Es lo Cotidiano

CUADERNO DE NAVEGACIÓN

Abstinencia [XXXI]

José Luis Justes Amador

Abstinencia [XXXI]

Agosto, 27
Lo peor de trabajar en un espacio libre de humo es la cantidad de fumadores accidentales con los que uno se topa. Me explico. Al estar en un entorno donde no es habitual fumar, los fumadores no adictos apenas compran tabaco. Fuman cuando se puede y de quien se puede. Hasta estos días mantenía mi dosis de diez en perfecta relación con la economía. Una cajetilla de veinticuatro cigarrillos, los cuatro son de regalo, me duraba dos días. Sin embargo, cuando en los dos pequeños descansos que tengo me lanzo hasta los límites de la universidad, me acompañan varios de mis  compañeros que me acompañan fumando. Del mío.

Me doy cuenta de que la mayoría de la gente que conozco lo ha ido dejando por el aburrimiento. Es más cómodo, para ellos, claro, dejar de fumar que caminar hasta los límites de ese sitio que está en medio de ninguna parte. Me recuerdan a esa gente que dice que sólo fuma en la tarde pero que no compra ni en la mañana ni en la tarde.

Aunque pueda parecer una queja, es un destello de solidaridad. Los comprendo. Comprendo que en algún momento sintieron la misma necesidad que yo. Y recuerdo una vieja novela de Scott Fitzgerald.

Agosto, 28
Hoy, sin embargo, ocurrió al revés. No me había dado cuenta de que había salido con la cajetilla con un solo cigarrillo cuando lo que necesito en la mañana son tres o cuatro, dependiendo de lo que le cueste pasar al camión de vuelta. Mi primer descanso me sorprendió sin nada qué llevarme a la boca. Y no podía confiar en ninguno de los fumadores esporádicos.

Si alguien conoce los entresijos de cualquier institución, dependencia o trabajo, son sin lugar a dudas los encargados de la seguridad. Me acerqué desesperado a uno. Le pregunté quién fumaba. Me pregunto qué necesitaba. La respuesta era obvia. Un cigarro. Recitó una serie de números incomprensibles para mí en su radio y transmitió mi petición. Me miró y me dijo “Juan, en la caseta de entrada al estacionamiento”.

Juan resultó ser otro de los guardias de seguridad de la universidad. Con esa generosidad propia de los más humildes, me dio su último cigarro. Me negué. Insistió. “Usted lo necesita más que yo”. Y, de verdad, él no podía saber cuánto.

Me lo fumé con una sensación de que estaba mitad de camino entre la vergüenza ajena y la satisfacción.

Agosto, 29
Juan se alegró cuando, como recompensa a su generosidad, le regalé una cajetilla completa de la misma marca que él me había ofrecido el día anterior. No quería aceptarla. Insistía en que con que fuera uno, el mismo que me había dado, era suficiente. Me acordé de Alejandro Magno pero no era el momento para citarlo.

Agosto, 30
He descubierto una solución. Reciclar cajetillas .Cargar sólo con los cigarros necesarios. Lo siento por los fumadores accidentales, por los necesitados, aunque sé que si alguien en una situación como la mía de hace algunos días se me acerca, le ayudaré, por los imprevistos. Mejor dicho, por mí en los imprevistos.

Tengo una pitillera grabada con mi nombre en algún sitio en las cajas todavía sin abrir de la mudanza. Debería encontrarla.

Agosto, 31
Esperaba fumar cuando llegaran las pruebas del libro más reciente. Me paralizó la emoción. Me pregunto cuándo deja uno de emocionarse al recibir un nuevo libro, algo, que lleve nuestro nombre impreso. Supongo que nunca.

Septiembre, 1
Comienza un nuevo mes. El reto ahora es bajarle a cinco al día. Aunque se avecinan eventos en los que será necesario, ¿necesario?, fumar.

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