De la persona que escribía novelas
Andrés Baldíos
La persona que escribía novelas no tenía por qué hacerlo. Ya bastante tenía la vida con tal cantidad de transcriptores como para dar hincapié a más estímulos imparables y deseos incansables; más justificaciones haciendo fila en las imprentas.
La persona que escribía novelas no tenía, en fin, por qué hacerlo. Pero lo hacía, y lo hacía con el tino de quienes tienen algo qué contar.
La persona que escribía novelas debía escribirlas porque sabía que historias sobraban en esta vida de actos y entreactos, de escándalos al por mayor y embrollos tras bambalinas. El material era vasto desde cualquier rincón, desde el simple hecho de pertenecer a la raza que no se bastaba a sí misma, que debía escribir para justificarse, hasta por el orgullo nacional de pertenecer a una sección “superior” de los continentes. Tenía, además, las influencias suficientes para inspirarse cada aventura que para qué les cuento (eso dejémoselo a esta persona).
La persona que escribía novelas escribía novelas no por brindar alguna especie de tributo a la vida, ni siquiera por el básico instinto humano de contar una historia, sino porque creía que la ficción era (y es) la solución a todos los problemas. Y en efecto lo ha sido desde siempre.
La persona que escribía novelas escribía siempre con la idea de jamás tropezar en alguna tentativa técnica, o de lo contrario, se desviaría a la ensayística, y nada temía más esta paranoica persona que volcarse a los ámbitos de la lógica y la justificación de ideas. Era, quizá, la peor de sus pesadillas el llegar a condicionarse en los caminos del planteamiento racional y sus tecnicismos. La ficción es el auténtico baluarte del espíritu humano, se repetía con premura cada que tropezaba con algún significado que se apartara de las metáforas exhaustivas y sinécdoques detallistas y aféresis juguetonas y patáforas sentimentales y ditologías innecesarias y todas las figuras retóricas que explotaran sus cualidades de invención. El salirse del sagrado marco de la ficción implicaría, para la persona que escribía novelas, el desvío total a la demencia de la formalidad y a una autodestrucción total, ya que no era tolerable la idea de un retrato absolutamente realista de —valga la redundancia— «la realidad».
La persona que escribía novelas tenía todo un ritual en la introducción, desarrollo y conclusión de su respectiva labor: se ejercitaba lo suficiente para soportar las agotadoras horas en la angosta frontera de su asiento (desde levantamiento de mancuernas hasta abdominales tiránicas). Bebía muy apenas para no tener que pausar constantemente en idas al baño. Consumía los mismos nutrientes de los atletas y no practicaba instrumento musical alguno. De esta manera no desgastaba energías en hambrunas sorpresivas y en exigentes ejercicios de dedos más allá del insaciable tecleo. Durante el trayecto de la escritura, la persona que escribía novelas escribía sin pausas, ensimismada en sus ocurrencias y emprendiendo, por cada nueva palabra, una partida sin descanso al exhaustivo mundo de la escritura, trabajando durante horas, días, semanas y meses sin despegarse de su asiento más que para comer y asistir, puntual y muy ocasionalmente (como ya se mencionó antes), al baño.
La persona que escribía novelas estaba altamente influenciada por todos y cada uno de los párrafos que devoraba día tras día en sus “recesos”. Kafka, uno de los clásicos más notables de la sociedad escribana en temática y estilo (aunque la persona que escribía novelas prefería encontrarse a sí mismo en otros novelistas), le era especialmente simpático por la frase que abría su obra, La Metamorfosis (el perfecto microcuento abre una historia perfecta, decía). A partir de esto, la persona que escribía novelas se convenció de que la «técnica del rebuscamiento» era la mejor manera que comenzar un trabajo y expandirse libremente y sin conceptos limítrofes.
La «técnica del rebuscamiento» constaba de utilizar el microrrelato como punto de partida sin repetir la intención, y de este modo, subrayar contundencias a través de descripciones jugosas que, bien elaboradas, entretuvieran al lector sin cansarlo. Ésa era su técnica: microcuento tras microcuento. Uno de sus primeros grandes trabajos (ya habiendo tenido numerosas experiencias de fracasos y tentativas simpáticas) iniciaba de esta forma:
«Erase una vez un árbol, que una vez cortado, vivió para contar cuentos de todos los géneros posibles.»
A partir de aquí, se halló en un viaje alucinante que lo devoró por varios años hasta terminar varios volúmenes de fascinantes historias entrelazadas por cosmologías inauditas hasta para los lectores de asuntos sobrenaturales. Contó una especie de historia de la humanidad con impecable profundidad y con ornamentos lingüísticos de magnífico equilibrio. Otro de sus grandes trabajos comenzaba así:
«Había una fábula que vagaba con sus cuatro patitas adormecidas por un jardín de finísimas bardas; se sentía agotada hasta la muerte por haber sido domesticada. »
Más éxitos surgían desde la clarividencia de sus dotes. Una vez acercándose el final de cada nuevo trabajo, la persona que escribía novelas abandonaba repentinamente su labor al presentir ese punto en el que la historia debía concluir. Y ahí era donde iniciaba su siguiente obra.
¿Y cómo hacía para terminar una novela? Siendo la persona que escribía novelas, ¿cómo sabía cuándo debía terminarla? Simplemente lo sabía, todo el cuerpo lo pide, las circunstancias saben que ameritan un descanso de nosotros, quienes vivimos en ellas y de ellas. Por eso la persona que escribía novelas, inconscientemente, se rinde a petición de sí misma, le falten o no gigantescos tajos de texto para decir lo que realmente debía, necesitaba o deseaba decir. Creo que a ningún escritor le alcanzará la vida para decírnoslo todo. Creo que a ningún escritor le alcanzará la vida para decirnos esos montones de cosas que ellos querían compartirnos. Es ésta la constante falta de un «algo más», esta sensación de vivir incompletos, la que nos justifica y coloca en la inmortalidad, y entonces nuestra gran herencia seguirán siendo las historias.
La persona que escribía novelas sabía que algún día habría de morir, por lo que debía cerciorarse de que la labor de contar historias no le fuese indiferente a quien fuera el que topase con su trabajo. Así que, como una especie de testamento, escribió un microrrelato final que él mismo tituló El Cuento Detrás de La Historia de La Literatura:
Toda nuestra vida tratamos con cuentos –dijo uno.
¿Cómo sabes eso? –preguntó otro.
Dime en qué andas y me dirás quién eres.
Y la persona que escribe novelas es el mártir de esta labor que podría fallar en cualquier momento.
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Andrés Baldíos es escritor. Los primeros peldaños son peligrosos, su hasta ahora primer libro de cuentos, fue editado en 2012 por San Roque.