viernes. 19.04.2024
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¿De música ligera? (Las irritaciones del presente y la cultura del algoritmo)

Héctor Gómez Vargas

Foto, María Gómez Bulle
Foto, María Gómez Bulle
¿De música ligera? (Las irritaciones del presente y la cultura del algoritmo)

Soy un hojaldre de papiro, pergamino, papel y pantallas.
Regis Debray, Introducción a la mediología

Soy de la generación que escuchaba música en discos de acetatos, hoy conocidos como vinilos. Disfrutaba escuchar los discos completos, principalmente aquellos que se creaban como una obra conceptual o como una totalidad orgánica al estilo de El lado oscuro de la luna de Pink Floyd, Abbey Road de los Beatles, Close to the Edge de Yes, Tommy de The Who, Foxtrot de Genesis, y así.

Cuando hay un cambio en la forma de escuchar música, no es cualquier cosa: es un cambio cultural amplio y profundo. Escuchar música a través de un aparato tecnológico como el fonógrafo lo fue, al igual que la introducción de dispositivos como los cartuchos y los audiocassettes en los setentas. Escuchar música fue, en términos de Umberto Eco, ser el “lector modelo” de una obra que se disponía en un orden intertextual y que se vinculaba de manera hipertextual con otras obras musicales.

Comenzar a escuchar música en compact disc no fue cualquier cosa, no tanto por la discusión de cuál sonido era mejor, sino porque fue abandonar la cultura musical que se había creado alrededor de los discos de acetatos. Cuando compré mi primer CD, sabía que durante un tiempo podría combinar las formas de escuchar mi música, pero que había un límite para ello: cuando mi aparato con la tornamesa no pudiera funcionar más, cuando ya no hubiera refacciones para repararlo o no hubiera más tocadiscos en las tiendas para adquirir otro nuevo, sería el fin y vendría un camino nuevo e incierto con los CD’s.

Con el tiempo he venido entendiendo que haber dejado de escuchar esos discos (ya que gran parte de ellos los perdí, regalé o almacené pensando que no los volvería a escuchar) fue algo tremendo, algo como lo que expresa Rob, el personaje principal de la novela de Nick Hornby, Alta fidelidad, cuando, después de organizar su colección de discos por el orden en que los fue comprando, expresa “me siento de puta madre, ya que a fin de cuentas ése soy yo”. Es decir, ha sido ir reconociendo que esos discos de acetato que compré manifiesta lo que, a fin de cuentas, era yo en aquel entonces, y que a la llegada del CD las cosas discurrieron de otra manera. Pasé a otra cosa porque la forma de escuchar música se modificó y en ello se puede observar la manera no solamente como se pasaba al siglo XXI, sino las alteraciones en la cultura y las irritaciones que esto ha venido propiciando desde entonces, hasta el día de hoy, y que, por tanto, son otras las rutas por las que he escuchado música para poder decir lo que he sido y soy en estos tiempos.

Entonces toca decir que todo cambio es una irritación: algo que altera el pasado y te va llevando o te obliga a pasar a otra cosa. Es el caso de la forma en que la cultura cambia y altera la memoria y el sentido, el orden de todo. Es lo que hoy pasa en la segunda década del siglo XXI: el desorden de la cultura, y los tiempos del streaming para escuchar música. Es el tiempo que vivimos cuando nos enteramos que la música de rock no es la que más escuchan los jóvenes y que más bien parece ser algo del recuerdo, de almacén en lo digital, cosas de espectros, fantasmas y gente vieja, de una o de otra manera. Es la irritación del presente que nos lleva a mirar a diversos pasados de la cultura y de las culturas del rock.

La idea de la irritación del presente en la cultura la he venido pensando a partir de dos visiones. La primera proviene del historiador francés Michel de Certeu, quien en su libro La escritura de la historia hace ver que el trabajo del historiador se dirige al pasado no porque éste se le aparece así nada más sino por el reconocimiento de que en el presente hay una diversidad de irritaciones que llevan a considerar que algo sucede o está presente que no se ajusta a lo que se ha conocido, y que es importante un análisis para discernir sobre la “fuerza adormecida en la historia que llevamos con nosotros sin saberlo”. La segunda idea proviene del libro de Mercdes Bunz, La utopía de la copia, cuyo subtítulo, El pop como irritación, nos lleva a la parte en que la autora propone que la producción de la cultura ha cambiado porque ha ganado demasiada “porosidad”, es decir, pasan demasiadas cosas en su interior. Pero lo más importante no es la porosidad sino la manera en que es organizada y a partir de lo cual los autores no son quienes dialogan entre los campos artísticos y más allá de lo artístico, y debido a ello la frontera entre “el arte y su exterior ya no es cruzada por personas que practican un crossover”. El ingreso a la economía simbólica de lo digital lo ha alterado todo y propicia sus propias irritaciones, las irritaciones de la cultura, de la forma de escuchar música.

