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Tachas 481 • La Fiesta del Fin del Mundo [fragmento] • Rodrigo Ramos Bañados

Rodrigo Ramos Bañados

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Tachas 481
Tachas 481 • La Fiesta del Fin del Mundo [fragmento] • Rodrigo Ramos Bañados


San Pedro de Atacama podía compararse a un camaleón. Si existiera el verbo camaleonar, el pueblo camaleonaba, es decir, cambiaba de color de acuerdo al momento. En el Cameleón viví cinco años, haciendo una serie de trabajos en el turismo. Se trabajaba y se pasaba bien al mismo tiempo. Conocí a mi pareja, en medio de la vorágine. Entendimos, desde un principio, que tres meses en el pueblo era similar al desgaste de un año en cualquier otra ciudad del país. Por esa razón llegué a Puerto Natales, tras una serie de decepciones. Decidí venirme después de las famosa fiesta del fin del mundo, el 21 de diciembre de 2012, el fin del mundo maya, que para mi terminó en un desastre, pero partamos del principio. 

Dentro de los camuflajes para el fin del mundo, el Camaleón también fue una meca del new age. A ese concepto apostamos con Ernesto. Al Camaleón llegarían cientos de personas, aquejadas por los males de la vida citadina, con la idea de purificarse. O, inyectarse nuevas y mejores energías para regresar a sus estaciones de vida y continuar en la monotonía. El Camaleón era considerado, o más bien vendido, como una zona energética caliente; con un especia de portal imaginario como la estrella en la punta del árbol de pascua. Captar la energía cósmica era el desafío. Había que empezar limpios el cambio de era. Puros. Livianos. 

Siempre había dispuestos a pagar bastante dinero para la sanación cósmica. 

Demandaban al mejor gurú; y nosotros, como comerciantes, debíamos contar con el más creíble. Por esto había tanta oferta. Quizás tendría más éxito el gurú más atlético; el que los hiciera reencontrarse con ellos mismos, y que les definiera finalmente qué mierda eran y qué hacían en el mundo. Quizás el gurú más parecido al impresionante Jesús, del actor Robert Powell, en la película de Zeffirelli se quedaría con los bonos en base a la apertura de la glándula pineal. Quizás un profeta con la mezcla de Mahoma, Jesús, Buda o Osho, con algo de sobrepeso y barba amarillenta, estuviera recitando en hindi, en alguno de los tres hoteles de lujo, para una clientela de lujo. Quizás alguien simple, con una aura detectable, atrajera la energía de la alineación de planetaria, a través de una esvástica hindú y el sonido de los cuencos.

Nosotros contratamos a una bruja blanca peruana, así se hacía llamar, de nombre Iris, que sanaba a través de la imposición de piedras. A estas alturas uedo parecer una egoísta que buscaba aprovecharme de las creencias de los demás, sin ningún respeto, sólo con la intención de lucrar. Había mucha verdad en eso, pero también un desencanto. Un desencanto de la fe y del ser humano. 

Otro camuflaje del pueblo en la previa del fin del mundo era de un Woodstock en 1969. De tanto observar, hice subcategorías de hippies -las que escribí en un cuaderno-, dentro de mi público objetivo, o sea desde los hippies chicm espirituales, hasta los hippies roñosos. Los últimos, como puede suponer, no entraban en el negocio. Los hippies roñosos eran quienes acampaban en los costados del riachuelo, bebían vino tibio en caja y seguían escuchando a Janis Joplin con pasión, como si el mundo se hubiera quedado pegado en 1969. Estos chicos ingenuos ni siquiera habían nacido en 1969, lo que me generaba cierta ternura. De vez en cuando me fumaba un caño de hierba con ellos para hablar de rock progresivo. 

Los hippies chic contaban con dinero para sus experiencias. 

De ellos se puedo decir, según mi plan de negocios, que cierta necesidad espiritual insatisfecha; un vacío que parecía atormentarlos hasta la profundidad del alma. Un día, quizás, y esto es cuento mío, no pudieron más con sus vidas cómodas en la ciudad y estos abogados, sociólogos, ingenieros, contadores, profesores, communitys managers tops de líneas aéreas o bebidas energéticas, editores o emprendedores de la más diversa índole, se cuestionaron todo; absolutamente todo; desde lo leve a lo profundo; desde las redes sociales que ocupaban hasta lo que comían y decidieron retirarse. 

Primero se retiraron por un fin de semana a una playa boscosa como Quintay o Tunquen, en las cercanías de Valparaíso. Encerrados en alguna cabaña con techo de canoa, diseñada por un arquitecto con un corte de pelo que se adaptaba a la forma del viento, en medio de un jardín, y bajo la mirada de un gurú, en cuyo currículum estaban las palabras Tibet y Delhi, permanecían varios días sin hablar, meditando hacia los vericuetos de su interior y en sus vidas pasadas. En medio, se alimentaban con arroz y bebían agua pura de la Patagonia. 

Se purificaban mientras contaban arroces. 

Y pagaban bastante dinero por ese silencio, por el arroz insípido y por el agua mineral pura de los glaciares del sur de Chile, Sin embargo, los silenciosos estaban demasiado cerca de Santiago, de sus casas; de sus amigos y de sus costumbres que consideraban tan banales, pero les daban dinero.

En consecuencia, decidieron romper con todo, la familia y sus proyecciones de felicidad -tan amplios que aquí no se pueden explicar- y hasta con el místico paisaje del bosque que evocaban algún acantilado de la Gran Bretaña, visto en las películas de celtas y las de Peter Jackson. 

Así, cualquier día, llegaron a purificarse al mindfulness del desierto, para equilibrar ese mundo interior y cuando estuviera todo ok, después de mil reikis, conectarse con lo cósmico y divino, regresarían para dedicarse al yoga en sus diversas variantes. ¿Cuánto había de moda? ¿Cuánto había de paz en ellos? No lo pude resolver. Para nosotros esto no se trataba de resolver nudos del alma, si no que de un negocio; de un simple negocio. Ganar dinero a través de los vacíos de otros.  Nuestra felicidad a costa de los vacíos espirituales de otros. Vimos la oportunidad antes del fin de mundo de hacer dinero.

De repente, estos hippies milllennials o millennials hippies por alguna causal espontánea que podría tener relación con el aburrimiento dejaban de serlo para siempre. El acto se producía camino al aeropuerto de Calama. Regresaban a sus oficinas en Santiago, livianos, pero con una experiencia mística personal para contar, y promover a otros, como ellos, el magnífico pueblo de adobe y sus calles de polvillo anaranjado que teñía la ropa como si ésta habría sido nevada por las partículas de una fruta cítrica rayada.

El límite del hippismo parecían ser los cerros puntaguiados como conos de cartón, como las muelas del cráneo de un perro seco, que flanqueaban la carretera. Los cerros representaban una bienvenida casi marciana hacia de otro mundo, o hacia un extraño planeta. O una salida, después del mindfulness a la realidad, a la competencia, al sistema. 

Después de sacarme las ropas sucias de arena tras un tour a caballo, sólo quería sumergirme en las aguas del Caribe, en una vacaciones. Soñaba con bañarme con delfines en un resort. Libre. Sin nada que me recordara por un tiempo a ese desierto vende humo de mierda. 






 

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Rodrigo Ramos Bañados (Antofagasta, Chile) 1973. Periodista y escritor. Es autor de los libros Pop (Cinosargo), Alto Hospicio (Quimantú, Emergencia Narrativa) y Namazu (Narrativa Punto Aparte), todos ambientados en la zona norte de Chile.

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