Música sin violines. Hauntología, música de máquinas y el encanto mineral de lo inanimado
Héctor Gómez Vargas

Yo existo en los mejores términos que puedo
El pasado es ahora parte de mi futuro
El presente, inalcanzable
El presente, inalcanzable
Corazón y alma, uno arderá
-Ian Curtis, Heart and Soul, Closer.
Primero
La música de los setenta parece pertenecer a un pasado muy lejano. Tan lejano que culturalmente parece algo de la prehistoria. Así sucede con la cultura musical contemporánea, y en la cultura en general, acostumbrada a actualizarse de continuo como si tratara de una aplicación digital. Si uno habla o escucha música de los setenta parece una persona atrapada en esa década y que retorna más por cuestiones de nostalgia. O como aquellos que no crecieron en esa década, pero la extrañan y creen que debieron haberlo hecho en esos tiempos. Cuestiones de ajustes y desajustes entre la historia, la cultura y la tecnología con la historia personal.
La pregunta que me hago es el por qué es importante retornar o conservar la atención a la música de los setenta en específico y la respuesta que me doy es porque hay un vínculo estrecho con el presente. Un vínculo que no es claro en un primer momento, pero que puede revelarse cuando sucede como lo que propone Mark Fisher en su libro Los fantasmas de mi vida, cuando uno encuentra que cierta música de los setenta parece tener una vigencia en el presente, o más, cuando se revela que su verdadera vigencia y pertinencia no fue en el pasado, sino en la actualidad, aquella música que se escribió para su futuro, y su momento, más bien, era como una especie de pasado.
En 1939 Walter Benjamín escribió el ensayo “Sobre algunos temas en Baudelaire”, en donde abordaba sobre el tipo de lector de las poesías de Charles Baudelaire, y, para Benjamín, ese “lector fue concedido en el porvenir”. Benjamín iniciaba así su ensayo:
Baudelaire contaba con lectores para quienes la lectura de la poesía lírica presentaba dificultades. A estos lectores está dirigido el poema introductorio de Les fleurs du mal. Poco podrá hacerse con su fuerza de voluntad y su capacidad de concentración; ellos prefieren los placeres de los sentidos; conocen el spleen que liquida el interés y la receptividad. Es extraño encontrarse con un poeta que se rija según este público, el más ingrato. Pero ciertamente, hay para esto una explicación disponible. Baudelaire quería ser comprendido: dedica su libro a aquellos que se le parecen.
Es posible ver en lo que expresa Benjamín esa actitud moderna que inauguraba Baudelaire en la poesía un gesto creativo que ha estado presente en la cultura musical contemporánea desde hace algunas décadas porque hubo músicos que crearon su obra como sucedió con Baudelaire, a quien, en conformidad con Benjamín, su real “lector fue concedido en el porvenir”. El real impacto de la música de los setenta no fue en su propio tiempo, aunque pudieron tener un éxito impresionante, sino ahora, en estos tiempos, y no necesariamente por cuestiones de ingresos económicos, sino porque hablaron de su futuro, del presente actual, y el acceso a su obra es mucho mayor ante la cultura de las plataformas y del streaming por la cual es posible localizarla.
El historiador francés, Michel de Certeau expresaba que el historiador dialoga con los muertos, explora ese espacio de ausencia que han legado, y afirmaba que “los fantasmas se meten en la escritura, solo cuando callan para siempre”. El asunto es que escuchar y escribir sobre la música de otros tiempos, aunque quienes la crearon y quienes la escucharon no hayan muerto, manifiesta a una cultura musical de corte espectral, espectros y ruinas de otros tiempos que permanecen, a diferencia de lo se había creído: el pasado quedó atrás, como se piensa que sucede con la música de los setenta. Pero eso no fue. No ha sido. No lo es hoy en día.
Como sucedió con la fotografía, el fonógrafo, la radio, el cine, la televisión, la tecnología creo
al espectro que habitó en la cultura de masas y que hoy invade la cultura digital, la condición cultural transmedia. Hoy estamos poblados de fantasmas y de sus fantasías, y eso es normal.
