Helter Skelter is coming down fast: The Beatles y un provinciano panza verde
Esteban Cisneros

Todos, dentro de la historia, tenemos puntos específicos en los que la tuerca da vuelta y la narrativa propia se dobla. Todo, dentro de la Historia, también, claro. Comienzo con una perogrullada, pero, epa, dame un poco de espacio para explicarme mejor. Todos, decía, vivimos hitos que solemos rememorar. Que intentamos capturar en fotos (spoiler: nunca se logra de verdad, aunque es un buen detonador de recuerdos; por eso no me esmero en fotografiar), en vídeos, con artefactos que nos transportan mentalmente. Tengo carpetas y cajas completas de esas pequeñas máquinas del tiempo en forma de boleto de cine, de póster, de tícket de taxi. Me preguntan por qué lo guardo todo y respondo que así funciono: me gusta dejar tras de mí un rastro de lo hecho y lo vivido; pero sólo un rastro, no un registro completo, para que mi cerebro no se confíe y recuerde bien. Me hago mapas, dejo miguitas a lo Hansel y Gretel para saber de dónde vengo y, con suerte, estar seguro de a dónde voy. Y, además, corro con suerte. Porque me tocó vivir en un tiempo en el que algunos de esos puntos clave de la historia personal no son necesariamente momentos, aunque sí. No son eventos, aunque sí. No son medibles, pero sí. Y es que esas vueltas de tuerca son canciones, empaquetadas en discos, que se quedan en el tiempo. Que pasan por distintos formatos. Y que, de cuando en cuando, regresan para recordarnos cosas; regresan para recordarnos porqués y para ayudarnos a adaptarnos para crear sentido. Que son un salvavidas para el día a día, carajo, que nos dicen claramente (y al oído) por qué vale la pena vivir. Y seguir.
Uno de estos marcadores definitivos en mi breve y casi insulsa existencia es The Beatles, el noveno álbum de estudio de los omnipresentes Beatles. Lanzado el viernes 22 de noviembre de 1968 (cincuenta años a la fecha de hoy, un jueves en 2018), es un álbum que en la historiografía pop es considerado importante por muchas razones: su portada, el abordaje de la música (en sentido contrario a la psicodelia, como muchos otros discos del mismo año), su grabación en ocho canales, sus abultados números de venta y la variedad estilística en treinta canciones de un grupo que parecía equivocarse muy poco. Justo en este sentido es también un punto a estudiar en la historia Beatle: el grupo, en un ambiente tenso y volátil tras varios años de trabajo conjunto, estaba en un proceso de mutación –etapas, le llaman algunos clavados– estilística (adiós, uniformes de cualquier tipo), musical (siempre en busca de la Siguiente Cosa Grande), ideológica (chau, Maharishi; chau, LSD), sentimental (Yoko, Francie Schwartz, incluso la relación Lennon-McCartney) y hasta comercial. Nuestros liverpudlians favoritos se encontraban inmersos en una extrañísima vorágine creativa-vital en la que fueron, al mismo tiempo y con (casi) las mismas ganas, ejecutivos disqueros, mecenas artísticos, vanguardistas ortodoxos, revolucionarios de sillón (y de cama), hombres de negocios, vendedores de ropa y pulserillas, directores de orquesta, experimentadores electrónicos, folkies puristas, rocanroleros de vieja escuela, teóricos pop, salvajillos ilustrados y espiritualistas de cuatro acordes. Y todo, o así parece, por el hastío de ser Beatles.
Irónicamente, el doble LP se titula The Beatles. Es pura Historia. Pero sabemos que ese ente lo conforman las historias, con minúscula. Y decía (¡digresión, Holden Caulfield!) que este álbum, el blanco, es un marcador en la mía personal. Que es un artefacto que podrían ponerme en un altar de muertos cuando me vaya (aunque nunca he seguido la pintoresca tradición), que me hizo querer tomar una guitarra de una vez por todas y marcarme aunque fuese tres acordes (a veces no se necesitan más), que me hizo ponerme a escribir (aunque fuesen retruécanos imbéciles, aunque fuesen sensiblerías de puberto) y que detonó de una vez por todas esa ansiedad, esa curiosidad, esas ganas de vivir que por ahí estaban escondidas en mis entrañas pero el miedo y la inseguridad y los más babosos prejuicios tenían acorraladas; fue un romperlo todo. Fue, digámoslo así, mi 1968.
