CUENTO
Casas que se abrazan
Hasta ese día supe que se llamaba Julio y que tenía ganas de vivir conmigo. Yo fantaseaba con que pasara algo así. Hace mucho que lo esperaba: me soltó que quería una mujer decente en su casa, bueno, en su departamento, que no era sólo para tener una pareja sino para sentar cabeza. Seguro era un hombre solitario, quizá pensó que a los treinta y ocho años la vida no lucía igual que a mis veintiséis. Dirán muchas mujeres que me saqué la lotería sin comprar boleto. Pensé que habría, en el futuro, oportunidad de por fin terminar una carrera, tener uno o dos hijos e ir amarrando mi porvenir. Era la primera vez que vivía con alguien, estaba segura de que era el momento y hasta creía que sí, que se trataba del hombre adecuado.
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En realidad, yo no me di cuenta. Conocí a una mujer, a la mesera del café de siempre, la invité a mi casa, era mucho más joven que yo, de esas personas aparentemente predestinadas para ti. Siempre he creído que la arquitectura tiene que ver con lo que se vive y se sien te. No me percaté de lo que estaba haciendo en esas casas, hasta que aparecieron los primeros artículos en la revista House. Fue una sorpresa para mí, imagínese, un arquitecto de provincia que revolucionó la forma de diseñar viviendas, en un país que nunca ha sido punta de lanza en el diseño y, vamos, mucho menos en la arquitectura, sólo teníamos a Albarrán y ya, es todo lo que aquí había.
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La primera vez que estuve en su casa llegamos muy tomados, nos desnudamos aceptando que aquello nos convertía en pareja y, creo que, por lo mismo, muy pronto terminó por dormirse, como dicen las mujeres casadas que pasa. Hice lo propio, rodando hacia el otro lado de la cama. Creo que entendí mejor cuando, al despertar, no estaba él, había dejado varias notas y hasta un desayuno listo. Desperté con el aroma de otra persona en la cama, en realidad, dejé de distinguir cuál tenía mi lecho desde ese día. Fue una buena señal, que me dejara ahí, sola, como en espera de que lo defraudara o le diera toda la razón, que ya éramos una pareja, formada apenas unas horas antes, que parecía compartir un pasado muy anterior. Yo no trabajaba ese día, no estaba segura si él estaba al tanto. Tuve ganas de quedarme toda la mañana ahí, hasta que volviera.
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Cuando ella entró a mi departamento, cuando lo revisó como buscando la mejor forma de ubicarse en él, me hizo preguntas que me sorprendieron: «¿Por qué un librero tan grande?» Y creí que me equivocaba de mujer, pero prosiguió, decía que era mejor tenerlo como una constante en cada espacio, si podía tener tantos libros, seguro que no era el único lugar de lectura o, en el caso de la clasificación, podría responder a las habitaciones y fines de cada lugar. El departamento lo dividimos en dos áreas, lo que vendría a ser eso que han nombrado «casas que se abrazan». Claro, ahí se trataba de una delimitación de espacios nada más. No me di cuenta y lo llevé a esas variaciones en la altura de los techos y suelos, el baño hecho un pasillo, esa especie de brazo que se veía en los exteriores, con varias puertas para encontrar al otro y todas esas cosas que ya se han dicho.
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Entendí conforme pasó el día que aquella era, como decía mi madre, una relación seria. Le anuncié al casero de mi edificio que abandonaría mi habitación, que en poco tiempo quedaría desocupada para que la fuera ofreciendo. Localicé a Julio y le dije lo que había hecho. No dijo nada, sólo que, como lo sabía, el duplicado, mi llave, estaba en un sobre rojo y que podía hacer lo que quisiera. Sólo me pidió que llegara temprano para seguir platicando y sin alcohol de por medio, para saber qué es lo que el destino marcaba. Creí que era de las personas que confiaban en los oráculos, pero no era así.
Tenía poca ropa y en un sólo viaje en taxi podría llevarla toda. Algunos muebles mejor se los ofrecí a un vecino a un bajo precio y decidí que después volvería por lo demás. Yo no tenía tantos libros ni demasiadas cosas como él, pero no me desharía de cada uno de mis objetos por el simple hecho de no saber qué hacer con ellos. Estaba al tanto que no iba a ser fácil entender su ritmo de vida.
