CUENTO
Tachas 480 • Malcriadas miniatura • Tania Plata
Tania Plata

Eras tú divina inspiración
de mis tiernas porquerías
Funkito, La Lupita
Treinta de marzo, décimo primer cumpleaños de Pita, la más pequeña de las niñas Rodríguez. ¿Pero qué se le puede regalar a una prima teniendo siete mil quinientos pesos de sobra en la bolsa? Siete mil quinientos pesos que le quitan el sueño a Lili, la malcriada mayor. La fiesta ya no tendrá payasos, a petición de Pita. Ella prefiere otro tipo de juegos más avanzados y de regalo no quiere otra cosa que no sea un BlackBerry. Todos dicen que Pita se parece a Lili, que son un perfecto par de malcriadas miniatura: blancuzcas, flacuchas y dientes con alambres de púas atravesándoles la sonrisa; con una diferencia de ocho años y de siete mil quinientos pesos de sobra. Dinero que hoy parece ya no tener propósito, excepto por doscientos pesos que Lili gasta en un nuevo piercing, pues no eran suficientes las distorsiones en su cuerpo, así que se coloca un aro en el labio inferior.
Por más ardor caliente en su boca, no deja de pensar en ese día, en ese instante, aunque al Chema se le escurra el alcohol del 96 por ese brazo gordo y totalmente tatuado, mientras limpia la sangre del orificio en el labio de Lili, ella no deja de pensarlo, es aterrador a fin de cuentas. La pobre se vomita. No por Chema, ni por el alcohol, sino por esa sensación caliente que se esparce por todo su cuerpo dejándole las orejas rojas, latentes.
Siempre había tenido razón para exagerar con el maquillaje, ser fea, ser blancuzca, pero ahora lo único que quiere es dejar de ser minúscula. Es que, por más que se esfuerce, nadie cree que cursa el segundo semestre de Ingeniería Bioquímica. Es casi una mentira para cualquiera que la ve. Incluso el profesor Valverde, padre de Karla, insistió en decirle que la secundaria estaba a un lado, que era imposible que semejante “niñita” estuviera en licenciatura. En ese momento a Lili le pareció gracioso, además de intrigante la atención que le prestó Carlos, el hermano gemelo de Karla.
De vuelta en casa. Le ganan las ganas de vomitar por esas mil, dos mil o cuatro mil charlas de sexo que mantuvo con los gemelos. Vaya que si le da asco a la chiquilla, que no deja de preguntarse: ¿cómo es que cayó en sus juegos? En realidad fue muy simple, como encontrar el espacio vacío entre las orejas de la chiquilla.
El malestar no desaparece por sí solo, pero en el botiquín del baño únicamente hay aspirinas. Se traga la cartera completa y trata de dormir, acabando con lo que queda de semana santa. La casa pareciera ser un desierto si no fuera por Lourdes, su madre, que no deja de estar jodiendo. Lili le grita que si no piensa ir a la fiesta de Pita, mucho menos piensa en comprarle un regalo. Pero la guajolota no la deja en paz. La malcriada se levanta, muerde su nuevo arete, duele. Se amarra el cabello, se ve en el espejo, más que blanca, parece un fantasma, se empolva el rostro tratando de esconderse de su imagen de niña diminuta. Listo, puede salir.
—Pero, por Dios, Lili, ¿no te es suficiente con todas las chingaderas que te has hecho, que ahora te desgracias la boca?
—Ya déjala mujer —Pedro abraza a su malcriada—, yo hacía cosas peores a su edad. ¿Cómo ves si me pongo uno para que termine de berrear tu madre?
Lili no contesta. Sólo camina como zombi hasta el automóvil. El calor es insoportable, con todo y el aire acondicionado del auto. La niña transpira todas las aspirinas y a pesar del maquillaje, se le humedece el rostro. Su padre le pregunta varias veces si está bien, que si se siente enferma se regresan. Lourdes la tacha de chantajista, la pobrecita mami ya no puede con su mocosa chipil. Y remata diciéndole que si quiere ir a Mazatlán, pues que trabaje y consiga su propio dinero. Un frío monstruoso atraviesa su diminuto cuerpo, mejor le hubiera tirado un golpe a la cara, piensa Lili mientras baja del automóvil. Camina rápido hasta la plaza comercial, necesita un cambio de clima, pero no, el aire artificial la hace sentirse peor. Pedro la toma del hombro y camina junto a ella, le insiste que si piensa hacerse más cosas en el cuerpo, él la lleva con uno de sus amigos, no es seguro que cualquiera le perfore la piel. Ella no dice nada. Se adelanta, deja atrás a su par de viejos gordos.
