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CUENTO

Cortar y pegar

Mauricio Miranda

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Cortar y pegar
Cortar y pegar

Efraín ve su reloj. Sólo queda una hora para la salida. La maestra explica las fracciones y él perdió la esperanza de entender el tema. De seguro sus papás se molestarán cuando les llegue la boleta de calificaciones. Sin celular y sin videojuegos su vida en casa será aún más aburrida. En clases de regularización, por fin entenderá lo que ahora explica la maestra. Por lo tanto, el problema está en el orden de los sucesos, pues tarde o temprano sabrá lo de las fracciones y no habría entonces necesidad de castigos.

Su papá le platicó la forma en que hacían las películas. En contra de lo que pensaba Efraín, no filmaban la película de principio a fin, sino que a veces empezaban grabando escenas del final, luego una del principio y terminaban con alguna otra. Así no había lógica, porque el protagonista, por ejemplo, lloraba la muerte de su hijo, y cinco minutos después ya estaba feliz porque ese mismo hijo acababa de nacer. El editor era quien, al finalizar las grabaciones, juntaba y ordenaba todos los pedazos de aquí y de allá. Era una labor muy complicada, pues casi siempre había escenas sobrantes y otras que faltaban o que se traspapelaban, sin embargo, el resultado era una película con sentido, donde primero nacían los hijos y luego se morían.

Efraín quisiera editar la vida. Colocaría primero la escena donde recibe las clases de regularización y luego pegaría la secuencia de la clase de hoy; así sabría todo y la maestra en lugar de hacerle un gesto despectivo por no entender, lo elogiaría, le daría un abrazo y él podría oler su perfume. En kínder todos estaban enamorados de la maestra, pero en quinto de primaria, Efraín cree que es el único que ama así los ojos, la sonrisa, las manos y la pulsera que brilla en la muñeca de su maestra Luz. En kínder discutía con sus compañeros sobre quién se casaría con la maestra de aquel entonces, pero en la actualidad Efraín está seguro que su amor por Luz es diferente; sabe ya que no es necesario casarse para vivir con alguien, se ha dado cuenta de que a las mujeres les gustan los detalles y por eso le ha dejado chocolates en secreto. Quisiera comprender las fracciones. Que nunca llegara ese momento en el que su maestra le pregunta y él no sabe. Ojalá pudiera cortar y acomodar todos esos datos en su cerebro para que, de la misma manera que una película, las fracciones tuvieran algún sentido.

Sí, le gustaría editar los números, las palabras y las ideas, y no sólo la secuencia de sucesos. Sería aún mejor si pudiera modificar lo que ha guardado de su pasado, recortar la silueta de Luz y ponerla encima de sus otras maestras, y así haber estado enamorado siempre de ella. Efraín no es capaz de traer a su memoria lo que sentía por las maestras anteriores, sólo le quedan algunas secuencias, pero como en una película vieja, muda no sólo de sonido, sino también de emociones. Se acuerda de hace años, cuando le comentó a su amigo que su único amor era la maestra de primero de primaria o, cuando en tercero, su mamá le decía, si no vas a la escuela no verás a tu Bertha, y él se apresuraba a mil por hora para que no le cerraran la puerta del colegio. Sin embargo, ese pasado ya no le provoca ninguna emoción.

Su papá le explicó que la banda sonora no se graba junto con imágenes, son dos cosas por separado. Es el editor el que debe cuidar la sincronía entre ambas, porque si no, los labios se mueven a un tiempo y las palabras aparecen en otro, y se pierde el hilo de la película porque no es posible dejar de reír. Y quizá en el cerebro pasa lo mismo, piensa Efraín. Las emociones se guardan en un lado diferente a las imágenes y, cuando no se juntan con precisión, hay recuerdos que pierden su razón de ser. Aunque considera imposible que algún día su corazón se pueda separar de los ojos de la maestra Luz, que en su mente ella deje de explicar con esos labios rojos, a pesar de que tampoco ahí entienda nada.

Efraín ya no se encuentra preocupado por no entender, ni se siente bien por ver a su maestra Luz. Sus ideas lo han inquietado. Le recordaron que ayer su papá recibió una llamada del abuelo y no contestó. Dijo que luego le llamaría, pero Efraín supo que era una mentira. Su papá nunca quiere hablar con el abuelo y, además, se le notaba la emoción por regresar a la plática sobre su trabajo como editor de videos. A su papá le gustaría algún día hacer películas. Ser el director. Pero lo que hace es muy importante, de ahí ganan para comer y divertirse.

Al papá le encanta la cara atenta de Efraín. Dice que él sí lo escucha. Efraín no sabía que eso de ayer se metería hoy en su cabeza, como si alguien lo hubiera cortado y pegado ahí para hacerlo sentir mal. Piensa en lo mucho que él adora a su papá y no entiende cómo un día no va a querer ni saludarlo por teléfono. Quizá las imágenes sí se guardan en los recuerdos, pero los sentimientos no. Es posible que los sentimientos sean más bien como el foco del proyector de películas. Sólo hay un foco que impulsa las imágenes que le ponen enfrente y las imágenes no se eligen, es el editor o la vida quien las va cambiando, como pasa de un año escolar a otro. Seguro su papá quería al abuelo, pero de repente ya estaba volteado hacia Efraín, iluminándolo ahora a él, que se sorprende con la plática sobre las películas y, por eso, el abuelo quedó sin nadie que le proyectara, en la oscuridad, igual que las maestras de las que Efraín estuvo enamorado.

Efraín también tiene un foco parecido, sólo puede proyectar una historia a la vez y le duele que un día desaparezca lo que siente por su papá. A Efraín lo devasta que su foco dentro de unos años ilumine con la misma intensidad de hoy; como si no importara si la película la ve una persona u otra. Sentirá amor por quién sabe quién y nada por su maestra o su papá. Suena la campana y Efraín regresa al momento actual, al salón de clases. Está en su banca y no se alegra de que no le hayan preguntado las fracciones, porque ahora ya se preocupa por otras cosas.

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