Maura
María Elisa Aranda Blackaller
Maura, atleta profesional, con sus consonantes sobreentendidas, nos gritaba que podíamos más. “Siempre”. Tenía unos músculos que avalaban esa certidumbre suya. Estaba estupenda y era medallista internacional de atletismo, pero no le bastaba. Había dejado atrás a sus hijos y a su tierra para conseguir dinero para sus hijos mientras representaba a su país. El final de ciclo nos devuelve al punto de partida. Hacemos de nuestro sueño un pequeño búmeran.
“Ahora son bellas, que no les dé pena si se les levanta la blusa en una vuelta de carro.” Decía que esa belleza no duraría para siempre y había que aprovecharla mientras la teníamos. Sabía también que ese trabajo en nuestro colegio era temporal y deseaba dejarnos algún legado. No quería que nada nos detuviera. Nos hablaba de la libertad como si tuviéramos el privilegio de tenerla. Para ella, los derechos eran meras suposiciones.
Sus hijos estaban en una escuela de la capital. Era política de su país que aprendieran arte, ciencias y deportes de día y de tarde. Tenían muy poco tiempo libre y toda la comida que necesitaban. Eran niños destacados y alegres. No sabían que su mundo era tan diferente del que su madre soñaba para ellos. La extrañaban y la querían de vuelta. Era injusto que ella pasara tanto tiempo fuera. Le resultaba demasiado poco el tiempo disponible para impresionar a alguna comisión deportiva que pudiera reclutarla y ofrecerle otra nacionalidad. La injusticia es esencialmente relativa. La libertad es absoluta e inasible.
Hubo un día que Maura no llegó al entrenamiento. Después de media hora, fuimos a buscar al director deportivo. “Ya no va a venir; buscaremos un reemplazo.” Las personas somos funcionalmente reemplazables, como si nacer hubiera sido un lujo y morir pudiera ser un accidente. Nos educamos con moldes, tomamos puestos que tienen un nombre independiente del nuestro, y nos apellidamos igual que todos nuestros hermanos. Ni siquiera nuestro nombre es originalmente nuestro.
Maura fue mi primer contacto con la inmediatez y la volatilidad. Gracias a ella aprendí que no hay que ser feliz para estar alegre, y que inventamos el concepto de riesgo de la misma forma como decidimos darle un nombre al universo. También aprendí que una debería darl importancia a muy pocas cosas en la vida. Ella no concebía el café con crema batida y chispas de chocolate ni veía la necesidad de utilizar aparatos de ejercicio. Ser implicaba esencia. Todo lo demás era distracción.
Para reemplazar a Maura se invitó a un estadounidense sin hijos, que había sido mariscal de campo durante sus estudios universitarios y había dejado todo para ir a recorrer el mundo a cambio de entrenar equipos y dar clases de inglés.
26 de noviembre de 2016
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María Elisa Aranda Blackaller (León, Guanajuato, 1984) comenzó a escribir recurrentemente cuando tenía 17 años. Encontró en las letras un mundo creativo y expansivo que la invitó a la exploración. Desde entonces ha navegado entre cuentos, ensayos y haikus.