Se detiene en el aparador de una juguetería. Pequeña tonta, ¿cuándo aprenderá a disimular y dejar de lado sus pecados? Entre el rosa, azul celeste, rojo, amarillo y azul marino de la tienda, sus ojos se clavan en un Mickey Mouse. La guajolota y Pedro se paran atrás de ella. Lourdes ve exactamente lo mismo que Lili.
—¿Crees que le guste?
—¿Qué cumplió, cinco? Mejor cómprale lencería y anticonceptivos —Lili ve fijamente a su madre—, ya ni la puta Barbie le interesa. Además, ¿quién quiere tener un maldito Mickey bizco mirándote mientras te desnudas en tu habitación?
Vaya si Pedro lo disfruta, Lili escupe todas las palabras apestosas que él no dice, aunque muere de ganas, pero no lo hará por que es un buen esposo. No reprende a su muñequita del mal, es que él no lo hubiera podido decir mejor. Y prefiere ser buena onda, comprensivo y divertido, como si eso lo exonerara de ser un ridículo.
Lourdes la toma del brazo y jalándola entran a la juguetería, le dice desesperadamente que así mucho menos tendrá el dinero para largarse a Mazatlán. Se ve que no tiene ni idea de que Lili, a sus diecinueve años, sabe ganarse siete mil quinientos pesos más el taxi.
A la malcriada le hierve el alma. Suéltame —grita y se zafa de la pecosa mano de su madre. Todos en la tienda las observan, pero a la guajolota no le importa y se asegura que todos escuchen lo burra y holgazana que es Lili. La chiquilla no le contesta nada, ni siquiera piensa qué decirle a la gorda.
Pedro abraza a su niñita sonrisa de lata. Lili chupa sus fierros y restriega su nuevo aro en ellos. Se dedica a ignorar a Lourdes. Mientras la malcriada finge interés en un montón de muñecas tontas, el bueno de Pedro quiere decirle que él le dará el dinero, que puede irse con sus amigos la próxima semana a la playa y que por favor si se encuentra con una sirena de piel morena se la traiga de contrabando, pero la guajolota interrumpe:
—Mira, esto seguro que le gustará —sostiene un ridículo diario morado con peluche rosa en los bordes, con cerradura automática de voz y una pluma con un corazón que se enciende—, sí, de seguro le gustara, está monísimo.
—¿Qué no entiendes que eso ya no le gusta a las chicas? —Pedro aprieta el brazo de Lili, es simple solidaridad.
—Sí, tienes razón, la Pita es igualita a ésta: unas pinches groseras que creen que todo merecen, cuando no son capaces de lavar sus calzones. Pero eso sí, nomás extienden la mano como si fueran bellas princesitas. Primero que se saquen bien los mocos y después que aprendan a picarle a sus celulares. Ni modo que le regale ese mugrero de celular, ni su madre se lo piensa comprar. Si es una niña de primaria. Ya no sé qué les pasa…
—Pubertad, adolescencia, espinillas, comezón en los genitales, malas madres gritonas, etcétera. Eso nos pasa, ¿y a ti mamá? ¿Por qué una vieja como tú no lava sus calzones? Pobre Carmelita, con tus cosas siempre se tarda todo el día…
—Mira, Lili, más te vale que te calles porque aquí mismo te rompo el hocico…
—Ya cálmense las dos. Te pasaste, Lili, discúlpate con tu mamá —petición que por supuesto pasa desapercibida—. Cómprale lo que quieras, es tu sobrina.
Lourdes paga el diario, la pluma y una tonta muñeca de trapo. Sin más que hacer, ahora como zombis, caminan hacia la puerta. Pedro se detiene un momento, saluda a un gordo sudoroso, desfajado, con el pantalón de mezclilla a media nalga, bigotón, casi totalmente calvo, repugnantemente peludo de los brazos y con un muñeco de Bob el Constructor en la mano. Pedro le presenta a su esposa la Guajolota y a su hija la Malcriada. El tipo las saluda y se le queda viendo fijamente a Lili, dice que se le hace conocida, muy conocida. Pero qué asco, pobrecilla, ella retira la mano de inmediato, se limpia el sudor en el pantalón. Se le enchina todo el blancuzco pellejo de su cuerpo, el calor desaparece y, como un cubetazo de agua, el frío baja desde su cabeza hasta los talones y se apodera de cualquier signo de vida en su diminuto cuerpo. El tipo insiste.
