viernes. 19.04.2024
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Sueños de invierno: espera simbólica dentro del onirismo

Gustavo O. Contreras R.

Sueños de invierno: espera simbólica dentro del onirismo

Relación entre los síntomas amorosos y los oníricos

Hablemos del sueño, mas no del sueño como síntoma que padecemos después de la vida agitada durante un día común, sino de la experiencia onírica, tanto en la vida diurna como en la nocturna, la cual fue el objeto de estudio del psicoanálisis, propiamente con los estudios de Sigmund Freud, y dio como resultado el cumplimiento de un deseo, aunque de manera indirecta.

El cumplimiento de un deseo, que alguna vez estuvo reprimido y sólo durante el sueño se pudo alcanzar, nos refiere de inmediato a una de las zonas de emergencia del símbolo, según palabras de Paul Ricœur. El sentido primero revela al segundo. Claro es el hecho de soñar con un objeto, persona o situación que se encuentra fuera de nuestras posibilidades. Pero tal vez nuestro objetivo en realidad no sea soñarlo, sino imaginarlo, quedar en un dulce letargo unos minutos mientras la vida continúa su curso normal. Es entonces cuando entramos en algo que denominamos “ensoñación”.

Gastón Bachelard se extiende en este tema, contribuye con excelentes ideas sobre el idilio del sueño en la vida diurna, un intermedio entre lo real y lo imaginado, entre lo consciente y lo inconsciente.[1] Freud, por su parte, se inclina más hacia la interpretación, busca un significado que solidifique la teoría del psicoanálisis, aunque, se podría decir, la fuente de su estudio estriba en el sueño de la vida nocturna. 

No obstante, el presente trabajo no intenta inclinarse hacia alguno de los horizontes del onirismo, antes bien intenta reunir las características del mundo onírico en conjunto, porque eso es el sueño: un mundo que alcanzamos, en muy raras ocasiones, cuando nos desocupamos de la vida común y decidimos utilizar nuestra imaginación poética —la  tercera zona de emergencia del símbolo.

Para iniciar, me gustaría realizar una analogía entre las características del sueño y algunos síntomas que presenta una persona enamorada, extendiéndose, con ello, al acto amoroso, ya que el enamoramiento es una de las situaciones donde también emerge la imaginación poética.

Durante el lapso onírico —para designar, como ya había mencionado, tanto al sueño diurno como al nocturno—, los síntomas se amplifican y funcionan, utilizando expresiones freudianas, como estímulos corporales internos. Con ello no quisiera decir que en el cuerpo del enamorado existan estímulos orgánicos, aunque evidentemente existen —agitación y aceleración del pulso cardíaco—, sino simplemente el agrandamiento de las impresiones debido al sueño: “El sueño amplifica pequeños estímulos que sobrevienen durante el dormir”[2]  

Acto parecido ocurre cuando el enamorado superlativa las cualidades de la persona amada por mínimas que sean. Así, la percepción de aquellos detalles que en la vida en vigilia nos sería imposible visualizar se encuentra en íntima relación con los atributos que le asignamos a la persona amada, aunque no en el sentido de la teoría de la cristalización stendhaliana —o de idealización—, sino en la afirmación de Ortega y Gasset:

Basta que en él haya alguna perfección, y claro es que perfección en el horizonte humano quiere decir no lo que está absolutamente bien, sino lo que está mejor que el resto, lo que sobresale en un cierto orden de cualidad; en suma: la excelencia.[3]

Ahora bien, resulta falso separar la idea del cumplimiento del deseo, expresión latente en el sueño, y la sensación de bienestar que se produce en el enamorado. Recordemos que solamente estamos equiparando las características del sueño con las propias del acto amoroso. Creo me faltaría añadir que en el sueño no siempre ocurre la satisfacción del deseo y es por ello que lo comparo con el acto amoroso, el cual no deja de ser un eterno insatisfecho.

Más adelante, valiéndome de las teorías de Ortega y Gasset, intentaré explicar el deseo insatisfecho en Sueños de invierno, un breve cuento del norteamericano Francis Scott Fitzgerald. Por el momento, detengámonos en otro concepto que nos ayudará a comprender el porqué el amor es un eterno insatisfecho: la espera.