¿Lo es?
Segundo
Nuestra relación con la música de los setenta ha sido de corte espectral: algo había muerto, a pesar de que pudimos haber estado ahí cuando sucedió. Es como lo que comenta Simon Reynolds en la introducción de su libro Postpunk: “Cuando comencé a escuchar a los Sex Pistols y demás, en algún momento a mediados de 1978, no tenía ni la más mínima idea de que todo eso ya estaba oficialmente ‘muerto’”.
Reynolds menciona algo que llegaría a ser una tendencia de quienes comenzaron a escribir sobre la música de rock a mediados de los setenta: el reconocimiento de que se había llegado tarde y no se había estado en el lugar adecuado. A diferencia de los primeros críticos, a finales de los sesenta y de los inicios de los setenta, que habían escrito sobre sobre lo que estaba sucediendo, lo que se estaba creando bajo y alrededor de la cultura del rock, ahora había que trabajar con lo que ya había sucedido, con lo que acontecía a partir de eso que había sido creado, aquello que tocaba deshacer y re hacer varias veces, y en ocasiones en simultáneo durante los últimos años de los setenta y los inicios de los ochenta, porque en unos cuantos años habían pasado muchas cosas. No sólo la música era otra, el mundo, la tecnología y las personas estaban en un cambio radical, y por ello se puede contemplar dos o más eras en la misma década de los setenta. En su ensayo, “No más placeres”, Mark Fisher dice sobre la primera vez que escucho a Joy Division:
No escuché a Joy Division hasta 1982. Así que, para mí, Curtis siempre estuvo muerto. Escucharlos por primera vez, con catorce años, fue como ese momento de En la boca del miedo de John Carpenter en que Sutter Cane obliga a John Trent a leer la novela, la hiperficción en la que está inmerso: toda mi vida futura, comprimida con fuerza en esas imágenes sonoras. Ballard, Borroughs, el dub, el disco, lo gótico, los antidepresivos, los psiquiátricos, la sobredosis, las muñecas cortadas. Ni siquiera ellos comprendían lo que estaban haciendo. ¿Cómo demonios iban a comprenderlo?
“Ni siquiera ellos comprendían lo que estaban haciendo”. Uno puede leer sobre Joy Division, y en particular sobre Ian Curtis, e incluso sobre New Order, la formación que continuó después del suicidio de Curtis, como es caso del libro colectivo Joy Division. Placeres y desórdenes, y queda manifiesto la fuerza de su obra, tan fuerte que sabían que era una ruptura, una diferencia con lo que se había hecho, aunque no tenían claro de qué estaban haciendo porque su público estaba en el porvenir, como fue el caso de Fisher o de otros de sus contemporáneos que los conocieron años después de su desaparición como grupo. Es posible pensar que hoy en día el impacto de Joy Division, y la figura de Curtis, se ha ampliado más que cuando se dieron a conocer a finales de los setenta, e incluso en el comienzo de los ochenta cuando la economía neoliberal dio un golpe brutal a la vida de las personas bajo las figuras de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Ese mundo que se venía encima y que hoy es, fue el mundo de las canciones de Joy Division, y la sensibilidad y experiencia de sus canciones, son parte de la personalidad colectiva.
Tercero
¿Dónde está el equivalente de Kraftwerk en el siglo XXI?
Mark Fisher, Los fantasmas de mi vida.
La cultura contemporánea no puede entenderse sin los fantasmas y espectros de los diversos pasados que ha traído la tecnología digital. Cada momento de la música de rock ha sido posible porque ha recuperado un sensorium que proviene de una forma arcaica, y esto ha sido posible por la tecnología, su desarrollo histórico, su evolución, y la manera que se disuelve y construye la sensación de estar en el presente. Por ello es necesario de hablar de la música de las máquinas.
