Es lo Cotidiano

EL DICCIONARIO BIOGRÁFICO DEL FRACASO LITERARIO

Wendy Wenning e Ivan Yevachev

C.D. Rose (Traducción de José Luis Justes Amador)

Wendy Wenning e Ivan Yevachev

Wendy Wenning

Una prosa depurada y tensa. Escribir algo tan tenso como una cuerda de violín. Léxico refinado y sintaxis desnuda. Eso era lo que le gustaba a Wendy Wenning. Wenning se matriculó en una clase de escritura creativa llena de hombres que escribían de lo que sabían, sabían lo que escribían y poco más. Historias de tapiceros, pulidores franceses y dependientes de ferreterías con ex esposas y problemas de bebida. No se gastaban palabras en el taller de Wenning. El tutor alaba la cantidad de blancos en página.

Después, Wenning se enamoró de cierto tipo de reseñista. De aquellos para los que cada palabra era esencial. Empezó a desconfiar de cualquiera que se regodeara en el idioma, tiró el diccionario que su abuelo le había regalado. Ni siquiera lo mandó a reciclar. No creía en los juegos de palabras, evitaba la aliteración, empezó a aborrecer la metáfora. El desarrollo de los personajes no era para ella sino psicología barata. En sus momentos más oscuros, Wenning pensaba que Hemingway era demasiado preciosista y encontraba a Richard Ford barroco. David Foster Wallace la ponía enferma. A veces, cuando miraba entre los desechos de col y los posos del café en la basura, y veía su diccionario descomponerse, se enorgullecía de su decadencia gradual.

Wenning tenía ilustres precedentes. Pensaba en la cuchilla de Ezra Pound y el trabajo con pluma roja en La tierra baldía, o en Gordon Lish recortando a Raymond Carver. No estaba equivocada: mientras que las ediciones restauradas, integrales o sin expurgar pueden proliferar, hay pocas dudas de que el poema de Eliot o ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? No serían ni la mitad de impresionantes sin una edición tan salvaje.

Wenning Había estado trabajando en la gran novela americana de posguerra durante años. Después descubrió que había perdido el control de An Empty Chair y se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Tenía que matar a sus hijos.

Se preparó café, se sentó y comenzó a corregir. A refinar. A purgar. Los sustantivos son amigos, los verbos trabajadores, los adjetivos nuestros enemigos. Quitó todos los adjetivos de su libro. Una vez que completó esa tarea volvió al principio y comenzó de nuevo. Las subordinadas cayeron las siguientes, después la pasiva. La metáfora, la comparación, el símbolo. Todo pasó por la piedra. No se salvó nada. Sabía que era por su propio bien. A veces pasaba todo un día en una frase y se sentaba en la noche buscando palabras de menos sílabas. Sin nada de grasa.

Checaba el número de palabras cada día. Cuanto más decrecía, más determinación tenía.            

Comenzó a pensar que Emily Dickinson era excesiva y que Lydia Davis era indulgente. El estilo de Wenning no era reticente ni doméstico. Ni creía que estaba trabajando en un lienzo pequeño. Ni miniaturista ni minimalista, creía que reducir sus palabras a la mínima esencia las liberaría para contar una historia tan grande como pequeño era su tamaño en el papel.

Conforme pasaban los meses, veía como su épica de mil páginas se convertía en una novela, después en un cuento. Después una minificción. Un poema en prosa. Pero aun así lo encontraba hinchado. No dejaría que nadie viera su obra hasta que fuera perfecta.

Una mañana, casi amaneciendo tras una larga y dura noche de café negro y cigarrillos, lo logró.

Se recostó, apretó el botón de imprimir, escuchó como la máquina hacía ruido y miró su obra maestra. Una hoja perfectamente en blanco.

Ivan Yevachev

Cuando a Ivan Ivanovich Yevachev le instalaron al fin el teléfono, un velo de alegría y orgullos cayó sobre él y su madre. Miró con orgullo el negro aparato de baquelita que estaba en la mesa especialmente destinada para él, en la cocina de su diminuto apartamento del Arbat, y sintió que finalmente era reconocido. No tanto, pensaba, por su fortaleza patriótica en los tiempos en que su padre no había regresado de la guerra, sino por “Las piernas de la viuda”, un cuento publicado en la revista Mir y ganador del Premio de los Jóvenes Escritores Socialistas en 1929.

Su decisión siguiente fue unirse a la Unión de Escritores, y evitando algunos de los elementos más vanguardistas del grupito de escritores moscovitas, ganar más reconocimiento, aunque el teléfono se negaba a sonar. No necesitaba preocuparse ya que otros miembros de la Unión le habían asegurado que el Camarada en persona había leído la historia y le había gustado.

En los años siguientes, Yevachev escribió otras obras. Aunque los editores de Mir y Zvezda las rechazaron, no se desanimó y encontró lugar para ellas en revistas que apenas alcanzaban una decena de ejemplares, en las que compartió sus escritos.

Cuando supo que otros escritores –algunos miembros de la Unión, otros no- habían comenzado a recibir no sólo teléfonos sino llamadas de teléfono, se frustró. Se sentaba horas enteras en su apartamento, cocinando kasha para él y para su madre, mirando fijamente al silencioso teléfono. En 1935 escribió una historia sobre eso, “La llamada de teléfono”, la copió a mano (porque no había sido lo suficientemente afortunado como para recibir una máquina de escribir Moskva, algo que permeó en la historia y la llenó de envidia) y la distribuyó entre los miembros más distinguidos de la Unión de Escritores.

La llamada llegó al fin a las 2:15 de la mañana del 29 de agosto de 1935. Habiendo esperado tanto tiempo ese momento, Yevachev salió de la cama y levantó el auricular con una mezcla de esperanza y ansiedad.

“Bunas noches, Iosif Vissarionovich” dijo, asombrándose  de las palabras que salían de su boca.

Por lo que sabemos, Ivan Ivanovich Yevachev no volvió a escribir.

Ni a recibir ninguna otra llamada de teléfono. A la noche siguiente llegó un carro negro que se estacionó frente al apartamento a mitad de la noche y del que salieron dos hombres con la forma y el tamaño de armarios y que tocaron a la puerta.

Su única historia publicada, “Las piernas de la viuda”, fue retirada de todas las copias de la revista en la que había salido y se expurgó el nombre de Yevachev de los ganadores del premio.

Si Yevachev se montó o no en el coche o en el subsiguiente tren que pudo o no haber seguido, nos gusta pensar que mientras viajaba pensaba en Chejov camino a Sakhalin o en Dostoievski encaminándose a Omsk, sin saber que un día regresarían para escribir sus obras maestras.

En el DBFL dudamos si llamar a esto “fracaso”, porque en cierto modo es un acto de heroísmo. Después de algún debate editorial hemos decidido incluirlo, aunque sólo sea para recordarnos que no está solo.

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