No obstante, antes sería pertinente otra aclaración del porqué el símbolo en el sueño se relaciona con el acto amoroso, que en un principio se manifiesta gracias a la persona enamorada: estás dos zonas de emergencia del símbolo, la onírica y la poética, no permanecen separadas; por el contrario, se encuentran mezcladas, a pesar de la excelente explicación de Ricœur para describirnos el símbolo de manera sistemática. Y es precisamente Ricœur quien nos advierte que el poder de las imágenes, imaginación poética, sólo sirve como vía y material a la fuerza verbal. Somos palabras. No existe lo simbólico antes de que hable el hombre.[4]  

En la mente del enamorado ocurre algo similar. Según Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso, el enamorado no cesa de correr, de intrigar contra sí mismo y emprender nuevas aventuras; queda inmerso, entonces, en un dis-cursus.[5] Mas lo que en verdad me interesa no es saber lo que el sujeto realiza en su mente, sino lo que expresa; o bien, cuando el enamorado siente angustia, por ejemplo, y la expresa de manera explícita con la sentencia estoy angustiado. Barthes lo denomina argumentus. “La figura parte de un pliegue del lenguaje que lo articula en la sombra”.[6] No es necesaria una confesión larga, basta con una pequeña oración después de ese leve espasmo confesor.  

Decíamos, pues, antes de esta digresión, que el amor es un eterno insatisfecho y que parte de ello se debe a la espera, ese acto aparentemente pasivo del ser humano que resulta ser el principio de toda la agitación del enamorado. El objeto deseado no siempre es real, pues todo sucede en la mente del enamorado: lo crea, lo imagina y, por ende, lo espera justo donde él viene, pero no deja de ser un delirio donde el apetito del deseo no se sacia y la espera se prolonga, convirtiéndose en una espera simbólica.

De esperanza y pérdida

Ahora parto del relato de Fitzgerald. La trama es muy conocida: el tipo pobre que se enamora de una niña rica, originando un “amor imposible”, hasta que él consigue dinero. Las historias populares, por lo regular, terminan con un final feliz entre el sujeto y su enamorada, pero aquí el personaje Dexter Green, un simple “caddie” que consigue un puesto como empresario de una importante cadena de lavanderías, no resulta tan afortunado. Cierto es que se vuelve emprendedor y de posición, pero nunca consigue a Judy Jones, una jovencilla caprichosa y rica —vaya combinación— que se siente atraída por el primer chico nuevo de la ciudad.

Surgen las preguntas obvias: ¿Y por qué seguir esperando? ¿Por qué no marcharse y conseguir a alguien más? Barthes nos enuncia, como habíamos señalado, que “la identidad fatal del enamorado no es otra más que ésta: yo soy el que espera.”[7] Pero quizá no sea suficiente esta aclaración para el enamorado, ya que su mente aún emite su argumentus estoy enamorado. Hagamos otra digresión para enunciar algunas características más del acto amoroso y continuemos con el tema principal de este trabajo, la espera simbólica.

En otro orden de ideas, Dexter se entrega al eterno insatisfecho cuando ve por segunda vez a Judy, una vez que él ya ha salido de la universidad y obtiene posibilidades de mejora económica, pues no deja de pensar en ello, en parte para asegurarle una buena vida a su amada y en parte por su esnobismo que lo habían arrastrado hasta los brazos de una chica con un nivel económico más alto. Sin embargo, así fuese rico o pobre, los besos sabían igual en cualquier acto amoroso, pues “no le provocaban una ansiosa necesidad de renovarlos, sino una saciedad que exigía más saciedad: besos que, como la caridad, producían deseo porque no obtenían nada a cambio”.[8] El deseo del sueño aún no se cumple, pero tampoco muere automáticamente.

Otro rasgo importante del acto amoroso, tomado de Ortega y Gasset, y que diferencia al deseo común de aquel que es propio del amor, es que se trata de un acto activo y no pasivo; es decir, el objeto amado no viene hacia el enamorado, sino es el enamorado quien busca al objeto amado: “En el acto amoroso, la persona sale fuera de sí; es tal vez el mismo ensayo que la Naturaleza hace para que cada cual salga de sí mismo hacia otras cosas. No ella hacia mí, sino yo gravito hacia ella.”[9]

El enamorado gravita, entonces, hacia el objeto amado. Así, Dexter busca a Judy, prefiere los desplantes originados por  una niña caprichosa a una radical indiferencia, pule sus errores y los justifica. Dexter no sale de la órbita de Judy que, sin más remedio, le invita     —casi obligadamente— a unirse a ella, ser parte del objeto amado:

 

Dexter entregó una parte de sí mismo a la persona más abierta y con menos principios que jamás había conocido (…) Dexter no quería que Judy cambiara. Una energía apasionada superaba todos sus defectos, trascendiéndolos y justificándolos.[10]

Quizá estos defectos pasan a segundo plano para el personaje de Sueños de invierno, considerando que desde que vio a su enamorada por primera vez sintió una especie de atracción; mas no atracción física, puesto que ella, a los once años, era maravillosamente fea. Luego pasó a ser horriblemente bella. Entonces, ¿qué germen ocasionaba el amor que sentía Dexter por Judy? Se podría inferir que, paradójicamente, eran sus defectos lo que motivaba ese deseo, el ser más caprichoso del mundo estaba frente a Dexter y él no se permitía dejarlo escapar. Sin duda se sintió encantado por ella y, víctima de su argumentus, finalmente se enamoró.

