CUENTO
Caótica
Alfredo Carrera

En la oscuridad decidimos los días venideros: ella no vería más a su madre ni a su hermana. Yo la vería a ella. Un acuerdo simple. Llegamos a una ciudad que no conocíamos. Entramos a un café donde las malas señales iniciaron: una palomilla negra chocó con la dueña del lugar, ella dijo mi nombre como para espantarla y continuó su conversación. Era como presagiar la desgracia en mi vida.
Nos decidimos por un hotel barato y caminamos por las calles aledañas, para ubicar tiendas, bares y cualquier otro sitio que nos pareciera necesario. En la noche encendimos la televisión y nos quedamos dormidos. Al amanecer pagamos tres días más, el lugar nos había parecido cómodo. Fuimos al centro de la ciudad, entramos a un café y platicamos de los posibles empleos a los que nos podríamos dedicar en unos días. Hicimos chistes sobre las personas del lugar y terminamos huyendo de nuevo al hotel. La vida no parecía complicada en la ciudad.
Decidimos ser turistas unos días más. Pagamos más noches en el hotel y alcanzamos un descuento cuando el dueño se enteró de nuestra procedencia, la ciudad natal de su madre. Abordamos uno de esos camiones disfrazados de tranvías, en los que se les miente a los turistas y ellos se vuelven locos con tanto dato idiota. Supimos de la primera casa construida, dónde había nacido la primera persona e incluso de la vivienda donde se instaló el primer escusado, los datos que memorizan los estudiantes de historia. A medida que avanzaba el recorrido experimentaba asco, no tenía sentido que la primera casa construida fuera la última de la calle principal y, mucho menos, que la primera nativa siguiera viva y se entusiasmara tanto en saludarnos. Alejandra me dijo que en ese lugar podríamos ser felices y no pude tener otra reacción que no fuera repugnancia.
Ella me había casi convencido de que terminaríamos instalándonos en la ciudad. No entiendo cómo logré tenerle tanta aversión a una localidad que no había caminado lo suficiente. Incluso el hotel ya no me hacía tan feliz. Creí que era algo pasajero, hasta que me di cuenta que, en los cafés que frecuentábamos, no encontré nunca a una persona dos veces. En nuestros chistes hacíamos énfasis en defectos físicos o maneras de caminar, por lo que era difícil olvidarlos, más cuando no conocíamos a nadie. Era una ciudad tan pequeña y, ¿tantas personas cambiaban tan pronto de gustos, se transformaban o se disfrazaban? No sé, me volvía loco.
La ciudad nos fue atrayendo, nos metió en su juego. Al intentar pagar más noches en el hotel no encontramos al dueño, acababa de vender el lugar y sólo a nosotros nos sorprendió. Nos mudamos de habitación casi a diario, porque la de la noche anterior ya estaba reservada, porque habíamos hecho mucho ruido o por cualquier otra causa. Nos iban corriendo de hostales, posadas y hoteles. Ella sugería comprar una casa y que dejara de llamarla por su nombre, me proponía una retahíla de sobrenombres, como amor, cariño, preciosa; con el tiempo inició una carrera por nunca repetir una manera de llamarme.
Quise huir de la ciudad para buscar a la madre y la hermana de mi mujer, pero cada vez que llegaba al camión que me podría sacar, acontecía algo inesperado: se decidía que iría a otra parte, que el horario de salida no existía, que yo no era el mismo que el dueño de mi boleto.
***
Alfredo Carrera es un escritor, editor y profesor mexicano. Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, UMSNH. Presidente de la Sociedad de Escritores Michoacanos . Obtuvo el Premio de Cuento Xavier Vargas Prado 2008 y el Premio Ópera Prima de Narrativa 2009. Textos suyos han aparecido en cinco antologías nacionales. Ha publicado Pequeños lugares para la perversión (SECUM, 2009), el cuento infantil de terror Los últimos días (Colibritos, 2010) y Urbanodontes (Pictographia/INBA, 2013). Su libro más reciente es la novela juvenil Vida extra (2017), publicada por Pearson e ilustrada por Cuauhtémoc Wetzka.
[Ir a la portada de Tachas 342]