DISFRUTES COTIDIANOS
La crónica francesa: añoranza periodística • Fernando Cuevas
Fernando Cuevas
La nostalgia por una época en la que una revista daba cuenta de la vida cotidiana de una ciudad, cual crónica vivencial de los hechos y sus circunstancias, más allá del número de palabras requeridas para los textos o las estrecheces temáticas. Detrás de los argumentos observados en los reportajes y toda la absorbente parafernalia al momento de llevarlos a la pantalla, aparecen miradas a la creación artística desde la locura, como escapatoria afectiva y reto a la mercantilización de las obras y los creadores; a las revueltas juveniles de finales de los sesenta y sus consecuencias en las transformaciones sociales y, para rematar, a las dificultades de los migrantes para poderse asumir como parte de la comunidad en la que se desenvuelven. Miradas, por supuesto, cómicamente estilizadas, nunca banalizadas.
Dirigida y coescrita por Wes Anderson, con el colorido y simétrico sello de la casa, La crónica francesa (The French Dispatch, EU, 2021) se basa en las historias de Roman Coppola (Isla de perros, 2018; Un reino bajo la luna, 2012; Viaje a Darjeeling, 2007), Hugo Guiness (El gran hotel Budapest, 2014) y Jason Schwartzman, cómplice en actuación y escritura de varias cintas del realizador texano desde la inicial Tres son multitud (Rushmore, 1998). Una revista cuyo origen está en Kansas, ahora asentada en alguna ciudad gala inexistente, prepara su última edición: una guía de viaje por la ciudad con un reportero ciclista (Owen Wilson), tres historias (La obra maestra de concreto; Revisiones de un manifiesto; El comedor privado de un comisario de policía) y el obituario del editor en jefe, un poco al estilo de lo que sigue haciendo The New Yorker, objeto de homenaje del realizador y de donde toma algunos de los personajes y relatos.
Un convicto ladrador (Benicio del Toro/Tony Revolori), enamorado de una oficial a la que pinta (Léa Seydoux), es “descubierto” por un compañero de celda (Adrien Brody) que al salir, lo vende como el gran artista abstracto que resulta muy poco prolífico, mientras una reportera (Tilda Swinton) va presentando la historia. Una revuelta estudiantil propiciada en inicio por la petición de que los estudiantes varones puedan entrar a las habitaciones de las mujeres, convierte a un joven en líder y mártir de un movimiento llamado Tablero de ajedrez (Thimotée Chamalet), en pugna con una compañera (Lyna Khoudri) y acompañado por una experimentada reportera que pierde la neutralidad (Frances McDormand). Y la crónica de un reportero (Jeffrey Wright), envuelto en el secuestro del hijo del comisario (Mattheu Almaric), durante una cena en la que se encontraba un sacrificado chef (Stephen Park), con todo y aventura policiaca y con apuntes discriminatorios.
El guion se articula como si se tratara de irle dando vuelta a las páginas, con algunos apuntes de cómo se desarrollaron y revisaron los artículos para su publicación: así, nos sumergimos en los relatos, narrados con destreza narrativa por Anjelica Huston, y regresamos a la superficie para repasar con el editor (Bill Murray, dominando la redacción y sus alrededores), los ajustes finales para su impresión, salvo, por supuesto, su propio deceso, en el que tampoco estaba permitido llorar, según se consigna en el marco de la puerta. Y no podía faltar, como parte del personal, el personaje que está en todos lados pero que parece no hacer nada, más allá de estar parado leyendo, presente pero sin intervenir, como una especie de observador no participante.
Está expuesta, quizá de manera incremental, la acostumbrada obsesión por el detalle visual en cada uno de los encuadres, angulaciones y desplazamientos de cámara, incluyendo ahora con mayor énfasis los movimientos circulares en convivencia con los famosos travellings cargados de guiños, convirtiendo la puesta en escena en todo un festín para la pupila que apenas alcanza a disfrutar de una escena, cuando la siguiente ya está absorbiendo la atención todavía con la retina procesando la anterior. Como un trabajo metódico y creativo a la vez, las secuencias se articulan como un escrupuloso trabajo de relojería, envueltas en una exhaustiva dirección de arte que se soporta de elusivos vestuarios y decorados, integrando toda una parafernalia extrañamente vinculada entre sí y con los objetos de las narraciones.
El casting es abundante y en su mayoría parte del universo andersoniano y no podían faltar, además, los actores de renombre participando en diminutos roles (Dafoe, Balaban, Winkler, Moss, Ronan, Norton, Schreiber, Friend, Waltz, Schwartzman, Smith), funcionando como bisagras para del desarrollo de los relatos, y de paso formando parte de este reparto coral entre habituales y recién llegados, acoplándose sin problemas a las claves que organizan este mundo estilístico, plagado de planos frontales en los que el rostro expresa todo el sentido de la toma, ya sea en solitario o con una multitud que llena el rectángulo, jugando con el fuera de campo y con sorpresivos avances frontales o subjetivos que le brindan diversidad continua a las estrategias de edición.
Los usos incisivos del color con predominancia de unas tonalidades según el episodio que se trate, de pronto transitando al blanco y negro, así como la inserción de animación para toda la secuencia de la persecución en el secuestro, nos va colocando en distintos estados de ánimo dentro de los límites propios del tono general del filme, aderezado por el score de Alexander Desplat con sus lances lúdicos, y las canciones de evidente aliento francés interpretadas por Charles Aznavour, Jarvis Cocker, Grace Jones, Chantal Goya y The Swingle Sisters, entre otros, además de las instrumentaciones de Morricone y Delerue, complementando, por si hiciera falta, la exquisita saturación a la que se han sometido nuestras pupilas.
Estamos ante una perspectiva entre melancólica, humorística y gozosa de un tipo de periodismo que parece disminuir su presencia, ese que se estampa en el papel y llega a los kioscos donde ya los lectores esperan para seguir devorando y coleccionando la revista en cuestión, cuando el día se abre como las ventanas de la calle. La saudade atraviesa el conjunto del filme y se entrevera con las cuotas del reconocible humor hierático que arranca esas sonrisas más permanentes que la carcajada efímera. Wes Anderson juega con extraviarse en la forma, pero en general consigue poner en el centro el fondo de su propuesta como artista fílmico.