Con ello, decidió entrar en un sueño de invierno, decidió esperarla. Esperó un nuevo encuentro con Judy desde los 14 años; un noviazgo a los 25 años, una vez que se consideraba miembro del círculo de los jóvenes emprendedores de Black Bear; “un verano, un otoño, un invierno, una primavera, otro verano y otro otoño: así de grande era el trozo de vida plena que había entregado a los incorregibles labios de Judy Jones”;[11] finalmente, esperó un matrimonio cuando Judy regresó de Florida, a pesar de su compromiso con su novia Irene:

 

Había estado lejos: Dexter tenía ganas de llorar por la maravilla de que hubiera regresado. Había recorrido calles encantadas, había hecho cosas que eran como una música excitante. Todo misterio y toda esperanza renovadora y vivificante se habían ido con ella, y con ella acababan de volver.[12]

      

Pero entonces ¿cuándo termina la espera? ¿Acaso es tan larga que pueden pasar meses, incluso años, y el enamorado aún conserve la esperanza, reteniendo el amor para ese ser amado? Quizá por aquí debí haber empezado, aunque de alguna forma lo hice. Dije que la espera no es una actividad pasiva, ya que la mente del enamorado no deja emprender nuevas aventuras. Pero, quizá, su debilidad radique precisamente en su virtud activa; es decir, que el que espera puede jugar a no hacerlo, puede incluso engañarse con otra pequeña espera, otra persona a quien amar, pero no puede dejar su primera misión, ya que el amor se prolonga en el tiempo y se consolida en la convivencia simbólica, o bien, no conoce ni tiempo ni distancia. Sin embargo, esa espera tan tortuosa y a la vez agradable termina cuando dejamos de utilizar nuestra imaginación poética, cuando por fin despertamos y salimos del mundo onírico. Tomemos nuevamente como referencia al joven Dexter Green, quien después de enterarse sobre el matrimonio de Judy Jones despierta de su largo sueño de invierno:

Había creído que, al no quedarle nada más que perder, por fin era invulnerable: pero ahora sabía que acababa de perder algo más, tan cierto como si se hubiera casado con Judy Jones y la hubiera visto marchitarse día a día. (…) El sueño había terminado. (…) ¡Todo aquello ya no formaba parte del mundo! Había existido y ya no existía. (…) Porque se había ido de aquel mundo, y no podría volver jamás.[13]

Como todo en la vida, tanto el sueño como el enamoramiento tienen un principio y un final: el primero inicia cuando el cuerpo fatigado pide reposo, pero se consolida mediante la concentración de la mente en un objetivo; en el segundo se manifiesta de la misma manera, ya que se trata de una atención anómala, detenida en una persona. En ambas la conciencia se vuelve estrecha y sólo le es posible retener un objeto. Todo termina cuando esta atención deja de motivarnos y ya no es posible imaginar las perfecciones del objeto amado. La imaginación poética se ha esfumado.         

A fin de cuentas, en los relatos de Scott Fitzgerald el hombre tiene todas las de perder. Podría decirse que al contrario de Jay Gatsby, personaje principal de la novela con la que se dio a conocer el escritor norteamericano Fitzgerald, Dexter Green pierde la esperanza cuando cree haber cerrado la historia más dolorosa de su vida, que inicia en un verano y termina el invierno. Quizá el enamorado, por lo menos, no se aburre durante la espera, mas no cabe duda que por más largo que sea el proceso el resultado siempre será el más simple: en algún momento el sueño habrá de terminarse. 

 

[1] Bachelard asegura que la misma etimología amortigua las diferencias muy nítidas que separan el sueño de la ensoñación.

[2] Sigmund Freud, La interpretación de los sueños, Alianza, Madrid, 1984, p. 30.

[3] José Ortega y Gasset, Estudios sobre el amor, Edaf, Madrid, 2006, pp. 82-83.

[4] Cfr. Paul Ricœur, Freud, una interpretación de la cultura, Siglo XXI, México, 1990, p. 18.

[5] Cfr. Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, Siglo XXI, México, 1993, p. 13.

[6] Ibid., p. 15.

[7]Ibid., p. 126.

[8] Scott Fitzgerald, Cuentos/ 1, Alfaguara, México, 1998, p. 327.

[9] José Ortega y Gasset, op. cit., p. 58.

[10] Scott Fitzgerald, op. cit., pp. 327-328.

[11] Ibid., p. 330.

[12] Ibid., p. 333.

[13] Ibid., p. 340.