martes. 16.04.2024
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Crown Victoria 78

Alfredo Carrera

 

Alfredo Carrera
Tachas 349
Crown Victoria 78

Mi copiloto era una cuarenta y cinco, no me gustaba correr riesgos, además tenía una veintidós en el saco, al costado izquierdo. Pensaba en mi hija que conocí cuando cumplió veinte años. Su madre me presionó tanto que tuve que hacerlo. En realidad, después de tanto tiempo ya no me importaba mucho el asunto. Mi esposa había muerto y mi hijo, al que le había prohibido estudiar aviación en el ejército, se había fugado al sur del país a volar avionetas para turistas gringos. Manuel, mi hijo, tenía diecinueve años y según me había contado Ernestina, levantó una avioneta con apenas las instrucciones iniciales de un piloto al que había acompañado en varios vuelos. No sabía si sentirme orgulloso, decepcionado o estúpido. Cuando me habían prohibido estudiar música nunca pensé en irme de casa y hacerlo por mi cuenta, ni siquiera se me ocurrió comprar una guitarra. Cuando Manuel se largo, mi mujer se llenó de tristeza, se fue muriendo como los árboles, sin que me diera cuenta.

Esa noche llevaba un Crown Victoria negro modelo 78, el mejor, cambio de velocidades al tablero. Regresaba de México después de resolver un problema con un par de carros que habían mandado cuyas cajuelas no se podían abrir, y el primero de las dos reposiciones era el que manejaba. La carretera seseaba sin parar, al terminar una curva seguía otra y otra, algunas eran muy cerradas, aparecían sin anunciarse. La carretera no se dejaban de leer renglón a renglón, la confundía como una nota en una papel mojado.

Conocía la carretera y manejaba rápido, pero estaba cansado y podría haber desconocido a mi propia madre si hubiera estado viva entonces, menos reconocía las curvas. En el estéreo un cassette se repetía por cuarta vez desde que había salido. Tenía una agencia automotriz, a lo que menos le tenía miedo era los automóviles. Que se pudra Manuel –pensé después de varias horas-, al final esas avionetas se caen todos los días. Además, piloto, los pilotos como los marineros: males necesarios. Chingada Ernestina, ¿cómo mi hermano Miguel no había podido embarazarla? Luego embarazó a una india y se supo nomás de oídas, pero no había nada hasta el día que se murió él y entregaron dos indias el niño a la familia porque la madre no quería cargarlo más.

Vestía un traje negro, camisa blanca, corbata negra, me sentía un hampón de la mafia italiana o tal vez del servicio secreto gringo, pero no lo era. Llevaba cartera de piel auténtica. Las casas de mi familia eran grandes y teníamos las primeras albercas de la ciudad. Jodida Ernestina, se lanzaba de boca y todos nos asustábamos. Después de morir Miguel yo no podía dejar de verla cuando deambulaba con su traje de baño y no sabía si meterse o dejar que la viéramos Manuel y yo. Mientras disfrutábamos en la alberca mi esposa se murió un viernes. Recuerdo con exactitud el día porque el lunes salí de la ciudad con Ernestina de copiloto. Me acuerdo que llorábamos en la carretera diciendo que nos habían dejado solos. Los dos fingíamos el dolor y el llanto intentando engañar al otro, para paliar la aceptación de que nos deseábamos desde hace tantos años. Yo prometí cuidarla y ella a mí y no encontrábamos otra forma de hacerlo que casándonos. Mi madre me desconoció. Igual se murió pronto. Manuel se fue y del hijo de la india nunca quise saber nada, ni el nombre.

En el carro fumaba un cigarrillo tras otro, con el brazo afuera y la otra mano al volante. Cuando estaba cerca de la ciudad apareció la luna. La vi, pensé otra vez en Manuel, lo vi volando, me lo imaginé maravillado por la luz. En la muñeca izquierda llevaba mi reloj de oro y sentía como se volvía demasiado pesado. Cuando regresé mi vista a la carretera escuché el ruido del camión. No pisé el freno porque no soy un pendejo, pero me destrozó el brazo y me sacó de la carretera. El reloj se había quedado en la carretera, también parte de mi mano y mi brazo. Frené el carro y saqué la veintidós llena de sangre sin saber si tenía el valor para darme un tiro. Pasó un tiempo, me sentí mareado. Apenas logró verme un carro que no se detuvo. Le hice señas con la pistola en mano y aceleró sin dar marcha atrás. Me quedé desangrándome, deseando morirme como Miguel, pensando que Ernestina encontraría un nuevo marido, que a Manuel no le importaría. Apresuré el momento y disparé la veintidós a la sien. Vacía. Me tiré en el costado de la carretera a ver si me atropellaba alguien y me quedé dormido. Esa noche es la que debí haber muerto.




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Alfredo Carrera (Morelia, 1984). Ha publicado los libros de cuento Urbanodontes (Pictographia/INBA, 2013) y Amniótico (Paraíso Perdido, 2016); el cuento infantil de terror Los últimos días (Colibritos, 2010) y la novela juvenil Vida extra (Pearson, 2016). Ha sido becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA en dos ocasiones. Obtuvo el IX Premio Nacional de Poesía Desiderio Macías en 2017.

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