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Tachas 486 • Jean-Luc Godard: Deconstrucciones • Fernando Cuevas

Fernando Cuevas

Jean-Luc Godard
Jean-Luc Godard
Tachas 486 • Jean-Luc Godard: Deconstrucciones • Fernando Cuevas

Si procedo con rupturas, saltos, cortocircuitos, es porque somos hijos de la mecánica cuántica. 

Somos, a la vez, ondas y corpúsculos. Se salta y nunca se sabe dónde estás.

J. L. Godard, 1998.

Si la historia del cine tiene un referente que porta la bandera de la ruptura, el cuestionamiento a sí mismo y la apuesta por la innovación del lenguaje propiamente fílmico, ese es Jean-Luc Godard: no es el único, tampoco el primero, pero sí uno de los que durante más tiempo mantuvo una notoria y nutrida presencia como un cineasta desafiante y propositivo, arriesgado y en constante evolución, desde sus rol como crítico y analista en los años cincuentas del siglo pasado hasta sus obras finales, ya entrada la segunda década del XXI, pasando por su membresía titular del movimiento conocido como la Nueva Ola francesa.

El carácter conflictivo no reconocía fronteras entre su vida personal y sus obras, como si de un continuum se tratara: desavenencias con estimados colegas como Truffaut y Varda, por ejemplo, posturas políticas retadoras desde su bien asumida situación de privilegio y ásperas críticas al mundo del cine, al que buscó transformar desde dentro, a pesar de no ser su interés vocacional de inicio -pensó en la antropología y la pintura- y al que concebía como un vehículo expresivo más allá de solo contar historias: con el paso del tiempo, fue radicalizando esta postura al punto de enfocarse en el uso de imágenes para plantear sus posturas críticas desde una lógica experimental, abstracta y exploradora, abriendo más cuestionamientos que aportando respuestas. 

Nació en París en 1930; su padre era médico y su madre pertenecía a una acaudalada familia de banqueros suizos, país al que se mudó en la II Guerra Mundial. De joven empezó a convertirse en un cinéfilo empedernido y asiduo asistente a la Cinémathèque francesa, para de ahí conocer a otros entusiastas como él –Truffaut, Rohmer, Rivette- y fundar la icónica revista Cahiers du Cinéma, faro reflexivo del cine mundial en cuanto a volverse serio cuestionador de la mayor parte de las películas que se producían en aquellos años, ensalzando a Hitchcock, Hawks, Preminger y Wilder, entre otros realizadores insertados en Hollywood con todo y sus reticencias frente a la lógica de producción de los grandes estudios, y plataforma para que de su posición como críticos pasaran al terreno de juego los ya mencionados.

Empieza la deconstrucción

Tras una serie de cortos durante aquellos años, por fin entregó Sin aliento (1960), su disruptivo debut en el que puso en imágenes varias de sus ideas acerca de los desafíos que implicaba renovar el lenguaje cinematográfico. A partir de una sencilla premisa argumental propuesta por Truffaut y Chabrol –un ladronzuelo se mete en complicaciones por matar a un policía y mientras escapa, intenta conquistar a una joven estadounidense estudiante de periodismo- se recuperan elementos del género negro para subvertirlos, con todo y el nihilismo y ambigüedad del escapista, interpretado con el desdén justo por un bogartiano Jean Paul Belmondo, y se despliega una puesta en escena de notable liquidez, con encuadres imprevistos y unos desplazamientos de cámara que contrastan con la imprevisible quietud de los diálogos. 

Ser inmortal y después morir, como responde un escritor entrevistado por la protagonista, encarnada con frescura decisiva por Jean Seberg. Llena de cuestionamientos acerca del sinsentido de la vida para los jóvenes y el aparente desinterés reinante, reforzados por los representativos saltos arbitrarios de la edición, ásperas yuxtaposiciones y una constante sensación de inmediatez en la filmación de las tomas, acentuada por esa sincopada banda sonora de Martial Solal, la película pronto se convirtió en una de las más influyentes de la historia del cine, insuflando nuevos alientos estéticos a través del juego constante entre representación y realidad y consolidando en definitiva al movimiento de la Nueva Ola, iniciado pocos años antes.

La década de los sesentas fue la de la cimentación de su propuesta, mutando y explorando nuevos derroteros estilísticos y conservando ese espíritu inconforme que lo acompañó hasta su última obra. Además de algunos cortos y segmentos, realizó Una mujer es una mujer (1961), revisando el deseo de una artista (Anna Karina) por convertirse en madre y las reacciones masculinas con los consecuentes conflictos, temática que abordó también, integrando una vertiente de crítica laboral, en Masculino femenino (1966), con todo y esos cortes a negro para resaltar ciertos diálogos y encuadres que rompen la normalidad de los diálogos.

