viernes. 19.04.2024
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No hay lugar como el hogar

Gabriela Lemus Ruiz

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No hay lugar como el hogar
No hay lugar como el hogar

Dicen que no hay en el mundo lugar más hermoso que donde se ha nacido, pero yo nací en Michoacán. En una tierra donde el culto por el maíz permanece infatigable, ya más por la fuerza de la tradición que por subsistencia.  La vida sigue girando en rededor del ciclo agrícola; rituales de profundo sincretismo tienen lugar en los cerros (cada vez menos porque desaparecen consumidos por las necesidades de grava, arena y tepetate para la alta demanda de nuevas construcciones).

En las milpas se puede ver un nuevo tipo de campesino que anda en cuatrimoto por las mismas sendas que apenas un par de décadas atrás atravesaran caballos y burros. Siembran semillas modificadas y queman con pesticidas el suelo, antes de que el zacate y las malas yerbas siquiera se atrevan a brotar de la tierra. Fertilizan abundantemente porque de lo contrario, la caña no da ni huitlacoche, todo financiado por miembros de la familia que trabajan en EE.UU.

La cantidad que se obtiene de una milpa por cosecha de maíz es irrisoria, por lo que muy pocos la venden; se utiliza principalmente para la elaboración de platillos tradicionales. Las familias dejaron de depender de lo que daba la tierra y comenzaron a vivir del dinero que los migrantes envían.

Cruzar la frontera, ganar mucho dinero, hacerte una casa al estilo gringo y comprarte un carro deportivo, se ha convertido en el mantra de los jóvenes, que al cumplir los dieciocho años se aventuran en una suerte de ritual moderno, a que el norte los haga hombres.

Imperan las redes de visas para trabajadores que más bien se dedican a la trata de personas. Por el precio de 3 000, 4 000 o hasta 8 000 dólares se puede obtener un pase directo hasta el otro lado, y después de trabajar por un sueldo simbólico (porque, claro, la esclavitud es ilegal) como jornalero por algunos meses, se puede obtener la libertad para desplazarse a otros lugares. Generalmente consiguen trabajar en construcciones o plantas eléctricas, bajo un régimen de discriminación y, sobre todo, de miedo.        

Acá la tierra ya es insostenible, debes gastar mucho para sembrar y lo que obtienes después de la inversión de dinero y esfuerzo no vale la pena; diríase que se siembra por nostalgia.  El lugar donde nací y crecí, contrario a la gran parte del territorio michoacano, es seco. Sólo se siembra en temporal, con las lluvias del verano, que a veces son abundantes y a veces nulas, como cortesía del cambio climático.

El entorno se ha modificado de forma dramática; grandes casas estilo californiano han llenado las calles, se imita la decoración, el vestir y el estilo de vida de las series televisivas. Vivir en Michoacán es como vivir en una especie de irrealidad: la vida ordinaria se ve salpicada de sangre todos los días, y en momentos no se distingue si es  verdadera, o pintura que te lanzan al escenario.

Se debe saber todo lo anterior para entender el acontecer cotidiano de Michoacán, donde la gente habla de los descabezados que aparecen colgando de los mezquites, del montón de miembros humanos que se encontró alguien por el camino, de los actuales desaparecidos; de esa gente que tiene trágicos accidentes o ajustes de cuentas. Las tardes del pueblo se llenan de novenarios y las personas, de miedo.

Mi abuela decía que los problemas no llegan a tocar la puerta de los hombres honrados, pero ella no sabía que la honradez se muere de miedo. Nadie sabe quién, ni cómo, ni por qué, pero un día el mal llegó y ya no se fue nunca.

De niña me contaron historias sobre tiempos lejanos, cuando los Chinacos pasaban por los ranchos saqueando, y cómo se inventaron sonidos de flautas de carrizo para que los centinelas dieran aviso de su llegada y todos pudieran esconder las cosas de valor (dinero, frijol, muchachas y tortillas). Pero ya los abuelos están muertos y nosotros somos tan cobardes que si no nos matan, nos vamos a morir de la vergüenza. ¡Se estarán revolcando en sus tumbas! En algún momento algo salió mal y se jodió todo.

Antes de largarse, el cura dijo que el rancho no tenía salvación, que todos estábamos condenados. Las señoras rezaron, los políticos prometieron y los muertos siguieron cayendo como fruta madura.

Vinieron los militares y torturaron, robaron, mataron. ¡Todo en nombre de la justicia! Porque la justicia siempre se carga a los jodidos. Se tuvo que comprar más terreno para ampliar el panteón. Todos enloquecieron; las muchachas se volvieron putas, los muchachos drogadictos y las calles, cantinas. Después más narcos, ya no se sabe ni de qué cártel, o si realmente lo son, y no güeyes cualesquiera con pistola ¡No se puede confiar en nadie, es su máxima! Y para confirmarla matan a todo sospechoso; el problema es que todos lo parecemos. 

No hay buenos ni malos, sólo dinero, más dinero y la indiferencia del mundo rebosante. Después hay celebraciones, algunas pesquisas, informes y ruedas de prensa.

Michoacán está en paz.

¡En paz descansemos todos!

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