viernes. 19.04.2024
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Coco: del olvido al no me acuerdo

Fernando Cuevas

Coco: del olvido al no me acuerdo

Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres, y que no veremos.

Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y el término. La caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los triunfos de la muerte, y las endechas.

No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre.
Pienso con esperanza en aquel hombre

que no sabrá que fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo,
esta meditación es un consuelo.

Jorge Luis Borges

Tomamos prestado el título del gran documental de Juan Carlos Rulfo para centrar la premisa esencial de la nueva entrega de Pixar, cual cariñosa, cuidadosa, colorida, oportuna e idealista carta a México en tiempos de tensiones políticas y sociales, acaso lanzando un guiño a los migrantes; la propuesta rompe con la mayoría de los retratos que se han hecho de las costumbres e idiosincrasia de nuestro país, desde la mirada reduccionista o folklorista buena onda por parte de los grandes estudios fílmicos hollywoodenses (Los tres caballeros, 1944), llegando a confundir la diversidad de culturas iberoamericanas, al grado de españolizarlas sin pudor alguno, según ocurrencias de algún ejecutivo en turno.

Si en Spectre (2015) Sam Mendes se tomó ciertas licencias para desplegar el desfile del día de muertos, combinando estéticas de aquí y de allá sin mayor pretensión que servir de efusivo contexto a la furiosa persecución al maloso por parte de James Bond, la gente de Pixar optó por intentar trascender la estética de parque de diversiones y hacer un serio trabajo en campo para darle sustento a su filme, tanto visual como temáticamente: en general, el resultado consigue plasmar la necesaria verosimilitud para que de alguna manera se genere la identificación de quienes conocen de primera mano el contexto representado.

No falta la idealización, desde luego, para presentar un México que se nos va de la manos y que cada vez más se percibe como una añoranza difícil de traer al presente. Una familia feliz y unida que tiene un negocio propio, sin que nadie les pida derecho de piso que devaste esfuerzos locales y economías comunitarias; un pueblo colorido, limpio y rebosante de alegría, que no necesita de autodefensas o alcaldes atrapados entre la plata y el plomo; unos muertos en su mayoría recordados y venerados, sin yacer en fosas clandestinas de las que nadie tiene noticia. Pero se entiende que no se trataba de hacer una película de realismo social, sino de una celebración de lo bueno que tienen los vecinos del sur y que ojalá prevaleciera sobre las calamidades que los azotan cada vez con mayor fuerza.

Dirigida por el realizador de casa Lee Unkrich, con la sensibilidad mostrada en Toy Story 3 (2010) y contando nuevamente con el apoyo de Adrian Molina, tanto en guion como en labores de dirección, Coco (2017) aprovecha el talento institucionalizado de Pixar y la robusta tradición del día de muertos –como lo hiciera El libro de la vida (Gutiérrez, 2014)- para construir un relato universal acerca de la búsqueda de la vocación en la vida más allá de los condicionantes del entorno, de las tradiciones y necedades familiares, y de la importancia de los recuerdos como sustento para seguir existiendo, ya sea en este mundo tangible o en el otro lado, donde el show parece continuar.

La muerte tiene permiso

Hay momentos en los que hay que recurrir a los muertos para cuestionar la historia familiar oficial, la que todos se compraron y repiten sin pasarla por el tamiz de la duda: justo como los sucesos de una nación. Y si bien se cae en cierto maniqueísmo respecto a la moral de ciertos personajes, las revelaciones que el joven protagonista va conociendo permiten abrir otro tipo de posibilidades para entender la vocación y dejar de prohibir en este caso la música, como si fuera la causante de la ruptura afectiva que ha trascendido a varias generaciones, como esas maldiciones que luego ya no se sabe ni de dónde o cuándo empezaron.

Los personajes se desarrollan, tanto gráfica como caracterológicamente, a partir del conocimiento de causa y de la mirada atenta: la bisabuela con las arrugas marcadas pero todavía en posibilidad de rememorar; la abuela sosteniendo los valores chancla en mano; el papá y la mamá dándole continuidad a la tradición; el tío con playera de la selección de fútbol, haya mundial o no; la hermana listilla de lentes y coleta, y el niño protagonista con ganas de entrarle a la guitarra para evadir el mantra de zapatero a tus zapatos. No podían faltar la mascota, un xoloitzcuintle de lengua interminable que le pone ternura y comicidad al relato, y los múltiples difuntos que siguen descubriendo las sorpresas que da la vida porque la vida te da sorpresas, puntualmente diseñados de acuerdo con las fotografías dispuestas en el altar.

Aunque predecible y orientada a complacernos sin caer en facilismos, la propuesta argumental se construye de manera sólida, generando conflictos que se aprecian genuinos y que se resuelven de manera inteligente, provocando emociones contrastantes. Se deslizan reflexiones sobre la fama como un propósito que se busca a toda costa aunque al fin termina siendo una forma de recuerdo condicionado, así como acerca del ego desbordado del mundo artístico, como se muestra en ese genial performance surrealista de Frida, nuestra pintora cliché de exportación, en el que todo termina tratándose de ella.

La animación de texturas múltiples construye escenarios que viajan del realismo vivamente caricaturizado, como en las secuencias que se desarrollan en las calles del pueblo, a la imaginería del más allá, creando imponentes puentes y lucidoras imágenes de la ciudad de los difuntos, más activos y fiesteros de lo que se podría suponer, con todo y las presencias típicas de exportación de la cultura mexicana, música incluida. La incorporación de los alebrijes se aprovecha con astucia, tanto para el desarrollo de ciertas secuencias de acción y humor, como para el lucimiento de la capacidad para plasmar híbridos fluorescentes que parecen iluminar un mundo, en efecto, más vital de lo imaginado.

Dejen que los muertos entierren a sus muertos, reza la provocadora cita evangélica. Habría que pensar, entonces, qué significa la vida, más allá de la definición biológica, y rondar el eterno cuestionamiento de si estamos de paso por estos rumbos o si en esta realidad física se empieza y termina todo, sin un antes o un después. Claro que se puede estar muerto en vida, condición que limita la posibilidad de ver a la muerte como una transición más que como un destino, pero ¿se puede estar vivo en la muerte? De acuerdo con una de las premisas básicas del ritual celebratorio sí es posible, siempre y cuando no seas olvidado por ese polvo elemental.

Colaboró Gonzalo Cuevas.

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