Es lo Cotidiano

El desengaño

Sergio Inestrosa

El desengaño

Hace algún tiempo, a pocas cuadras de la casa que fue de mi abuela, desde donde esto escribo, vivió una criatura a quien su madre bautizó con el extraño nombre de Hermenegilda. Un nombre extraño, es cierto, para una criatura a quien la naturaleza dotó de una belleza también extraña, y que desde muy temprana edad enloqueció a cuantos tuvieron la desdicha de fijar en ella sus ojos.  

En el pueblo se decía que desde el día de su nacimiento, un siete de noviembre de 1926, el año mismo en que empezó la Guerra Cristera, ya se vislumbraba en ella algo de ese sino enloquecedor a causa de su singular belleza, piel color de aceituna, y el cabello del color del fuego. Esto es importante recalcarlo pues cualquiera que haya visto a un recién nacido sabe que aquel pedazo de carne rolliza del color de los puercos tiernos carece de cualquier atractivo salvo, tal vez, para los padres. 

Sin embargo, en el caso de Hermenegilda las cosas fueron muy diferentes desde el primer día. Chonita la partera lo supo desde que la recibió en sus manos. En aquel preciso instante adivinó las dificultades que aguardaban a los hombres de San Juan el Alto. Y es que más de alguna vez alguien en el pueblo estuvo así de cerquita de cometer una fechoría que anulara el tormentoso futuro que le esperaba.

“Esta criatura ha nacido para hacer sufrir a muchos”, pensó la vieja mientras cortaba el cordón umbilical, y siguió pensándolo mientras se afanaba en sacarle las flemas y dejarla limpia antes de ponerla en los ansiosos aunque fatigados brazos de la madre. Antes de entregársela, Chonita le dio un beso en la frente para que la acompañara en su borrascoso futuro, que se dibujaba no sólo en las líneas de sus manos sino en cada pliegue de su brasileña piel. 

Lo curioso es que Hermenegilda creció ajena a todo maleficio de su belleza, y quienes la conocieron podrían dar fe de su inocencia y desenfado. Pero fueron tantos los que cayeron rendidos a sus pies que hasta don Augusto González, el que fuera el segundo marido de mi abuela, sucumbió a la locura y le prometió a la pequeña cielo, mar, tierra y una fortuna que no tenía, si correspondía a su enloquecida pasión. Naturalmente, él no fue el único ni siquiera el más viejo. 

Otra curiosidad de esta historia es que las mujeres del pueblo no le guardaban resentimiento alguno. Era como si ellas entendieran que aquella criatura no era culpable de nada y tenían razón, qué culpa podía tener la niña de haber nacido tan bella. Algunas mujeres incluso vieron en sus encantos, en su indiferencia, una forma de venganza contra el machismo ancestral que padecían. Por fin alguien los pondría en su lugar, alguien los haría pagar por todos sus desmanes. 

Fue por esos días que dos desconocidos que llegaron a San Juan  el Alto por error, pusieron fin a sus terrenales días frente a la indiferencia de Hermenegilda, quien guardó un sepulcral silencio, primero ante sus solicitudes amorosas, después ante sus amenazas repetidas de quitarse la vida, y por último ante sus idénticas tumbas. Los desconocidos fueron enterrados en sendas tumbas sin nombre y compartieron el mismo epitafio perturbador:

Yacen bajo este suelo ajeno
dos desdichados que fueron
víctimas del amor certero.

Todavía hoy día en San Juan, estas dos tumbas son reconocidas como monumentos a la rabiosa desesperación frente a un amor imposible. Don Jeremías Rovirosa, actual presidente municipal y un romántico consumado, decidió que las tumbas se conservaran como sitios históricos, y desde ese momento la municipalidad se encargó del cuidado y mantenimiento de las mismas. En el libro de actas de la Presidencia Municipal don Jeremías asentó: “Debemos ver en estas tumbas, tan afortunadamente vacías de nuestros propios despojos, la certeza de nuestra fragilidad frente a la belleza de las mujeres de este bello paraje provinciano”.

Y es que en el pueblo se comentaba que aquellos desventurados llegaron al pueblo atraídos por el peligroso canto de la belleza. “Era como si hubieran sido arrastrados hacia el ojo del huracán por la fuerza irresistible del destino”, comentó alguien de manera casual, pero buscando dar una explicación justa al sacrificio de los forasteros.

Algunos despechados, menos valientes que estos dos desconocidos, para vengarse de la indiferencia de la joven propagaron diversos rumores, entre otros, que la muchacha padecía  retardo mental, que tenía sordomudez congénita; algunas beatas hicieron eco de las maledicencias y a escondidas de sus maridos murmuraban que quizá la jovencita tenía pacto con el diablo, pues sólo así se explicaban ellas, no sólo la indiferencia ante el sufrimiento ajeno, sino además el color de su piel y lo encendido de sus cabellos, que a ellas les hacía pensar en el mismito infierno.   