—No, no creo. Nunca olvidaría a alguien tan obeso —pedófilo, es lo único que Lili puede pensar. Qué estúpida, no puede disimular. —Voy al baño.
Lili sale corriendo al baño. El padre se queda sin palabras, jamás, pero jamás había sido grosera con personas ajenas a la familia, hasta con la novia de Martín, su hermano, es amable. Lourdes no encuentra palabras para disculparse. Pedro sabe que algo pasa.
Es que cualquiera la puede reconocer. No, no importa todo el maquillaje que traiga encima, cualquiera puede ver que es ella. Se encierra en el baño, baja su pantalón, orina, recarga sus codos en las rodillas y cubre su cara con las manos. Pobre idiota, llorar no arregla nada. El video ya debe de estar en internet, todos los malditos puercos como ése ya la vieron. La peluca rubia con bucles no engaña a nadie. Esa apariencia de niña de quizá catorce años que refleja sin maquillaje, los calzoncillos con caricaturas, la cama tapizada con peluches de Mickey Mouse no la ocultan. Las sabanas rosas, Carlos grabándola, diciéndole: ésa es mi chica. Karla interrumpiendo los primeros quince minutos, porque Lili no se concentra. Y la sensación de la punta de la nariz de los peluches en su entrepierna, vaya, ahora sabe que eso puede excitar a cualquiera.
Lili aún no le baja al baño cuando su estómago trata de deshacerse de las catorce aspirinas y el medio litro de refresco. El labio le arde. Pobrecilla, quisiera desaparecer de un solo movimiento y dejar de ser ella.
—Lili, Lili, ¿estás bien? —Lourdes no puede dejar de estar enojada, a pesar de escuchar los intentos del espíritu de Lili por dejar su cuerpo. Con voz de regaño sigue insistiendo: —¿Pues qué comiste? ¿Te traigo algo? Contéstame. ¿Te traigo un refresco? Bueno, voy por el refresco.
El dolor de Lili se concentra en la cabeza. La mocosa sale del retrete y se ve en el espejo entre miles de lucecitas. Cierra los ojos, sigue viendo lucecitas, y moja su cara. Un atole de maquillaje escurre por su barbilla mientras las palabras de Carlos se le clavan en la sien: lo hacemos todo el tiempo, sólo nos faltas tú. Seca su cara, la mocosa puede verse tal y como es, tal y como ese día: vestida con una ombliguera blanca, sin arete en el ombligo, pues se supone tiene que verse inocente, sin sostén, de cualquier forma nunca le hace falta, una peluca color miel con dos moñitos rosas, la falda escolar cortísima, que deja ver unos calzones ridículos de Mimí Mouse. Esa sensación en la vagina, demasiado hormigueo para alguien tan diminuta y Carlos lamiéndole las piernas mientras le subía las calcetas hasta la rodilla, sensaciones que no la dejan escapar de sí misma. Chiquilla tonta, todo por siete mil quinientos pesos, todo con tal de largarse de vacacihones a la playa, todo por seguirle el juego a los gemelos.
Lili trata de no llorar más. Lourdes la encuentra hablando sola y ocultando algunas lágrimas tras el cabello, no entiende nada, su diminuto cerebro de madre gorda no logra imaginar ni la cuarta parte de lo que está pasando. Pero una urgente necesidad de consolar a su pequeña chipil inhibe cualquier enojo y se desborda de ternura y amor, aunque su engendro no lo merezca. Lili no le dice nada, salen en silencio, además nunca la escuchan, sus palabras son tan diminutas como ella, sería saliva desperdiciada. Pedro la abraza, despojándola de la mano pecosa de Lourdes, es obvio que su mocosa no se encuentra bien. De cualquier forma, no es parte de su naturaleza estar enojado con su bebé. El malestar de Lili se reduce a que le cayó mal comer pescado toda la semana santa. Total, malcriada y panchera siempre ha sido y, como siempre, se lo pasan por alto.
Mientras caminan por la plaza comercial, Lili va sintiéndose mejor, el refresco calma la sensación de pérdida de su alma, aunque la combinación de jugo gástrico y de lima-limón se le pegan como sarro en todos los dientes y fierros. Lourdes aún piensa comprar algunas tonterías, está cansada de que los pucheros de su engendro le fastidien sus planes.
