DISCOS QUE IMPORTAN
Langley Schools Music Project, Innocence and Despair
Esteban Cisneros
La educación, ¿qué es? ¿Llenar de conocimientos? ¿Guiar? ¿Sacar algo de dentro, algo que ya existía pero que necesitaba un detonador, un espejo, una salida? ¿Puede la música cambiar vidas? ¿Qué hay detrás de cantar?
Mil novecientos setenta y seis. Columbia Británica, Canadá. Un profesor pelilargo y con familia joven busca empleo y lo encuentra en el distrito de Langley. Música es la materia a impartir. Sí, es algo que se “enseña” en las escuelas, es decir, se le quita el alma al asunto para convertirlo en algo aburrido, insípido, inútil. Pero este profesor, un jipi o exjipi, Hans Berger, no tiene ni idea de cómo enseñar música. Mejor. No conoce los vicios ni las virtudes de la pedagogía. Así que llega con su guitarra al salón de clase y se pone a lo suyo. No conoce más que su música, con la que creció, la Invasión Británica y los Beach Boys, los éxitos de la radio AM, el viejo wokandwoe. Pero con eso tiene.
Sus chavales hacen caso. Cómo no. La educación no está en impartir clases, sino en tocar fibras sensibles, encontrar afinidades, construir universos. Ellos cantan. Cantan desde el fondo de sus pulmones, voces limpias y emocionadas. Cantan canciones sobre amor y chicos y chicas y noches de sábado y viajes espaciales. Hans Berger comparte su universo con ellos y les hace partícipes y cómplices. Y un buen día se da cuenta de que sus decenas de alumnos se emocionan también con esas canciones tontas y cursis, que les hablan a ellos tan fuerte y tan claro como a él hace unos años, que tienen demasiado en común a pesar de todas las diferencias de contexto, porque estén donde estén siempre hay dolor y desamor y desazón y miseria y tardes eufóricas y risas histéricas y corazones rotos y corazones brincones hinchados de sensaciones y luz. Y oscuridad. Y luz. En la música todos cabemos.
Un buen día Hans Berger decide documentar sus esfuerzos pero, sobre todo, los de sus pequeños catecúmenos. Invita a un amigo que tiene una grabadora de cinta y reúne a los chavales que no caben de emoción en un gimnasio escolar. Hace mucho calor. Uno de ellos sufre un soponcio. Se graban algunas canciones que se han ensayado durante tardes enteras. Porque hay una clase de música, pero los pequeños han aprendido que aman algo y que pueden hacerlo fuera de horas, a todas horas, soñar con ello, dar sentido a las horas. A los nueve años lo mejor que puede pasarle a alguien es algo así: la imaginación crece, corre; las sensaciones se intensifican; no hay límites y todo es juego. Eso es aprender.
De la grabación se hacen algunas copias. Suficientes para regalar a los alumnos, a las familias y listo. La vida sigue. Crecen. Berger sigue. La gent normal. Pasan los años. La vida se ceba, porque así es, la muy esquiva. Y un día, veinticinco años después, magia. Porque la música siempre involucra algo de magia.
Aquí aparece Brian Linds, otro personaje, que un día en Victoria, Columbia Británica, entra a un tiradero de discos y se encuentra con una portada que le llama la atención: niños cantando, empuñando instrumentos, felices. Y en la contraportada, un listado de canciones que conoce: Beach Boys, Beatles, Bowie, Hermits, Phil Spector. Se lo lleva. Y descubre el Santo Grial, por accidente: la música más exultante y rutilante que jamás ha escuchado. Contacta de inmediato con Irwin Cushid, periodista, hombre de la radio y arqueólogo musical; Cushid se queda sorprendido y es poco. Ambos se dedican en cuerpo y alma a una idea que se les ha ocurrido y que suena bien: relanzar estas canciones. Logran contactar con Berger. Van a diez sellos discográficos y todos les rechazan. Llegan con Bar/None Records, que saca cualquier cosa siempre y cuando sea lo suficientemente rara, y se edita el disco. Cuando Berger recibe la llamada teme que sea porque Bowie quiere demandarlo o algo así. Pero no: las grabaciones de sus chicos, hechas en dos sesiones entre 1976 y 1977, están a punto de ser relanzadas. Todos los pupilos que en ese entonces grabaron, liderados por él y su guitarra, ahora son adultos. ¿Y qué será de ellos? ¿Se darán cuenta? Seguro, porque la reedición es de lo más vendido en Amazon y el disco, rebautizado afortunadamente como Innocence & Despair y acreditado a Langley Schools Music Project, aparece en muchas listas sesudas de lo mejor del año. Pero es que lo es. Las grabaciones, hechas en una sola toma en un gimnasio escolar sudoroso y pestilente, están llenas de vida y son justo lo que se necesita en una época llena de música sin alma. La inocencia se ha perdido. Y hay que recuperarla. Tal vez la respuesta esté en estas historias provincianas, en la gente de a pie, en los héroes cotidianos que hacen algo extraordinario que les cambia la vida y que, por accidente o no, cambian la vida de muchas otras personas porque lo más particular es lo más universal y todos hemos tenido el corazón roto pero también todos hemos sentido la euforia de una Saturday Night. No hay mejor interpretación, por ejemplo, de I’m Into Something Good, ni vocalización más sentida para The Long and Winding Road. Brian Wilson es conmovedor en In My Room, pero esa canción no tiene sentido si no es cantada por un puñado de churumbeles con ojos de plato. Bowie adoró Space Oddity rehecha por Berger y los suyos, porque tal vez es la versión definitiva; y Polmacarni debe estar muriéndose de envidia porque alguien logró reinterpretar con mayor maestría que cualquiera su Band on the Run.
El disco detonó una reunión de los sobrevivientes de las Langley Schools con Berger. Y generó un montón de elogios. Es que la música está muy bien, pero también esa idea que no nos deja olvidar: nunca pierdas el sentido del asombro. Va una historia, si me permiten y me disculpan; un amigo que pasaba por una etapa rara, de esas que dejan cicatrices, escuchó el disco por una casualidad rara. Poco después me contó que soñó con él y me pidió una copia. Se la hice. Y el ímpetu vital de estas grabaciones le hizo ganar más vida. Como a muchas otras personas. Como a mí.
La educación, ¿qué es? ¿Llenar de conocimientos? ¿Guiar? ¿Sacar algo de dentro, algo que ya existía pero que necesitaba un detonador, un espejo, una salida? ¿Puede la música cambiar vidas? ¿Qué hay detrás de cantar? La vida. Disfrutar. Divertirse. Sentir. Quién sabe. La vida es un misterio. Pero los misterios, como el Langley Schools Music Project, tarde o temprano se resuelven.
C/S.
***
Esteban Cisneros (León, Guanajuato) es panza verde, músico de tres acordes, lector, escritor, dandi entre basura. Cuanto sabe lo aprendió entre surcos de vinilo y vermú. Cree con fervor que la felicidad son los 37 minutos que dura el primer disco de Dexys Midnight Runners. Procura llevar una toalla a todos lados por si hay que hacer autoestop intergaláctico.