El padre Antonio Alfaro, recién egresado del seminario, trató a toda costa de mantenerse al margen del creciente bochinche, pues temía ser arrastrado por aquel torbellino, del que –sabía- no podría salir bien librado. Tal era su temor que incluso prefería evitar pronunciar su extraño nombre. Todo lo contrario ocurrió con don Nicanor Ramos, flamante candidato del partido de oposición y que, pensaba, tenía grandes posibilidades de ganar la Presidencia Municipal en las próximas elecciones, y convertirse así en el primer gobernante de un partido nacido bajo los auspicios de la iglesia católica. 

El viejo acaudalado, que presumía conocer al dedillo todos los secretos que llevaron a Madero a la Presidencia de la República, pues él había sido su mano derecha en la campaña de 1911, avisó en uno de sus mítines políticos que tan pronto como ganara las elecciones, se desposaría con Hermenegilda y entonces sería la envidia de propios y extraños, y acallaría a aquellos que afirmaban que él, ni como político ni como aprendiz de matasanos, daba la talla y mucho menos la daría como amante de semejante belleza. “Ya verán mis enemigos políticos que mi fama va a llegar hasta la mismísima capital de la República”, afirmaba ante sus amigos y correligionarios que lo aplaudían eufóricos. 

Fue así como el nombre de aquella criatura entró al ruedo de  la campaña política de ese año. Su nombre formaba parte de los acalorados debates entre los candidatos. Pero sin duda, don Nicanor era el más vocal al respecto. “Está todavía por verse lo que le dirá la muchacha”, lo increpaban sus oponentes políticos, y era como si todos los problemas del pueblo se hubieran esfumado para dar paso al único tema de interés general: si el anciano lograba casarse con la chica. 

Y es que en verdad estaba por verse si Hermenegilda aceptaba casarse con aquel viejo.  Como es de suponer por lo hasta ahora dicho, hasta ese momento la muchacha nunca había dicho esta “boca es mía” con respecto a nada, lo que había acentuado la convicción de que la criatura era, por lo menos, sordomuda. 

La única persona en el pueblo que fue capaz de advertir la cercanía de los hechos fue Chonita, que pese a su avanzada edad seguía ejerciendo de partera. “Ya se acerca la hora”, dijo, y por su encorvada espalda corrió un hilo de sudor frío.  “Las cosas que han de suceder van a suceder muy pronto”, volvió a decir mientras miraba caer la lluvia parsimoniosa desde el patio de su casa.

Y es que desde ese día siguió lloviendo como si se hubiera roto el toldo del cielo, hasta que una tarde, ya bien entrado el mes de la patria y cuando ya todos habían perdido la noción del tiempo, avistaron la llegada de un barco que apareció como otra más de las alucinaciones; por ello mismo nadie reparó en la imposibilidad de que hasta San Juan el Alto llegara un barco. Todos habrían objetado que San Juan no era un pueblo ribereño y que incluso la laguna de Chapala les quedaba bastante lejos.  

A bordo de aquel barco de fantasmal realidad, llegaba el joven profesor enviado por el gobierno de Tata Cárdenas para la única escuela pública del pueblo, y su nombre sonó tan extraño como la aparición misma del navío.  

—Profesor Jasón —gritó Hermenegilda trepada en lo alto del  tejabán de su casa, desde donde agitaba su mano para llamar la atención del visitante. Su voz sorprendió a todos por igual, pues nunca nadie la había oído pronunciar un solo sonido. Al terminar de atracar el barco, la joven se acercó a la puerta de desembarque y el profesor, quien era el único pasajero, se dejó ver de cerca. Era un hombre guapo, de buen porte.

—He estado esperándolo —dijo con dulzura—. Llega usted con un poco de retraso —añadió sin rencor, y se adelantó a todos para recibir al visitante, tendiéndole la mano para ayudarle con su maletín. 

Hermenegilda estaba toda empapada, lo que realzaba aún más la belleza de sus formas. 

—En efecto, señorita —dijo éste—, pero le aseguro que no ha sido culpa mía en lo absoluto —se excusó sin siquiera reparar en las existencias de los demás habitantes del pueblo, que los observaban con avidez. 

—Sígame, por favor —ordenó la muchacha—. Dentro de la casa le espera una habitación pequeña pero placentera. Espero que no le disgusten las plantas, la casa está llena de ellas —añadió.  

—En absoluto —contestó el recién llegado, mientras la seguía obediente hasta perderse con ella tras la oscura cortina de la noche infinita. 

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