ocasionado una sola gota de emoción, y encerrar una tristeza que no se permitía el lujo de un enorme llanto de decepción.

Era definitivo. Los médicos tenían razón. Las circunstancias le superaron en número. Su Fiera había triunfado en un global de 6-2, había llegado a una cúspide soñada desde hacía 10 años, pero su incapacidad de manifestar sus emociones lo redujo a sentirse como un espectador indiferente.

Salió de casa. Debía tomar aire fresco. Una vecina le miró extrañada: tantos nervios y ni sudado el chamaco éste, ¡qué aguante!

Y en realidad, a nadie más que a él le concierne su dolor.

Vivía en unos departamentos en las cercanías del Arco de La Calzada (ese insistente punto de reunión). Por tanto, le resultó sencillo caminar hasta ahí, ausente de todo sonido que no fuera la corredera festiva que iba a una misma dirección.

Por cada dos pasitos, cuatro aficionados salían disparados de sus casas hasta el Arco, donde una multitud se alistaba para recibir a los campeones en su autobús particular. El pequeño no tiene la menor prisa de llegar. Él sabe que no le queda más que mirar y murmurarse repetidas veces la porra de su equipo.

¡Da-le-Le-ón! ¡Dale-dale-dale-Leó-ó-ó-ó-ón! ¡Dale-dale-dale-Leó-ó-ó-ó-ón! ¡Dale-dale-dale-Leó-ó-ó-ó-ón!

Para cuando llegó el autobús con los campeones saludando a sus panza-verdes con estandartes, espuma y gritadera, el pequeño ya se había perdido entre el bosque de piernas y traseros aplanados. Aquella humedad de traseros eran los nervios colectivos y las arrugas provocadas por los sillones.

Ese par de horas nalga, donde la gente estrujaba sus anhelos y manaban lloriqueos nerviosos, atragantaron la comilona de los botaneros.

El pequeño contempla los brazos levantados de su equipo, doblemente sudados por la victoria. El líquido anhelante de quienes lucharon por alcanzar lo que querían. La historia puede cambiar cada cierto tiempo (10 años en este caso), pero el pequeño no cambiará nunca.

Apenas y puede sonrosarse en la cúspide de su alegría, pero nada más que ingenuas miradas emergen de sus ojos vacíos. Al parecer, ni siquiera las expectativas cumplidas por los milagros pueden con la irreversible naturaleza.

Sonriente por su equipo, pero decepcionado de sí mismo —en la imposibilidad de sus más sinceras reacciones—, se retiró a su casa para ducharse de nuevo.

¿Qué hacer? ¿Cuánto tiempo se puede celebrar antes de caer deshidratado? ¿Y qué mejor celebración para una piel sin poros que remojarse de un anhelo perdido en la plenitud de un evento histórico? Si no compensa, al menos es algo.

***

Andrés Baldíos es escritor. Los primeros peldaños son peligrosos, su hasta ahora primer libro de cuentos, fue editado en 2012 por San Roque.

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