Música de máquinas. No la música que se hizo con máquinas en la década de los sesenta, sino la música que comenzaron a hacer las mismas máquinas cuando la tecnología proveniente de la cibernética, como parte de la exploración y creación de músicos y formaciones musicales en los inicios la década de los setenta. Este paso no fue cualquier cosa. Mercedez Bunz lo ubica como el cambio de una teoría de la comunicación y que lo ilustra con la propuesta de McLuhan de la tecnología como extensiones del hombre. Mientras la música era creada con guitarras, pianos, y teclados eléctricos fungían como extensiones de músicos para crear ambientes sonoros, con la música que comenzó a aparecer mediante la programación de computadoras conectadas a instrumentos musicales, lo que sucedió es que los músicos comenzaron a actuar como si fueran extensiones de las máquinas, como fue el caso de algunos grupos alemanes, en particular de Kraftwerk y su intención de crear la música del futuro a mediados de la década de los setenta.
Para algunos críticos la música que se creó en la segunda mitad de los setenta manifestó hacia dónde se dirigió la cultura musical, el giro que tendría ante el vuelco que comenzó a tener la economía y la política, al igual que la industria musical y los medios de comunicación, en su carrera hacia el final del siglo XX. El tránsito del glam y del progresivo marca parte de ese cambio con la irrupción del punk y su impulso de revuelta. Pero más que ese retorno al golpe de la realidad, fueron otras las vías para encontrar la trama sonora del nuevo entorno emocional y estético que devendría y sería una realidad generalizada al comienzo del siglo XXI, y en ello hay una atención hacia la cultura europea del este. Algo que se venía formando desde finales de los sesenta, pero que no estaba ni formaba parte de la escena principal de la música, un liguero ruido que comenzaba a sonar y que estaba formando el sonido de las décadas por venir, en mucho debido a la música de las máquinas y a su estética fría y ambiental. Tres breves imágenes de ello.
En la introducción de su libro Future Days, David Stubbs habla de la corta vida del krautrock, un movimiento musical alemán que no alcanzó a tener una manifestación estable dentro y fuera de su país, y que sin embargo ha estado presente dentro de la escena musical. Dice que su defunción “pasó desapercibida en medio del paroxismo de la prensa punk, o quedó camuflada por los secuenciadores supersónicos de ‘I Feel Love’ de Donna Summer y el surgimiento de la música disco”, y, con todo, su influencia ha sido enorme. Dice Stubbs que sin el krautrock, “el hip hop, el techno, el electropop, el ambient y el post-rock tal vez no se hubieran desarrollado”. La presencia y trayectoria de Kraftwerk es parte de ese impacto de la música alemana que experimentó con sonidos ancestrales de su pasado y los traslado a las máquinas, y su impacto no solamente fue en la música hecha con la electrónica, sino con otra música como la música espectral del disco del Balanescu Quartet, Possessed.
A mediados de los setenta, David Bowie se marchó a Berlín, al Berlín de Walter Benjamín, con miras a encontrar en sus atmósferas ruinosas y venidas a menos, en sus suburbios y escenas subterráneas, el ritmo de lo que estaba llegando, de lo que está por emerger, pero no termina de hacerlo. Es el periodo que marca su ruptura con los discos de los primeros años de los setenta, entrañables y enigmáticos, pero igualmente que actuó como el umbral para atravesar algo que llegaría a ser parte del futuro de la música. Con el trabajo en la producción de Brian Eno, ese músico que igualmente creó los sonidos del cierre del siglo XX, Bowie produjo tres discos que no encontraron su lugar en sí mismo ni con su público de la época, como fue Station to Station, Heroes y Low. Como lo que sucedió con parte del movimiento del krautrock, la experiencia de la Alemania de la segunda mitad, pero igualmente del pasado lejano de la antigua Alemania, permite traer de diversos pasados algo que parecía nuevo, que permitía ingresar a algo nuevo para el futuro de la música. El anuncio de que en mayo del 2019 Philip Glass completará, después de más de dos décadas de haberla iniciado, la trilogía de sus sinfonías basada en los tres discos de Bowie con Brian Eno, es parte de ese movimiento de que el futuro es lo que puede manifestar lo que en realidad Bowie estaba creando en el pasado.