A partir de un guion escrito en una sola página, Vivir su vida (1962) sigue en doce claramente indicados episodios a una mujer en crisis existencial, interpretada otra vez por Anna Karina, que termina ejerciendo la prostitución en busca de la liberación, temática explorada en Una mujer coqueta (1955), su primer corto; por su parte en El soldadito (1963), surge un romance entre una hombre y una mujer (Karina, de nuevo) de bandos contrarios durante la guerra de Argelia, retomando un contexto bélico ahora ficticio en Los carabineros (1963), donde algunos granjeros son engañados por abusivos soldados. Continuó con El desprecio(1963) y su reparto de lujo conformado por Brigitte Bardot, Michel Piccoli, Jack Palance y Fritz Lang, entre otros, escenificando el desmoronamiento de un matrimonio en el contexto de la filmación de una película, relatado en la novela homónima de Alberto Moravia que vio la luz en 1954.

Con Banda aparte (1964), basada en la novela negra de Fool’s Gold de Dolores Hitchens, muestra de los vericuetos visuales reflejados en la puesta en escena y los encuadres, ratificó su admiración por algunos filmes del Hollywood clásico a través del gusto de un par de jóvenes que convencen a su interés romántico (Karina, quién más) de participar en un robo, asumiéndose como ladrones de película, en tanto La mujer casada (1964) presentaba otro trío, ahora el conformado por la esposa superficial, su amante pagado de sí y el marido abusivo, en el que llega un momento de tomar una decisión para ella y ver con quién se queda, sin que haya mucho que escoger.  

El despunte de la deconstrucción

El fundamental cineasta franco-suizo continuó estirando y dinamitando las fronteras de los géneros vía Alphaville (1965), en metafísica clave cienciaficcional intervenida por el cine noir, presentando a un agente en misión secreta dentro de una ciudad en un planeta lejano dominada por un siniestro científico y su computadora., incluyendo ecos poéticos tomados del texto Capitale de la douleur de Paul Élard y una enigmática fotografía del habitual Raoul Coutard; en esta vertiente igualmente trastocada desde la narrativa misma, realizó Made In U. S. A. (1966), en que la incombustible Anna Karina, esposa del director, investiga la muerte de su amante, retomando The Jugger de Westlake; entre ellas, presentó Pierrot el loco (1965), basada en la novela Obsesión(1963) de Lionel White, coloca una vez más a un huidizo Belmondo con un trasfondo artpop, ahora dejando todo en París para emprender otra final de escapada en compañía de una niñera con vínculos riesgosos.

Una relación entre un hijo de Marx y una hija de la Coca-Cola, como advierte uno de los entretítulos característicos del realizador, sirve como metáfora para Masculino, femenino (1966), filme que retoma a Guy de Maupassant y reflexiona sobre los vínculos que establecen los jóvenes parisinos vistos a través de un periodista recién salido del ejército en busca de trabajo y una cantante en los inicios de su carrera, con las contradicciones en las que se desenvolvían dentro de un entorno en ebullición, mientras que en 2 ó 3 cosas que yo sé de ella (1967), desplegada con los compases de Beethoven, volvió al tema de la prostitución, acá ejemplificada por una mujer con dos hijos que la ejerce en las noches mientras se desempeña como ama de casa en la mañana: otro fresco de la vida parisina plasmado desde casos particulares.

A partir de La china (1967), su filmografía profundizó en el enfoque político, muy a tono con los tiempos de revoluciones y movimientos juveniles: aquí un grupo de estudiantes analizan cómo construir una comunidad maoísta a través de tácticas terroristas. Participó en el documental realizado a varias manos, Lejos de Vietnam (1967), con el segmento autorreferencial Camera-Eye, corroborando la influencia de Vertov, en cuyo honor fundó un grupo con el que rodó varios filmes a inicios de los setenta, de orientación marxista, y en el filme colectivo Cinétracts (1968), compartiendo con Chris Marker, Alain Resnais y Philippe Garrell, entre otros renovadores de formas y secuencias, la presentación de cortos alrededor del famoso mayo del ’68.

En este año también presentó Un filmme comme les autres (1968), centrado en los debates entre estudiantes con ínfulas revolucionarias y un par de obreros de la fábrica Renault, con imágenes de las revueltas juveniles como trasfondo; además, junto con Truffaut, intentó boicotear el festival de Cannes. En otra tesitura, La autopista del sur, cuento de Cortázar, sirvió de inspiración para Weekend (1967), relato de un matrimonio que planea matar a los padres de ella para obtener una herencia, mismo periodo en el que apareció el documental Sympathy for the Devil (One + One) (1967) con The Rolling Stones departiendo miradas sobre la contracultura de aquella época, Panteras negras incluidas. 