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Eso es muy simple, cuando empiezo a vivir en pareja surgen ciertos problemas por los horarios: unas noches alguno de los dos llega muy tarde, aunque varias veces desde temprano estamos ahí. La cama que diseñé para la última casa, al centro de la segunda planta, ha sido idea de ella. Debe entender que los tiempos no permiten compartir los espacios siempre, las necesidades y los horarios de las personas no son iguales, tampoco los ritmos de vida. De igual forma, esa falsa pared que se abre entre las habitaciones es una constante invitación a dejar el exilio. En mi casa ese muro no existe, no ha sido necesario. No hay exilios en una pareja que sufre una maduración, eso pensamos. Algunos días siento que llegó a mi vida una Yoko Ono que me separó de mi pasado para hacer algo bueno por mí.
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La segunda noche platicamos y dormimos más. Creía entender perfectamente a la persona que estaba conmigo, aunque en algunos momentos, cuando veía a mi alrededor, era una invasora. Durante la charla sentí que empezaba a levantar barreras que me sería imposible franquear y, al hacérselo saber, me recriminaba el no comprender que teníamos tan poco tiempo juntos. Al día siguiente me desperté muy temprano y recorrí el lugar con más seguridad que antes, como sabiendo que podía andar en bata o en ropa interior por donde quisiera, creyendo que era mi cocina y nuestro estudio, nuestra cama y hasta comprendiendo cómo estaba ordenado el baño, invadido por mis cosméticos, dispuestos a enfrentar a elementos que estaban ahí sabrá Dios hacía cuánto.
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No entendí que mi mujer era mi mujer hasta que vi sus cosas al lado de las mías y algunos rastrillos viejos en el bote de basura que, además, antes no existía. Más que cualquier otro lugar, el baño era dónde había rastros del otro. El cuarto como tal, la habitación donde se pone una cama al centro, como dominando el espacio, era sólo un pretexto, servía para dormir y ya.
Además, entender que el baño es el lugar de purificación y de limpieza es difícil, hay que enterarse también que existe otra persona: si no duerme no queda nada claro, pero si no se baña dos días, si no se termina el papel higiénico, si un jabón desaparece se entera el otro porque casi todos los síntomas de las personas tienen resonancia en el baño. Las puertas al final y al inicio del pasillo que es el baño, con el nudo a la mitad formado por la regadera, puede ser un camino para encuentros inesperados o, quizá, detectar a la otra persona cuando se está a la mitad de aquello. O algo así, esa idea fue de ella.
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Tardé tres días en preguntarle si tendríamos hijos. Quería una respuesta simple, pero empezó a darle vueltas al asunto, me explicaba cosas, que si su madre, su hermana, la computadora, los cigarros mentolados. No podía tener hijos. Pensé en dejarlo, terminaba muy rápido mi sueño.
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Ella era muy entusiasta con los proyectos, con los míos, me preguntaba desde el principio para quién era la casa. Me inquirió al tercer día si tendríamos hijos y le dije que no, después me preguntó por el departamento, por todo. En esos días diseñaba una casa de la que tuve que modificar los planos porque me hizo ver que no había espacios para niños, me instó a preguntarle a la pareja que había solicitado el trabajo si tendrían hijos y cuántos pensaban tener, si leían, si preferían la televisión a un salón de juegos, si no tres baños en lugar de dos. Con las respuestas, aunque perdieron espacio en la habitación principal, en el baño, ganaron áreas que sí querían, pero que, parece, no se habían dado cuenta de ello. En esa casa había un pasillo vestidor que enlazaba tres baños.
Le ofrecí empleo, bueno, le invité que trabajara conmigo, que ella me acompañara con los clientes y se enterara un poco de su vida. Por eso ella aparecía en casi todas las entrevistas, era mi contratista y yo, su jefe. No volví al café donde trabajaba, creo que ella tampoco.
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Yo no hago nada de eso. No sé de arquitectura, pero las cosas que hicimos en nuestra casa luego las realizamos en otras, o al revés. Él dice que cambió casi todo desde que llegué, yo no lo sé, no estoy al tanto de qué pasaba antes, no sé qué haya cambiado. Cuando me di cuenta era su contratista, que hasta ese momento supe en qué consistía: para mí era acompañarlo a su trabajo, saber más de él y encontrar alguna ocupación al haber dejado el trabajo tan rápido.
Me gustan las casas que se abrazan, apenas entras a una y sabes que te estrecha en sus brazos, así como yo entré a su departamento, tan de repente.
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Alfredo Carrera (Morelia, 1984). Ha publicado los libros de cuento Urbanodontes (Pictographia/INBA, 2013) y Amniótico (Paraíso Perdido, 2016); el cuento infantil de terror Los últimos días (Colibritos, 2010) y la novela juvenil Vida extra (Pearson, 2016). Ha sido becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA en dos ocasiones. Obtuvo el IX Premio Nacional de Poesía Desiderio Macías en 2017. En breve aparecerá el cuento infantil La tenebrosa noche del Jimmy.