Entre la joyería chapada en oro y los “ya vámonos” de la malcriada, la guajolota sigue ensañándose contra Pita y su madre. Pero qué chistosa, cualquiera se reiría de ella, al saber que la vida de su hermana y sobrina son una parodia mal hecha de la de ellas, con la diferencia que Pita es la versión mejorada de Lili. No se cansa de recalcar y pregonar, a modo de que toda la plaza se entere, lo mal educada que es su sobrina y de lanzar perversos augurios sobre Pita. Jura que puede verla convertida en una vulgar ramera, primero dándose por un BlackBerry y después por quién sabe qué tonterías.
—Mientras no sea gratis —Pedro se ríe—, ya ves que muchas lo hacen por amor al arte. ¿A dónde vas, hija?
—Voy a comprarle anticonceptivos a Pita, según mi mamá los necesita más que respirar.
Lili se libera de su madre, aunque sea por un momento. Pedro titubea en seguirla, pero no lo hace, ahora ni siquiera él tolera las malas caras de su malcriada.
Pero sí que da lástima verla caminar agachada, como tratando de que la perdonara el mundo. Tontita, ya aprenderá. Mientras tanto, ella mete la mano en el bolsillo del pantalón y se topa con siete mil trescientos pesos y en el tercer sobresalto de su corazón, está segura de que perdió el alma. Dos horas para hacer el video perfecto de una niñita masturbándose con unos cuantos peluches de Disney, mucho más tiempo que cualquier acostón con Carlos, tres días sin hambre y toda la vida para recordarlo. Pero como cualquier mocosa malcriada tiene que salirse con la suya. Siempre hay una forma de adquirir lo que se desea.
Después de chupar por doceava ocasión sus fierros, encuentra la forma de sentir que, quizá, sólo quizá, pudiera recuperar su alma: un BlackBerry y otra malcriada miniatura, que es la expiación de sus pecados. Ve varios modelos, puede comprar cualquiera, pero no puede esperar más la sensación de bienestar y compra uno gris. Gasta lo que le sobra en cualquier pendejada, brillos labiales, accesorios para celular y alguna estupidez que termine, en definitiva, con esos siete mil quinientos pesos.
Para las seis de la tarde todos, excepto Lili, están en la fiesta de Pita. Pero a Lourdes le urge que llegue su malcriada a la fiesta, aún quiere tenerla bajo sus faldas, por más dura que sea la tarea. Le pide a Martín que vaya por ella, sin importarle que sea la primera vez que él lleve a su novia ante toda la familia. Pero Pedro se ofrece a traer a Lili, y a recogerla cuando termine la fiesta; sólo quiere hacerse el bueno, darle el dinero para su viajecito y que sea papi quien le arregle la vida.
Lili apenas termina de teñir su cabello, volvió a los negros, el rojo es muy cercano al rubio. Mientras se maquilla, mira de reojo la bolsa morada con papelitos rosas y no deja de sonreír, todo está regresando a la normalidad. Se ve diferente, aunque la tontita niega que se ve menor y el aro de su labio duela y arda sin articular palabra.
Mientras cepilla su cabello suena el rin rin raja del celular, es Carlos, vuelve a sonar. En estos tres días no dejó de insistir el teléfono y de lastimar el espíritu de Lili. Pero a la malcriada ya no le duele tanto, está segura de la redención de su alma y que aquéllos siete mil quinientos pesos, que ya no tiene, no la atan a ningún doloroso infierno. Contesta el celular, las palabras mimosas de Carlos se recrean como fotografía antigua, en la cabeza de cerecita de su pequeña Lili: a Karla y Carlos besándose, tocándose, para una cámara tan melosa en sus peticiones como la voz que invade los latidos de la pequeña malcriada.
La estúpida cede a sus peticiones, enciende la computadora, busca la página, ingresa el nip y con más de diez mil reproducciones en día estelar, Lili con la cara de Mickey Mouse entre las piernas. “Eres todo un éxito, muñequita”. La mocosa muerde el aro de su labio, se ve, se vuelve a ver moviéndose entre peluches, pero toda su atención se concentra en sus gestos. Carlos insiste en hacerlo de nuevo, la malcriada sólo puede observarse, como la observa el mundo: ahora desnuda y con otro peluche más adentro de ella. La niñita deja de respirar, su queridísimo novio le pide que sea coestelar con él y Karla. Pero quiero ver cómo la estúpida sale de ésta. El labio comienza a sangrar, una gota oscura, larga y sin final, detiene cualquier palabra. Pedro toca a la puerta. Lili regresa, escapa de su imagen de niña perversa, apaga el monitor, avienta el celular a la cama, limpia su barbilla y abre la puerta.
