lunes. 23.06.2025
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Los Tucanes

Chema Rosas

Chema Rosas
Chema Rosas, Los Tucanes

Era primero de primaria y llegué a la escuela nueva. De inmediato reconocí a algunos de mis viejos amigos del arenero y mi corazón se llenó de esperanza al saber que no estaría solo. Estoy salvado, pensé: con algunos de ellos construí túneles y puentes e incluso llegamos a esclarecer el misterio de qué se encontraba en el fondo de ese montón de arena… ese tipo de cosas no se olvidan de un día para otro, ¡no señor! Formaremos una alianza para enfrentar el mundo desconocido de la primaria y en el futuro nos sentaremos a ver a nuestros nietos jugar en areneros en Marte y reiremos.

Qué equivocado estaba.

Y no porque ese tipo de cohesión grupal no sea posible, sino por una ley no escrita y hasta antes desconocida por mí. En primaria, para ser parte del mundo hay que mostrar interés por el futbol. De cinco grupos de primero se formaron cinco equipos, cada uno con su respectivo capitán, nombre y uniforme. Las mamás se pusieron de acuerdo -desconozco si mi madre asistió a la reunión- y decidieron que el capitán sería un compañero llamado Luis, el equipo sería “Los Tucanes” y el uniforme sería rojo… con dibujos de tucanes. Como nunca me gustó el futbol y mi relación con los balones siempre ha sido de odio recíproco y justificado (por ambas partes), decidí que en vez de ser parte de Los Tucanes me uniría al equipo de atletismo. Ahí no había capitán, el uniforme era el mismo de las clases de educación física y el profesor era un gordito simpático que se quedaba platicando en las gradas con los que no queríamos correr.

Tan pronto se anunciaron los equipos, mi castillo de arena colapsó; sólo dos niños del salón no entramos al equipo y los demás usaban su uniforme rojo todo el tiempo. En los recreos jugaban fut y durante el almuerzo hacían una rueda hermética a la que sólo accedían Los Tucanes. Tras una semana, Luis, el capitán, dejó de llamarse Luis y le empezaron a decir “El Tucán”, apodo que lo ha acompañado desde entonces y que seguro es el que usará en el futuro con sus antiguos compañeros de equipo cuando estén viendo a sus nietos jugar un partido en Marte.

El equipo se mantuvo más o menos igual por varios años. Miembros entraban y otros salían, pero desde el día uno fui de los que no se anotaron.  Al principio no entendía por qué no podía sentarme con ellos para contarles un chiste buenísimo que me había aprendido, pero el día que lo intenté alguien me empujó afuera del círculo y, acercando su cara más de lo que me hubiera gustado, dijo con aliento de pan blanco pegado al paladar:

–Hey, esto es sólo para Tucanes.

Esa frase se repitió los primeros años de mi primaria cada vez que alguien entregaba invitaciones para fiestas de cumpleaños.

En cierto recreo vi la oportunidad perfecta para ser visto y reconocido por mis pares. Estaba sentado en una barda junto a la cancha y el balón rodó hasta mí como guiado por la providencia. Los Tucanes gritaban “bolita” y noté que, por primera vez, no se referían a mí sino al balón que tenía entre los pies. Mi cerebro generó un escenario épico en el que pateaba el balón de la forma precisa y en el ángulo adecuado para meter un gol en la portería contraria… al compartir sus planes con mi pierna ésta se entusiasmó demasiado y pateó lo más fuerte que pudo. El balón pasó por encima de la portería, luego de la barda de la escuela y nunca lo volvimos a ver.

De esta experiencia aprendí que:

  • Lo único peor que no jugar futbol es ser el niño que vuela el único balón en un partido empatado.
  • Más allá de todas las teorías del desarrollo de la personalidad y de los estudios psicopedagógicos, el tipo de adulto en que nos convertiremos está determinado principalmente por dos principios fundamentales: a nadie le gusta sentirse excluido y los niños son crueles.
  • Hay puntos fijos en la historia de cada persona en que la decisión más sencilla puede cambiar el rumbo de la vida o del mundo entero. Tengo la teoría de que si hubiera entrado a Los Tucanes sería contador, abogado o DJ y estaría casado con una compañera de la misma escuela, pero tres años menor.
  • A divertirme solo, a jugar canicas y tazos y a sacar libros de la biblioteca.
  • Que los niños inadaptados se juntan más por necesidad que por elección, pero terminan conformando los grupos más interesantes… y entonces tienen oportunidad de ser crueles con otros niños.
  • Que con el tiempo, muchos de Los Tucanes resultaron ser muy buenos tipos y algunos aún son amigos.

Sé que hay peores tipos de exclusión y no quiero minimizar lo que viven las víctimas de discriminación racial, de género, religiosa, de preferencia sexual o cualquier otro tipo… sólo creo que cuando eres un niño y tu universo es el patio, todo se ve a una escala distinta y lo trivial se vuelve fundamental. Supongo que todos –incluso Los Tucanes– tenemos historias en las que nos sentimos tan ajenos y fuera de lugar como Peña Nieto en la Cumbre de Líderes de América del Norte… pero ese sentimiento de incomodidad es necesario para encontrar ese lugar al que sí pertenecemos.

O tal vez sólo sigo enojado porque no me dejaron contar el chiste que había preparado. Era buenísimo.

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Chema Rosas
 (Ciudad de México, 1984) es bibliotecario, guionista, columnista, ermitaño y papa-de-sofá, acérrimo de Dr. Who y, por si fuese poco, autoestopista galáctico. Hace poco que incursionó también en la comedia.

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