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ROADSIDE PROPHETS

Roadside Prophets • El Duelo, de Eva Ruiz • Óscar Luviano

Óscar Luviano

Oscar Luviano
Roadside Prophets: Una serie de libros sobre la vida en Ecatepec
Roadside Prophets • El Duelo, de Eva Ruiz • Óscar Luviano


Un homenaje a Conrad escrito en un lenguaje parco, de menú de orden del día, acaso para dejar asentado que las tragedias comienzan con una orden del día. La novela de Eva Ruiz comienza con un comunicado, pegado con yúrex en los muros de una de las miríadas de unidades habitacionales que atiborran el horizonte de nuestro estado. Esta orden fotocopiada, leída con desgana por el protagonista (llamado someramente “Inquilino del 403”), revela que, entre los puntos a abordar en la reunión, se encuentran el establecimiento del horario permitido para fiestas, el manejo de residuos y que el dueño del departamento 705 intima a duelo al inquilino del 403.

El aludido reacciona con incredulidad, luego se ríe, luego se va a su trabajo (teleoperador de marketing especializado en recuperar créditos), y en ese largo tramo que va de San Cristóbal a Indios Verdes, entre el humo de las peseraas y la pestilencia a basurales quemados, piensa, medita, se ríe, golpea el volante. Luego, mientras acosa a deudores bancarios, se ríe en silencio. De hecho, el grueso de la novela presenta al inquilino del 403 evadiendo con humor soso la intimación.

Muestra una foto de la Orden del Día a sus compañeros, la sube a Facebook, hace un meme (CUANDO UN VECINO QUE NI SABES QUIÉN ES SE OFENDE), y recibe palmadas, risas, likes, comentarios de no te involucres, pasa de esas mamadas, dale sus vergazos al puto. Recibe, entonces, una llamada inesperada. La autora, renuente a los nombres, no establece quién llama (“una voz conocida”, señala), y se limita a consignar la pregunta que hace al Inquilino del 403: “¿Pues qué le hiciste?”.

El Inquilino del 403 cuelga sin responder.

Durante el resto del día (10 páginas) cesan las meditaciones, las risas, los golpes sobre la mesa, las respuestas en redes sociales. Sólo resuena, dentro de la mente del Inquilino del 403, una pregunta: “¿Qué hice para alguien me desee la muerte? ¿Para qué alguien desea matarme?” En tanto, amenaza a deudores con embargos, con cuerpos policiales que les van a reventar la pinche puerta con un ariete.

La prosa se rodea de este silencio. El Inquilino del 403 cae en ese estado que Philip K. Dick llama “la tumba del cuerpo”. No puede trabajar. Se excusa. Inventa un malestar que, en realidad, sí siente. Es el miedo.

Viene una lista mental. Lista que el inquilino realiza durante su comida, mientras llama a su novia (que no es su novia, sino una amiga con la que coge). Lista que el inquilino realiza en un café, mientras espera a su novia y evade la junta de vecinos donde, asumimos, se deciden los detalles del duelo al que ha sido intimado por un vecino desconocido. Lista que realiza mientras acuden a un hotel, desnuda a su novia, repasa su vientre con una lengua mecánica y trata de penetrarla sin éxito.

Esta lista, que ha llevado al Inquilino a perder la líbido y la seguridad de sostener un vaso sin que le tiemblen las manos (“Es normal, a todos les sucede”, dice su novia sentada en el otro extremo de la cama), es una larga enumeración de los pecados, las faltas, las groserías, las omisiones que ha cometido en los últimos días.

Deja de enumerarlas cuando suman 20. Lo que importa (la tarea que le absorbe al punto de ignorar la despedida de su novia, la velocidad con la que se ha vestido, el portazo que da al marcharse de la habitación, “No se te ocurra volver a buscarme…”) es averiguar “cuál de entre todos estos pecados” le ha valido una sentencia de muerte.

Es que (nos dice la autora) el Inquilino no solo se ha sabido capaz de una falta que debe ser reparada a través de la satisfacción de un duelo; también ha caído en la cuenta de que va a perder, y ese mismo amanecer va a sucumbir bajo la puntería, que ya se anuncia infalible, del Dueño del 705.

Esta es la parte más endeble de la novela de Eva Ruiz: las últimas 20 páginas, donde el Inquilino nos revela al fin esa larga lista de crímenes cotidianos de los que se sabe culpable.

La eficiencia del destino del Joseph K de El Proceso es que ni el condenado ni los lectores conocemos el crimen del que se le acusa, pero la dimensión titánica del entramado social y judicial que lo han abducido no dejan lugar a dudas: ¿Quién se molestaría en preparar esta trampa si no hay un culpable?

La lista de los pecados del Inquilino se extiende, puntual, durante páginas y páginas de monólogo interior.

Eva Ruiz va decantando los pecados del Inquilino mientras éste se viste, sale de la habitación, otea el amanecer y emprende la larga caminata que le llevará hasta la última escena del libro, esa efectista calle que los vecinos han iluminado con antorchas hechas con escobas, a cuya luz le espera su rival, los padrinos (uno de ellos en pants) y las dos armas que el Dueño, militar en el retiro, ha reservado para el momento sagrado.

La debilidad del libro, he dicho, es que la larga lista rumiada incluye cosas como no agradecer al conserje, negar el saldo a la del 303, pegar un chiche en el barandal. Nada que justifique esta lucha a un disparo cuyo resultado dejo al lector que decida llegar a la última página.

Tal vez lo que menos importa en esta obra es el duelo. Acaso esta lista de pecados banales, comprende el Inquilino, es el resultado de una vida banal e impotente. Y avanzar diez pasos y girar para disparar a una silueta borrosa es la vía para borrarla y llegar a ese lugar donde solo llegan los hombres de verdad.

 

El duelo
Eva Ruiz
Editorial Capital Humano, 2021
525 páginas

 

 



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