viernes. 19.04.2024
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REFLEXIÓN

Tachas 400 • Yara Ortega • Tantos como 400

Yara Ortega

Alberto Ríos
Alberto Ríos
Tachas 400 • Yara Ortega • Tantos como 400

Ya andamos como por los 300 y cacho de confinamiento.

Y el darme cuenta a ciencia cierta de que el tiempo pasa, pero lo mejor se queda. 400 ediciones, no son algo que se haga en un día. Pero “You make me feel brand new”, apenas audible, es como la cábala que sugiere que si algo se puede hacer, es porque seguramente alguien ya lo hizo.

O como la “Ley de Murphy”, por la que todos sabemos que, si algo se puede joder, es porque realmente es la chingada la que se lo está llevando de calle. Pero eso se lo dejamos a los 160,000 muertos que en México se habrán de completar como para.. ayer.

Me sorprende y admira la constancia. Y la memoria es terca. Haber vivido en León, conocer a los leoneses, aprender a distinguirlos de los aleonesados, que con hacer larga la última sílaba de las frases es como darles patente de corso o carta de vecindad. La identidad va más allá de donde nazcas, dijera Chabela Vargas: “Los mexicanos nacemos donde se nos da la chingada gana”.

Es vivir en el barrio, conocer a los vecinos, hacerte a la vida y costumbres. Integrarte en el paisaje. Hacer simbiosis con el aire y el agua. Hundir la garra en la tierra, y querértela comer a dentelladas. Ir tejiendo eslabones que no se han de cerrar. Adoptar a las tías del Barrio de Curtidores, donde comíamos, dormíamos, hacíamos estación de cambios. Los Pitts, pues. Cuidarnos de la lengua de Doña Pelos, la de la tienda de la esquina, a la que cada saludo equivalía a dejarle la honra en prenda. Asistir a un toquín de Los Cristeros fue más decisivo que el Panteón Taurino.

Aprender las cantinas y sus botanas, más aleccionador que una cátedra. Dejar sembrada la memoria en los arañazos a la cantera en la casa gótica del centro, aprender a amar a los perros de la lluvia arriba de la Presa del Palote, que se desgañitaban ladrando a relámpagos que vendrían a calmar un poco el rabioso verano en el que la Oruga me llevaba al trabajo cada tarde. Las guacamayas con cebadina que me dieron la bienvenida, pero fue el café turco, los “dedos de novia”, las tortas de milanesa y la mejor nieve batida en San Juan, lo que me permitió casi certificar mi leonidad.

Estuve una época en que la movida la traían los periodistas con los que conviví, cuando la Madero era la carótida de la vida. Ahora es un ristral de bares y bistrós. El hotelito donde coexistí con gente maravillosa ahora es una presuntuosa hostería B&B.

Pero encontré el León que se había ido. Como la postrera polvareda tras el galope, llegó (y llegué, como el “Halley”) las primeras Tachas: plumas aguerridas que me hicieron el favor de entrechocar cálamos como en esgrima. La poesía, fresca y nueva, la música que me regaló unos viajes a diferentes tiempos. La crónica. La crítica. Y la oferta de Navarro, mi único lector. 

Remirar el cine (“Blade Runner”), el folk, blues, R&B, el verdadero rock. Análisis concienzudo por expertos, el espiral minucioso, que descubre a Fibonnacci en un acorde o una secuencia, invita a que se revisite una cinta o un track, ya no con la mirada del turista ígnaro, sino como el ojo del arqueólogo o el forense. Y tomar posición, porque hay otro León que se postra en actitud de acecho: uno cosmopolita, que desde fuera mira hacia adentro y lo desafía a saltar las fronteras de allá pa´cá, para imbuirse de cómo nos ven desde afuera, cómo vamos a enfrentar los retos globalizadores y globalizantes, que nos hacen ya no el centro alpargatero, sino la meca de bikeros, artistas, plásticos y armónicos. Ofrecer sus muros y espacios aéreos a la imagen y la visión, que despoja del pavor a la noche y la convierte en cómplice para la aventura de probar otros sabores e intentar nuevas experiencias. Merodear en la aventura para recalar en la guarida segura.

Espacio sin territorio. Cómo se llega a ser algo poético “cuatrocientas voces” como el cenzontle, es pasar por el piélago de cuatrocientas espinas o cuatrocientos cráneos. Pero más bien han sido como cuatrocientos arcoiris, que hemos visitado con la certeza de que al final hallaremos la olla del tesoro, con la riqueza, no de los siete colores que el humano percibe, sino abarcando la gama del infra rojo y ultravioleta, visibles a los animales que tienen el ojo especializado. Gracias a las cuatrocientas firmas.



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