Fue mi primera revolución. Y, bueno, tú lo sabes, we all want to change the world.
II
Cuando, a finales de los 90, me obsesioné con la música por primera y última vez (porque la tara sigue), una de mis grandes fijaciones fue el “álbum blanco”. Lo fue incluso desde antes de escucharlo por primera vez. Había algo de único y fascinante en él.
Me obsesioné temprano con los Beatles, eso lo sabe todo mundo. Y en una era pre-Internet, había que ir de caza aquí y allá para conseguir información, discos, vídeos, experiencias. Me hice de mi colección de discos desde temprano. Los escuchaba y estudiaba con las ganas que tiene un chaval provinciano de un mundo (aunque fuese imaginario) más colorido y emocionante. Dediqué muchísimas horas tirado en el suelo de mi habitación realmente pequeña a escuchar y reescuchar e interpretar: ya intuía lo importantes que resultan los detalles y me clavé en la textura. Porque a mediados de los 90 en el gris León clasemediero, los Beatles eran la cosa más explosiva del mundo y no iba a dejar de ver ni escuchar una sola cosa que se tratase de ellos.
Así, fui estudiando disco a disco. El Yellow Submarine me remitía a mi infancia; el churrigueresco Pepper me intrigaba, pero me parecía enmarcado en una época que mis tíos idealizaban y que yo no lograba entender aún; era el disco que siempre me mencionaban cuando se referían a mi nueva musicofilia. Me costaba trabajo formar mi imaginario desde allí, lo sentía bonito, pero ajeno. La Anthology 1 (que entonces era la única que había salido) me hablaba de tiempos remotos, en monoaural, en los que los Beatles vivían en un mundo en sepia o blanco y negro, vestían trajes sin cuello idénticos y tocaban rápido y con armonías vocales a lo Everly Brothers; me gustaba porque había un cierto misterio démodé. Help! me parecía lo más eufórico del mundo y le daba vueltas y vueltas a una copia en CD que terminé por desgastar. A Hard Day’s Night era entonces mi álbum, porque lo había comprado en cassette con mis ahorros en un supermercado en una visita a los abuelos en Irapuato y estaba en mi derecho de llamarlo favorito. No había comprado Revolver ni Rubber Soul, pero conocía buena parte de su contenido gracias a la caja de los Beatles que salió en México en Reader’s Digest…
Pero el álbum blanco era misterio puro: lo veía sentado en un estante de discos compactos en el supermercado que frecuentábamos (mi familia para hacer la compra, yo y mis panas para –¡qué vergüenza!– robar cassettes vírgenes para grabar canciones de la radio o para intercambiar música con los otros locos del ruido). Era como una pieza de arte en un tiradero de chatarra: brillaba, impactante e impoluto, entre fotografías de cantantes y portadas de colores noventeros, entre discos de rock clásico que nadie compraba entonces y que se veían deslavados e incluso destacaba entre todos los otros discos y cassettes de los Beatles que estaban en ese rincón de la tienda, cuando los supermercados aún vendían discos: era como una Piedra de Rosetta que había que descifrar. Pero también era como aquella Playboy con Cindy Crawford en la portada, un oscuro objeto del deseo que necesitaba poseer para poder conocer ciertos secretos. Era, por decirlo así, un portal a lo más profundo de mi imaginación. Y pocas cosas me importaban más.
Además, los títulos en la contraportada (también blanca, un color que jamás ha sido mi favorito pero que en ese pedazo de plástico era más expresivo que un Van Gogh) eran lo que sigue de estimulantes: “Back In The USSR”, “The Continuing Story of Bungalow Bill”, “Happiness Is A Warm Gun”, “Why Don’t We Do It In The Road”, “Yer Blues”, “Everybody’s Got Something To Hide Except Me And My Monkey”, “Sexy Sadie”, “Helter Skelter”, “Savoy Truffle”. De la lista –¡de treinta tracks!– solo conocía dos: “Ob La Di, Ob La Da” y “While My Guitar Gently Weeps”. Y también “Revolution”, pero sin el 1 y el 9.