En el prólogo del libro Joy Division, placeres y desórdenes, Fruela Fernández habla de lo que ha sucedido en la ciudad de Manchester desde la muerte de Ian Curtis, en los usos actuales de la música que emergió en un terreno que era la marca del “borde sanitario” de la ciudad, la “frontera de lo marginal, de lo delictivo, de lo distinto”. Dice:
Aquello que se situaba fuera del espacio urbano legítimo es ahora su pleno centro, en un sentido físico y metafórico a la vez; por eso la compañía de tranvías de Manchester puede anunciar sus obras de ampliación jugando con un verso de Joy Division que, en algún momento, fue aterrador: “El amor nos separará, pero esta nueva línea va a unirnos”.
Las transformaciones en la ciudad de Manchester que sugiere Fruela Fernández, como las que señalo en su momento Walter Benjamín sobre el París de Baudelaire en el siglo XIX, son una imagen de lo que ha pasado con la sociedad con el paso al siglo XXI en el mundo, eso que llama Fisher, “realismo capitalista” y que se refiere a las transformaciones contemporáneas del capitalismo la idea de que no hay otra alternativa, de que su realidad se convierte en lo “extrañamente familiar” (unheimlich), y lo siniestro como parte de los placeres de la vida. Para Fisher, la importancia de Joy Division en la actualidad se debe a que captaron el espíritu depresivo de estos tiempos, porque al escuchar su música “tienes la impresión inevitable de que el grupo, en su catatonia, estaba canalizando nuestro presente, su futuro”. La música de Joy Division manifiesta la disposición emocional de las personas en la actualidad, y que se manifiesta en el “encanto mineral de lo inanimado” de sus canciones, de eso que los hizo distintos a otras manifestaciones musicales en el pasado: en su música no había violines. Dice Fisher:
Lo que distanciaba a Joy Division de todos sus predecesores, incluso de los más sombríos, era la ausencia de una causa, de un objeto para su negatividad (por eso se trataba de negatividad y no de simple melancolía, que siempre había sido un deleite aceptable y vagamente sublime para los varones). Desde sus inicios (Robert Johnson, Sinatra), el pop del siglo XX ha estado más unido a la tristeza masculina (y femenina) que a la euforia. Sin embargo, tanto en el caso del bluesman como del crooner existía, al menos en apariencia, una razón para el lamento. Dado que el dolor de Joy Division no tenía causa específica, cruzaba la línea que separa el azul de la tristeza (del blues) del negro de la depresión; entraban en el desierto y los terrenos baldíos donde no hay alegría ni pena. Ningún afecto.
Si la música de los setenta parece muy lejana en el tiempo, muy distante a lo que hoy sucede, o parece suceder, ¿la música de Joy Division parece muy distante? Un día un amigo más joven que yo entró a mi oficina y me preguntó qué música estaba escuchando. Cuando le respondo que New Order, su reacción fue decir: “Música viejita”. ¿Suena a música viejita? Joy Division, ¿suena a música viejita? Y lo mismo la música de Kraftwerk y la de David Bowie y la de Brian Eno, ¿suenan a música viejita? Como diría Fredric Jameson, es parte de la esquizofrenia cultural que comenzó en los setenta cuando una nueva estética rompió la cadena significante y la historia fue despojada del presente para dar cabida al historicismo: los usos de la historia para una experiencia en particular.
Escucho la canción “Music Without Violins”, que sacó en el 2017 el grupo portugués, The Gift, y con arreglos de Brian Eno, y me parece tan actual, tan setenta, tan arcaica. Los setenta están muy vivos en el presente, y gran parte de la música de ese periodo debería ser materia para una teoría de la cultura en la actualidad.
Héctor Gómez Vargas
3 y 4 de marzo de 2019
León, Guanajuato
***
Héctor Gómez Vargas (León, Guanajuato, 1959) es autor de libros sobre cultura popular y subculturas, la radio, la música y los fans en el siglo XXI. Es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Colima, investigador del SNI y académico en la Universidad Iberoamericana León.