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Yonke y putero (I)

Javier Fernández

Yonke y putero (I)

Bien entrada la mañana, Sifón vadeó el cofre del destartalado Kia con ademanes largos, titánico y rutilante, sacro monarca, último dragón. De un salto aterrizó en una pila de rines, donde permaneció unos segundos oteando varillas, láminas, los fierros de siempre. Maullaba quedito; meneaba la cola. Con una astuta, gentil cabriola, toreó la escudilla de aceite quemado y desfiló unos metros por el terraplén hacia el interior de la caseta. Desde ahí lo vio Gildardo mientras atendía a un chofer de Skyworks que pagaba un espejo retrovisor de Ranger.

Al advertir el avance del gato, Gildardo bajó la mano, ofreció los dedos.

Sifón pasó de largo atravesando la escotilla.

Encargado de abrir caja esa semana, Gildardo terminó de cobrar. Despidió al emisario de Skyworks con una broma sobre la nominación de una famosa boxeadora para el congreso local. Aún con risilla, dedicó unos minutos a acomodar los recibos de la semana, palomeando algunos que ensartaba al pincho. Estiró el cuello para ubicar a Sifón: afuera, acurrucado, a la sombra en pérgola que proyectaban las vértebras de un enorme cigüeñal. Envidiaba su andar melódico. La pulcritud, esa facha tumbona.

Prolongó la mirada más allá.

Y lo que vio, apagó su sonrisa.

Sin postor alguno, llenándose de polvo, el motor de la avioneta.

Gildardo suspiró, decidido a buscar una manta para cubrirlo, aunque ¿tenía sentido? A estas alturas, ¿para qué? Demonios, cuánto le gustaba. Las caperuzas color chocolate, los pistones confrontados, ese matiz como de sapo que tienen las boquillas de hule para fijar el motor al cárter. La placa de acero con nomenclatura coreana: ¿qué mensaje encubría?, ¿simbolizaban algo los caracteres sibilinos del número de serie, rematados por un guion y la letra V? Ninguno; seguramente nada. A Gildardo le embelesaba su carácter oscuro, la flora sellada de aquella secuencia numérica, la especificidad de la V.

Tras siete años en el yonke, el Lycoming era su pieza favorita, por mucho.

Pero le dieron de plazo este jueves, primero de mes.

Si no se vendía, el flamante motor de gracioso chasis y brazos refulgentes saldría como chatarra, embarullado con trechos de fierro, retenes en desuso, tubería vulgar, degradado a 4 pesos/kilo, decisión que no incumbía ni perjudicaba a Gildardo aunque no por ello perdía el carácter indignante. Desde que uno de los socios obtuvo aquel improbable armazón en un remate de bodegas, y Gildardo se dio a la tarea de lavarlo y engrasarlo, se fascinó por la distinción de pertenecer al único yonke de la región con piezas de aeronáutica. Ya saldría algún postor. Siempre los hay.

Cada fierro tiene su pendejo, era la consigna del fundador del establecimiento, fallecido recién.

Por muy vistoso que fuera, el Lycoming ocupaba un valioso espacio que podían destinar a un parabrisas, una transmisión, cascajos de alta demanda.

Pues otra consigna era: Aquí se trata de vender, no de exhibir.

Gildardo lo describía con pompa. Invirtió un considerable esfuerzo en darlo a conocer, correr la voz. A todo mundo hablaba del motor de avioneta. En las últimas semanas tocó puerta en la competencia. Visitó el predio de los Rábago y el de los Núñez, sin éxito. No hubo mejor respuesta con los Galván, que cada año ensanchaba su territorio rumbo al acueducto: devoraban baldíos aledaños con explanadas que amanecían repletas de figurines de acero, hojas de aluminio y toda clase de pedacería en venta. Finalmente lo intentó con los Gibrán, amos y señores del poniente de la ciudad, ya con cuatro terrenos: Gibrán I, Gibrán II, Gibrán 2000 que era el mayor de todos, y el solemne Gibran e Hijos, especializado en grúas, refacción agrícola y maquinaria industrial. Dado que no era práctico llevar el motor consigo, Gildardo amartillaba un festín de adjetivos para hablar del Lycoming. Emperifollaba con rica gestualidad el semblante de las bielas, enceraba con cláusulas melodiosas el costillar de enfriamiento y el zapato que protege el tren de aterrizaje –un plus que nadie se esperaba y Gildardo ofrecía sin costo adicional–, entero y utilizable aunque con rasguños como de bala, de pronto acicalado, robustecido en la ardiente voz de su promotor. Gildardo ungía el motor de forro cromado, tipo europeo, con una pureza élfica. Atribuía un sinfín de gracias al ferveem electrónico, al boato axial, dones virginales a la jaula de acero galvanizado, en fin.

A punto del cierre, Gildardo clavó el último recibo en el pincho.

Las cuentas revelaban una buena semana, en un excelente mes.

Gildardo se rascó una axila, satisfecho.

Sifón alzó la cabeza y maulló, tirando órdenes. Gildardo iba a voltear y agacharse para abrir la hielera donde guardaban algo de fruta, cerveza y la leche del gato, cuando irrumpió en el predio una ostentosa, inconfundible GMC Sierra.

¿… El Mauro?

El Mauro.  

Con un espoleo de cejas, Gildardo torció la cabeza como lo haría un águila.