Ya divorciado de Karina continuó con esta perspectiva contestataria y de crítica social, sin dejar de lado su corrosivo humor y sus digresiones discursivas, tanto en La gaya ciencia (1969) con dos jóvenes –un tataranieto de Rousseau y una militante- discutiendo en un set de televisión acerca de la necesidad de reinvención del cine y otras temáticas entre carteles, imágenes, secuencias y diversos elementos visuales acerca de los días convulsos que se viven en el mundo, como en Todo va bien (1972), filme con el que consolidó su colaboración con Jean-Pierre Gorin y en el que un matrimonio en crisis conformado por un cineasta y una reportera (Yves Montand y Jane Fonda) quedan atrapados en una fábrica al estallar una revuelta, situación que sirve para analizar los contextos laborales y las lógicas relacionales en las sociedades capitalistas.

Con Número dos (1975) ahondó en su propuesta experimental al yuxtaponer dos imágenes en la pantalla para seguir a una familia en los barrios de interés social y así construir un retrato social de la Francia de mediados de la década, para continuar con Aquí y allá (1976), en la que sigue a una familia francesa viendo la televisión y otra palestina en los territorios ocupados, a través de la combinación del cine y el video, revisando la liberación del pueblo en el eterno conflicto con el estado israelí, y con Comment ça va? (1978), mirada sobre la complejidad del medio fílmico, el manejo de la información y el enfoque político e ideológico, desarrollada a través del intento de dos trabajadores de un periódico comunista para realizar una película: en cierto sentido, los filmes se constituyeron como una declaración autocrítica respecto a la orientación de sus cintas de carácter marxista.

A partir de estos años, Godard expandió su obra creativa hacia otros territorios y con un énfasis en el análisis de los medios de comunicación y los artefactos tecnológicos en relación con las sociedades y los individuos, como las instalaciones, el video, los anuncios y series televisivas y los ensayos y misivas visuales, contando con la colaboración de Anne-Marie Miéville, quien lo acompañó hasta su último día. Destacan las miniseries Six fois deux / Sur et sous la communication (1976), donde a lo largo de seis episodios confrontan al poder creciente de los medios de comunicación y su carga ideológica que pudiera pasar desapercibida, y France/tour/détour/deux/enfants (1977-1978), desarrollada a partir de las entrevistas a un niño y una niña, centrándose en los efectos de la televisión en términos éticos y estéticos.

La exploración de otros medios y sus consecuentes mediaciones, no impidió que el gran creador de polisémicas imágenes siguiera rodando filmes, tanto cortos como largos, de ficción y documentales, iniciando la década ochentera con Sálvese quien pueda(1980), dibujando con multiplicidad colorida un triángulo relacional con todas las complejidades implícitas del cruce de sentimientos y el deseo sexual, construidas con las habituales disrupciones en la narrativa y encarnadas por unas muy jóvenes Isabelle Huppert y Nathalie Baye en vínculo con Jacques Dutronc, quienes dan vida al guion de Miéville y Carrière, siempre a punto del escapismo; combinó esta observación sobre las relaciones amorosas con la inspiración en el arte y la reflexión sobre el cine como contador de historias y la política en Pasión (1982), de nuevo con la presencia de Huppert, ahora junto a Michel Piccoli.

Su siguiente ficción fue Nombre: Carmen (1983), que se llevó el León de Oro en Venecia y en la que la terrorista del título se vincula con un agente de seguridad para continuar con sus planes, en tanto Yo te saludo, María (1984), que provocó airadas reacciones del Vaticano, actualizó con maestría y una bienvenida cuota de polémica, centrando el análisis sobre la pureza desde un perspectiva espiritual y artística, el relato de la madre virgen y José, aquí apareciendo como una joven que juega básquetbol y un taxista, respectivamente. Esta vertiente de considerar la voluntad y presencia de Dios como parte de la vida humana con todo y sus estados de angustia, la revisó también en Peor para mí (1993), que retoma la vida del poeta Leopardi y en la que Gerard Depardieu decide dejar a su esposa de muchos años, con todas las implicaciones del caso.

Volvió al género negro –es un decir- con tintes de comedia en Detective (1985), en la que un investigador mantiene el interés por un caso no resuelto sucedido en un hotel y por el que fue despedido años antes, ahora ayudado por su sobrino y la novia de este, mientras que un entrenador de boxeo busca que su pupilo gane en el ring para saldar una cuenta con la mafia, mientras que en El Rey Lear (1987) propuso una mirada punk del clásico shakespereano con la presencia de múltiples figuras del mundo del cine como Woody Allen, Leos Carax, Julie Delpy, Freddy Buache y Peter Sellers, entre otros.