Ahorré por meses. Y, cuando llegó el día, fue un acontecimiento. Lo recuerdo como un día de ansiedad, de agujero en la panza verde, de intuición de que algo importante podría ocurrir. Pagué por el CD y sentí como crecía en ese momento, fue una especie de rito de iniciación. Le di varias vueltas al disco esa tarde, encerrado en mi cuarto, en un ensimismamiento idiota pero iluminador. Intenté comprender todos los mensajes, pero sólo había más interrogantes. Había abierto una caja de pandora: el poster interior, las letras (de bobas a crípticas, de chocolates a poesía) impresas que seguí palabra a palabra, la cubierta blanca, los sonidos, los detalles sonoros que el CD me permitía ir descubriendo escucha tras escucha, las tonadas, las voces, las guitarras, la batería (casi siempre) de Ringo, el muchísimo aire que respiran las canciones.
Cuando llegué a “Good Night”, estaba temblando de excitación. No había entendido muchas cosas, pero el piquete de adrenalina había ya sucedido. Creo que desde ese momento entendí que no había marcha atrás: esta era mi vida y yo iba a hacerlo a mi manera. Con música, siempre.
III
Todos conocemos el “blanco”. A todos nos gusta. A unos más que a otros, claro, pero nadie reniega de él. Nadie que yo conozca al menos. A George Martin, por ejemplo (y porque la vida es horrible), nunca lo conocí.
The Beatles, dos elepés de puro desmadre, es el álbum en el que el grupo alcanzó su cúspide, su completa libertad; los dos discos lo abarcan todo en casi todo sentido. Aquí escuchamos a cuatro artistas ya sin el corsé de ser los Beatles ni la banda del Sargento Pepper ni nada más; puede resultar paradójico, pero el hecho de que fuese un disco en el que las cuatro individualidades se separaron por fin (y dejaron de ser ese ente tetracéfalo carne de cartel greñudito y encantador) potencia la música. Porque nadie le debe nada a nadie. Porque cada uno está en su elemento y el punto es llevar las canciones al límite. Si va a ser un pastiche, que lo sea hasta sus últimas consecuencias; si va a ser una canción heavy, que el baterista chille porque se le hicieron ampollas en las manos. Es un disco con una cohesión a prueba de balas, a pesar de que es un rompecabezas que, al principio, parece imposible y hasta chocante. Pero cuando encajan todas las piezas, algo sucede, casi podría decir que es magia. Y no hablo de que el álbum funcione sólo como la suma de sus partes: algunas de las mejores canciones de los Beatles están aquí. Eso quiere decir, más o menos, que algunas de las mejores canciones de todo el pop están aquí.
En el álbum blanco está la euforia de A Hard Day’s Night y la languidez de Beatles For Sale; la ligereza feliz de Help! y la experimentación arrogante de Revolver; quedan algunos ecos de psicodelia pero, como en todo final de fiesta, suenan más a resaca y desesperación. Es el disco en el que los Beatles son más vulnerables y casi se rompen (o de plano se quiebran en pedazos, dirán algunos con razón) pero también donde lucen más fuertes, como un boxeador peso pesado en anfetaminas que sabe que va a arrasar, y así se incendie la arena él tiene todas las de ganar.
En Pepper, Macca quería que los Beatles se disfrazasen de alguien más para que la creatividad no se parase. Acá no hacía falta: los Beatles dejaron de ser los Beatles para volver a serlo. Se rompen todos los esquemas: Lennon se pone melifluo, McCartney quiere tronar oídos, George sienta las bases para su obra maestra (que saldrá dos años después, casi a la fecha), Ringo compone y los demás lo consecuentan. Se habla de Pepper como su disco de más complejidad, pero el blanco se lo lleva de calle. El listado de músicos de sesión es gigante – entre ellos un Eric Clapton en estado de gracia. El álbum está repleto de pequeños detalles que lo hacen grande: es sobrecogedor ponerse los audífonos y escuchar la complejísima coda de “Dear Prudence”, el arreglo de metales de “Martha My Dear”, el violín ranchero de “Don’t Pass Me By”, el finger-picking donovaniano de “Julia”, las capas de guitarras en “Yer Blues”, “Me And My Monkey” y “Helter Skelter”, la orquestación de “Good Night” o la completa locura (y genialidad) sonora que es “Revolution 9”. Momentos como la línea que canta Yoko en “Bungalow Bill”, la copa que vibra en “Long Long Long”, el sonido de disco de 78rpm en “Honey Pie” o el llanto gemelo de la voz de George y la guitarra de Clapton en la coda de “While My Guitar Gently Weeps” son únicos en todo el catálogo de los Beatles. Un catálogo que, con cada año que pasa, parece más sólido e importante.
