Muerte y entierro de la mujer de Pablo Otaola
Néstor Pompeyo Granja J.
A Sibila de Villa, quien ignora que existo.
El 26 de marzo de 1984 falleció la esposa del profesor Pablo Otaola: un obstinado cáncer devoró sus senos y la condujo finalmente al cese de la existencia. Ajeno por convicción a toda costumbre religiosa, el profesor Otaola dispuso una modesta ceremonia fúnebre a la que sólo acudieron unas pocas amigas de la difunta mujer. Por lo demás, el profesor y su esposa estaban solos. Madrid les había ofrecido estabilidad económica por vía de la Universidad Complutense a cambio de abandonar las escasas raíces que la pareja conservaba en Santiago de Chile. El trato parecía justo y, por eso, dos años atrás decidieron aceptarlo. Puesto que no tenían hijos, y dado el carácter huraño que impedía al profesor intimar con otras personas, nada relevante ocurrió desde su arribo a España, hasta que el 26 de marzo de 1984 falleció la esposa del profesor Pablo Otaola.
Imaginar la propia condición de fenecido es inasequible para el ser humano, pensaba sin asombro el viejo profesor. A sus sesenta y ocho años estaba convencido de que el hombre precisa de referentes para dar cuenta de su existencia, y se ceñía a la certeza de que dicha consciencia se extingue en el momento en que se apaga el último de los sentidos. Otaola se sentía más vivo que nunca: acaso el dolor que lo sofocaba en su luto era la más poderosa de todas las sensaciones que hasta entonces había experimentado. Lo asaltó una cohibida sonrisa. Pensó que su esposa había elegido un buen día para morir —el sol en alto, ninguna nube a la vista— y después lo aterró la idea de que ahora ella había transmutado en la nada. Sintió angustia. La imagen del vacío absoluto rebasaba todo lo que él era capaz de concebir. El silencio del velatorio al atardecer acogió sus pensamientos, hasta que por fin la oscuridad asomó reverberante en las pupilas acuosas de Otaola. Quiso entender la nada, y en la nada se le fue la noche.
El 27 de marzo de 1984 la señora de Otaola partió en exiguo cortejo hasta el cementerio de Aravaca. Durante el trayecto alguien mencionó la palabra “camposanto”, a lo que el profesor esbozó, como en acto reflejo, una mueca de disgusto. Nunca había comprendido el porqué de semejante sustantivo: ¿qué tiene de santo —si se acepta que la santidad existe— un lugar que es depositario de la inexistencia? En el mejor de los casos se le podría considerar monumento a todos aquellos que alguna vez fueron y que ya no serán jamás; sosegado sitio con aroma a melancolía de millares de historias apagadas, silenciosas, que sólo la brisa recoge en ocasionales ecos para llevarlas a quienes tienen la tozudez de querer escuchar lo que no existe. Mejor el endeble consuelo del mito religioso que la helada realidad de la ausencia total, pensó Otaola al contemplar las cruces erguidas sobre tumbas por toda la superficie del cementerio. Miró de reojo a un grupo de mujeres que balbuceaban una letanía, y dejó escapar un resuello de sus pulmones.
El golpeteo del viento era recurrente, como si quisiera susurrar al oído del profesor la recomendación de elevar una plegaria, pero él no escuchaba. Contempló con parquedad cada detalle del sepelio y luego esperó a que los pocos asistentes se retiraran del lugar. Se encontró solo, rodeado de algo que desconocía por completo y que lo precedía por mucho. Tuvo la sensación de ser un intruso; pudo notar en cada una de sus respiraciones la soberbia acumulada de toda la humanidad, y avergonzado inclinó la cabeza. Las lágrimas encontraron camino en las mejillas surcadas del viejo.
Una semana después del entierro, Pablo Otaola regresó a sus actividades como catedrático en la Universidad. Nada relevante ocurrió en su vida hasta que el 8 de abril de 1988 un infarto cardioembólico tuvo la imprudencia de interrumpir una de sus clases. El profesor se desplomó frente a sus estudiantes a mitad de una disertación sobre la idea platónica de la separación del alma y el cuerpo. Lo que ocurrió con Otaola después de su sepultura el 9 de abril de 1988, nadie lo sabe.
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Néstor Pompeyo Granja (San Luis Potosí, 1984) es psicólogo de profesión, apicultor y apóstol por convicción. Labora en el ámbito de la educación universitaria y ejerce la psicoterapia. Tímido escribidor y hacedor de canciones. Cree fervientemente en la música, en los adolescentes y, por sobre todas las cosas, en Arthur Rimbaud. Está convencido de que la Tierra es hueca.