—¿Qué haces? —Pedro camina y se sienta en la cama.
—Viendo pornografía —qué linda, ya está aprendiendo a ocultar sus pecados—. ¿Ya nos vamos?
—Sé que estás enojada pero, aunque no lo creas, de alguna forma tu mamá tiene razón, debes ganarte tu propio dinero. Bueno, no digo que te mantengas tú sola, sino que, para darte estos gustos, como ir a la playa, pues no estaría mal que…
—Sí, ya sé. Mejor vámonos —Lili toma la bolsa del regalo, es urgente entregarlo, que recupere su alma.
—Déjame terminar. Ven siéntate. Yo te voy a dar el dinero, tú te vas, te diviertes y cuando regreses me ayudas en la tienda todas las tardes, así tu mamá no estará berreando y todos contentos. No es mucho pero completas bien. Nada más no te aloques.
Para Pedro es un momento memorable de padre e hija. Para Lili, que sabía que esto pasaría, es el toque que le pone fin a su berrinche. Pobre estúpida, si ella sabía que su viejo gordo la rescataría, le daría el dinero y la malcriada sin pecados, más que ser ella misma, disfrutaría de la playa y de sus gemelos perversos.
No son ni la mitad de los siete mil quinientos pesos, su querido papá le da tres mil pesos. Definitivamente su alma no regresará completa. Lili le da las gracias y sin planearlo, sin tener control, la malcriada cae en su faceta de niña buena, de hija linda, de la niña de papi.
De camino a la casa de Pita, platican de las fechorías de Pedro en su juventud, claro que se convierten en pretextos para que Lili viva la vida a su antojo, ya que lo último que quiere un padre tan amoroso, como el viejo gordo, es que termine siendo una retraída como Martín, a causa de las enaguas de Lourdes.
De repente el auto se vuelve el lugar más silencioso del mundo. La malcriada se aferra a la bolsita morada de papel, sabe que cualquier cosa que su viejo le cuente no se compara con lo que ha hecho. Vuelve a morderse el arete, sangra. Pedro la ve y la regaña, diciéndole que se lo advirtió, que el labio se le está pudriendo.
De nuevo el silencio.
A unas calles de la fiesta suena el rin rin raja. Es Carlos, no se dará por vencido, su noviecita es una estrella, casi tan exitosa como los gemelos en vivo. Pero Lili no piensa contestar.
—¿Es tu madre? —Pedro pregunta haciéndose el gracioso.
—No. Es Carlos —la chiquilla le contesta sin mirarlo y con todo el cuerpo paralizado.
—Contéstale.
—No. Ya no andamos, pero me sigue jodiendo.
—Pues dile que si no te deja en paz, Martín le va a partir su madre —se ríen—. Entonces, ¿ya no vas a ir a Mazatlán?
—Por supuesto que no —Lili se quita el cinturón de seguridad. Pedro detiene el carro.
—¿Que harás con el dinero? —la luz del atardecer invade el rostro del viejo.
—Ya veré qué —la malcriada azota la puerta del carro. Por fin, siente que el aire refresca su pequeño cuerpo. Tiene que darle la bolsita morada a Pita.
Entra a la casa. El labio le arde. Saluda a la abuela y a sus tías. Ve la pila de regalos, pero no piensa dejarlo ahí. Busca a Pita entre los globos rosas, las niñas anoréxicas que se creen súper modelos, el pastel de almendras y las críticas a su cabello negro. No la encuentra. El arete le sabe a sangre desesperada. El rin rin raja de nuevo. Esto no le sale como lo planeó. Entonces la vocecilla chillona de Pita, un abrazo hipócrita, pero que consuela a la mayor de las malcriadas. Le da la bolsita morada, a la chiquilla le chispean los ojos. Lili apaga el celular. Pita destroza los papelitos rosas.
—Es justo lo que quería —Pita grita con todas sus fuerzas. Con un abrazo, Pita es la enmienda de Lili.
Todos miran el aparatito, las explicaciones sobran. Lili se quita el aro de la boca, pero no le deja de doler. Le dio el mejor de los regalos, pero qué dadivosa, tal y como su madre y como la madre de Pita cuando se trata de expiar grandes culpas con sus niñas. Entonces el bienestar regresa a Lili con cada cucharada de pastel de almendra y sonrisas, gritos y demás boberías de Pita. Y así, como si nada, se salen con la suya un par de malcriadas miniatura.