Si es cierto lo que señala Jaques Attali en su libro Ruidos de que la música habla del futuro porque se adelanta a registrar lo que son los ruidos sociales y políticos del presente, lo que hoy estamos escuchando manifiesta los ruidos de la cultura de que se vienen organizando por la industria musical en las últimas décadas; lo que pase en estos tiempos con las formas de escuchar será la manera como se organizará en el futuro los crossovers de la música. Tocaría pensar, por un lado, que no todo se mueve por streaming, y habría que observar la tendencia del retorno del acetato, ahora vinilo, y del audiocassette, mientras se dejan de producir los iPods y aparecen otras opciones para escuchar música más allá de lo digital y del smartphone.

Pero, igualmente, tocaría observar la manera cómo el smartphone ha posibilitado un modelo de negocios exitoso a través de sistemas de streaming como iTunes, Spotify, Google Music y otros, por los cuales se puede escuchar en vivo lo que se está produciendo y “todo mundo está escuchando”, al igual que todo un archivo de música del pasado amplio e impresionante y que parece cambiar todo y borrar muchas cosas de las formas de escuchar música del pasado.

Este entorno borroso del presente y el futuro de las formas de escuchar música se ha venido formando desde la década de los noventa y parece llegar a lo que bien se podría llamar una onda de novedad, un momento donde todo puede pasar porque ya todo ha cambiado y su punto final, hasta ahora, es el streaming. En el epílogo del libro Cómo dejamos de pagar por música, Stephen Witt relata que el hacker que, siendo adolescente y con recursos tecnológicos familiares, organizó el principal movimiento de piratería a nivel mundial a finales de los noventa y durante los primeros años del siglo XXI, lo llamó para una entrevista, y que al final de la misma intentó que dijera su opinión sobre la piratería en el presente, y que solo obtuvo como respuesta que todo lo tecnológico del momento todavía era posible. Pero concluyó: “O también puedes hacer lo que hago yo, pagar nueve dólares al mes por Spotify, como todo el mundo”. Solo le faltó decir que Spotify es una maravilla, y con ello terminaría de decir que hoy las cosas son otras, muy distintas a hace unos años, y que esto no ha terminado.

Hace tres años compré un equipo modular de esos donde puedo escuchar viniles, CD’s, audiocassettres, USB y puedo conectar mi Smartphone. Cuando lo compré lo primero que hice fue sacar mis discos que tenía guardados; los revisé, los limpié, y al hacerlo sentía que algo mío se volvía a integrar a mí. Era yo, algo de mí, de mi pasado, y comencé a buscar más discos, aquellos que ya no tenía pero que en algún momento fueron importantes, o aquellos que quise tener y pude. Comencé a entender qué estaba pasando en mí cuando algunos de mis alumnos me decían que escuchaba música a la manera antigüita, para decirme que era un viejo escuchando música, y mi respuesta es que ellos escuchaban música de manera más simple, pero se sentían “jóvenes” porque sólo lo hacían bajo recursos digitales. Lo que yo tengo es un aparato que expande mis formas de escuchar música, mientras que ellos tienen un aparato que expande a todos lados la posibilidad de escuchar su música, en un aparato que les expande las opciones para poder hacerlo. Entonces sucedió: cambié de smartphone y me dieron una suscripción de tres meses a Google Music.

Google Music, como Spotify, Netflix, Amazon, YouTube, es parte de la cultura del algoritmo: con cada clic te va conociendo, te va siguiendo, te comienza a guiar en tus preferencias, las diseña, las modifica, y tiendes a no darte cuenta. El problema es que encuentras cosas maravillosas que desconocías, y empiezas a confiar, poco o todo, en las recomendaciones. Yo he escuchado cosas maravillosas en Google Music y eso me da miedo, no por la música, sino por la forma como se organiza que yo encuentre eso que me gusta, y que desconocía.

Héctor Gómez Vargas
18 de marzo 2018
León, Guanajuato

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Héctor Gómez Vargas (León, Guanajuato, 1959) es autor de libros sobre cultura popular y subculturas, la radio, la música y los fans en el siglo XXI. Es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Colima, investigador del SNI y académico en la Universidad Iberoamericana León.

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