The Beatles es una constante tensión entre un “get back to where you once belonged”, un retornar a las raíces que se dio en todos lados en el ’68, y el avant-garde militante de la izquierda exquisita, los estudiantes con puño en alto y los artistas multidisciplina. La portada es lo mismo de un cinismo proto-punk hamburgués que de una finura de ceja-alzada de galería de arte londinense (Richard Hamilton, diseñador de la cubierta y del poster interior, hizo un trabajo perfecto). La música es idiosincrásica y divertida, es una declaración petulante de superioridad y, al mismo tiempo, se toma poquísimo en serio. Es un álbum hecho en una época de tensión (en el mundo real y en el mundo Beatle, que corren paralelos) y de rompimientos y que suena precisamente a eso pero, poseído por el espíritu del pop, es bailón y cantable y pegadizo y hasta ligero. Hay que tomar en cuenta en este punto que fue escrito en su mayor parte en un ashram en la India, en un retiro de meditación trascendental, libres de occidente y de drogas y de presiones, pero es un álbum juguetón – contrario a lo que escribió, por ejemplo, Mike Love en el mismo lugar y en la misma situación.
La hechura del álbum blanco es única desde su concepción. Fue la primera vez que los Beatles se juntaban a grabar demos acústicos de las canciones (las ya míticas sesiones de Kinfauns, en Esher), que se dividieron en distintos estudios, que George Martin se fue de vacaciones a mitad de la grabación, que entraban las esposas a cantar y a dar opiniones. Y se nota: es una anomalía en la discografía Beatle. El único en el que no están en la portada (en foto o caricatura). El único doble. El único que contiene una no-canción. El único que tiene dos pares de tracks con título gemelo. El único disco Beatle que contiene una canción con una palabrota (Lennon le dedica un expletivo muy liverpudlian a Sir Walter Raleigh). Etcétera.
¿Quién se une a otra sesión de escucha del “blanco”? Yo pongo el disco, tú abre la botella o prende el cigarrillo. O solo siéntate a escuchar. O baila. O canta. Conmigo.
IV
Conmemoré el día del cumpleaños 50 de The Beatles como si fuese la victoria de los Macabeos sobre los helénicos o el onomástico de mi abuela, matriarca de una familia de cientos. Hice una fiestita particular y no invité a nadie. Como hace veinte años, cuando fui a aquel supermercado que hoy ya no existe (es una pista de patinaje, creo) con mis ahorros en los bolsillos a comprarme mi primera copia del álbum blanco, esperé a estar solo para poner el disco. Y, aunque hay ediciones nuevas y aunque lo tengo en distintos formatos y presentaciones, puse aquel viejo CD. Cuántas cosas han pasado en veinte años. No: cuántas cosas han pasado en cincuenta. Cuántos años más voy a contar. Cuántos años más va a contar la humanidad. Cuántos momentos así, como ese de quitar el celofán al disco doble, sacar el CD1, ponerlo en la charola del estéreo y dar play; cuántos momentos así, como ese de recordar; cuántos momentos así, como este de escribir, tras darle varias decenas de vueltas a The Beatles en apenas unos días, sobre un disco que significa mucho para una vida insignificante. ¿Qué nos espera? ¿Cuántos álbumes así faltan por escucharse? ¿Cuántas vidas van a ser trastocadas irremediablemente por una colección de canciones?
Qué suerte haber vivido en la época de los Beatles. Porque, aunque no existen desde hace casi medio siglo, van a existir siempre. Sí, la contradicción. La paradoja. Lo que hace que el mundo gire. Cuya esencia, por cierto, está en el álbum blanco. Escúchalo bien la próxima vez. Escúchalo. Hoy mismo.
Hoy mismo. Vamos.
C/S.
Noviembre de 2018
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Esteban Cisneros (León, Guanajuato) es panza verde, músico de tres acordes, lector, escritor, dandi entre basura. Cuanto sabe lo aprendió entre surcos de vinilo y vermú y los Beatles. Está convencido de que la felicidad son los 37 minutos que dura el primer disco de Dexys Midnight Runners. Procura llevar una toalla a todos lados por si hay que hacer autoestop intergaláctico.