No lo veía hace añales. ¿Qué hacía El Mauro aquí? Durante la Secundaria jugaron al beis en la Liga Poniente por varias temporadas, donde ganaron una Copa Nestlé. Mauro le presentó a su primera novia. Después supo que emigró a Anaheim y se afilió en la naval o por lo menos lo intentó. Al volver a Mexicali anduvo sin chamba un tiempo, ocupado en el taller de su papá y como auxiliar en la administración del Tianguis Esperanza. Alguien comentó a Gildardo, de oídas, que Mauro iba cada fin de semana a los bares de la Reforma, responsable de severos escándalos como escolta de los hermanos Marín-Montoya.

Nuevo giró de cabeza. El águila parpadeó.

El Mauro bajó de la GMC con un portazo.

La puerta selló a la perfección.

Gildardo salió de la caseta. “¡Éitale, Mauro!” Se saludaron con la complicidad de un tercera base y su short stop. Esto y aquello, no traes mueble, qué sabes de fulano, tú jefa cómo está.

Y Mauro preguntó por el motor. Necesitamos uno, ¿lo tienes?, dicen que viene con todo, ¿está al chingazo?, a verlo. Gildardo preguntó cómo supiste, Mauro respondió ya ves, mi jefe. Camuflando el asombro, Gildardo dijo lo tengo, está rebonito, es tuyo, y encaminó la conversación al escenario en que se fijan los precios. Forma de pago, garantía de un mes, te regalo el tren de aterrizaje, viene con zapato, está enterito. Caminaron hacia el Lycoming, el polvo ni te fijes. Cuánto es lo menos. Gildardo estrechó la cifra movido por la emoción. Ambos sabían que la operación se cerraría a la baja. Vengo el lunes, cuídamelo bien, salúdame al Godo y al Molina, si los ves, lunes a mediodía. Chocaron manos: extendidas y deslizadas hacia atrás, luego cerradas, puño con puño.

Encendida con un chistar de velada potencia, la GMC callejeó el terregal con un persuasivo rumor de neumáticos. Al tocar el asbesto de la calzada, chilló y aceleró con furia. 

Gildardo sacó la leche, el tazón de plástico, vertió una generosa cantidad. 

Caminó hacia el cigüeñal, nombrando al gato.

Sifón maulló en tono recriminatorio.

Hora de cerrar. Tarde de viernes.

El sábado temprano, antes de la apertura al público, Gildardo lavó minuciosamente el motor. Con dos poleas lo acercó a la fosa de carga, posándolo en una tarima cuadrangular. Le faltaba recuperar el tren de aterrizaje y ordenar el cableado; ya lo haría el lunes. De momento se regaló unos minutos para contemplar el Lycoming, sentado en la defensa de una obesa Econoline, cigarro en mano. Cuando dieron las nueve asomó el primer cliente. Gildardo tapó el tesoro con una manta: esto generó un leve vientecillo que alcanzó el lomo del gato y lo perturbó.

Sifón era la criatura más avispada y cruel de la ciudad, si bien no había manera de probarlo. De color canela, un canela ensombrecido en la cola, enmielado en el vientre, dos escrupulosos mechones rojizos en cada oreja. Jamás le movió mayor intención que relamerse el pelo, acicalarse el antebrazo con esmero clínico, tumbarse a la sombra mientras los empleados del Yonke Hirales descascaraban un Jetta o encueraban una Montaineer. Ni tuvo en sus garras algo más preciado que el cojín de la oficina o las vestiduras de una Blazer en el rincón del predio donde Sifón se daba gusto, a ojos entornados.

Serían las once cuando arribó la GMC Sierra. ¿Dijo lunes?, Mauro dijo lunes. La camioneta se clavó en diagonal, invadiendo dos cajones de estacionamiento, sin arrebatos ni golpes de puerta. Descendió de ella un desconocido, chapito, panzón, ensombrerado, se dirigió a la caseta, los ojos exaltados. Buen día, pásele amigo qué dice. El Uvas dice que no, que lo disculpe, la nave del señor está con madre, no le duele nada. El Uvas será Mauro, infirió Gildardo.

El tipo pidió un humidificador de 12 voltios, pagó, se retiró.

Al perderse de vista la GMC, quien dio un portazo fue Gildardo.

Esto irritó a Sifón: su maullido fue un rompepelotas agudo y elocuente.

Gildardo iba a compensar el agravio con un masaje, pero el gato se esfumó por la fisura de un guardabarros y emergió más allá. A solas, acribilló a zarpazos el limpiaparabrisas del único Audi que tenían en el yonke.

Enero 19, 2017

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Javier Fernández.
Comunicólogo y narrador, Javier nació en la ciudad de México en 1971. Ha residido en Guadalajara, Tijuana, Mexicali y el poblado tarahumara de Chinatú. Colaborador intermitente en medios impresos y electrónicos, a veces con el seudónimo Mr Phuy, se ha ocupado en la docencia, el comercio, la producción de radio-video, los servicios financieros, la función pública y el desempleo. En el fuero de sus influencias están Camilo José Cela, Julio Cortázar, Fernando Del Paso, Allen Ginsberg, Francis Bacon y los hermanos Coen. Su primer libro Si tarda mucho mi ausencia (ICBC, 1993) obtuvo el Premio Estatal de Literatura en Baja California. En 2010 publicó El estadio que naufragó (CreateSpace, 2010) y Señora Krupps (Static Libros, 2010 / CONACULTA, 2013). Seguir a los gansos es su tercer volumen de cuentos.

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