La interminable deconstrucción

Desde su postura como crítico prosiguió con un proyecto amplio, a manera de intervención visual y con marcado talante avant-garde, difícil de aceptar en un medio como el televisivo, sobre todo en aquellos años: se trata de la serie Historia(s) del cine(1988-1998), intenso y crítico recorrido por este arte durante el siglo XX, revisado a lo largo de ocho absorbentes capítulos que abren percepciones múltiples a través de esta imbricación y superposición de imágenes referenciales, letreros reforzantes y discursos verbales listos para ser descifrados cada vez que se escuchan, girando alrededor las particulares ideas respecto al lenguaje y forma del cine.

Después de varios cortos documentales, videos y participaciones en filmes grupales, grabó los mediometrajes Le rapport darty(1989), elucubrando sobre el consumismo; Alemania, año nueve cero (1991) en el que retomó a su personaje de Alphaville para describir la soledad en los tiempos que corren postmuro de Berlín, y Les enfants jouent à la Russie (1993), con el viejo cómplice László Szabó, en un apunte sobre la política en tiempos donde se suponía el fin de la guerra fría, el arte y las formas de hacer cine desde lógicas contrastantes. Una compañía de teatro es capturada en Sarajevo y tratados como prisioneros de guerra, mientras un anciano realizador intenta terminar su película en For Ever Mozart (1996), observación acerca del desarrollo artístico en contextos complejos.

El siglo XXI vio cómo siguió radicalizando su apuesta a través de la elaboración de vitales ensayos visuales a manera de caleidoscópicos patchworks, girando alrededor de temáticas como la invasión digital y la endeble situación del cine como forma artística. Después de entregar The Old Place (2000), texto encargado por el MoMA para explicitar el papel de las artes en la sociedad contemporánea, entregó Elogio del amor (2001), filme dividido en dos partes, considerando a este sentimiento-disposición-valor como un objeto de estudio realizado por un director de cine a través del análisis de tres parejas de distintas edades y a partir de cuatro etapas que generales que se pueden vivir: encuentro, pasión, separación, reconciliación; en la segunda parte, ocurrida un par de años antes, se retoma el momento en que este cineasta conoció a la mujer con la que iba a trabajar en el filme, exponiéndose cómo la propia realización termina implicando al realizador.

En Nuestra música (2004) transitamos por tres reinos como la Divina comedia de Dante: el infierno, representado por un continuo de imágenes sobre la guerra, sólo acompañados por unas cuantas frases y un piano; el purgatorio, trayecto desarrollado en Sarajevo con énfasis en la importancia del reconocimiento del otro y de la poesía, cerrando con la presencia de una joven que consigue tener un estado de paz en una playa con marines estadounidenses, después de los sacrificios en apariencia necesarios. Cine socialismo (2010) explota la saturación que ofrece el video digital para desarrollar sus tres movimientos: las conversaciones en un crucero con la presencia de Patti Smith y Alain Badiou, entre otros personajes y turistas distraídos, conforman Cosas así; unos niños llaman a sus padres para que les expliquen los significados de la libertad, igualdad y fraternidad en Nuestra Europa, y en Nuestras humanidades visitamos Egipto, Palestina, Odessa, Hellas, Nápoles y Barcelona, con sus mitos y realidades.

Tras algunas colaboraciones y trabajos cortos, volvió al mundo del largometraje con Adiós al lenguaje (2014), obra que parecía un primer epitafio realizado por Godard a sus 84 años, estableciendo una despedida, en efecto, de cualquier lógica narrativa y planteando un conjunto audiovisual de amplia interpretación que en cierto sentido se complementa con el punto final cual segundo epitafio, la pulsante El libro de imágenes (2018), sugiriendo, entre los varios mensajes que se pudieran entresacar a partir de las secuenciaciones y modificaciones de las composiciones, cómo los artefactos tecnológicos han trastocado incluso las formas y método de pensamiento de la humanidad. 

Jean-Luc Godard desarrolló la idea del cine como artificio, representación y realidad con los personajes dirigiéndose a nosotros como si de pronto tomaran conciencia de su propia condición actoral, considerando con frecuencia el apunte político de largo alcance o bien el de la intimidad; las relaciones amorosas fallidas y las crisis en los vínculos románticos fueron materia de múltiples miradas por parte del director, a menudo entrelazadas con esos contextos sociales y políticos referidos en varias de sus obras, algunas de ellas decididamente militantes apuntando sus dardos sobre guerras específicas y sistemas de gobierno, y otras con un enfoque paródico y casi de autocrítica hacia la propia sociedad francesa con todo y su progresismo.

Varios de sus personajes se encontraban atrapados en el nihilismo, en tanto que otros mantenían esa búsqueda de la libertad personal y afectiva, o bien se entrelazaban en ideologías que buscaban poner en práctica desde su propio contexto: parecían ser víctimas de sus circunstancias o de las condiciones que ellos mismos se habían creado, al fin padeciéndolas, aunque por otro lado, se presentaban otros que se mostraban adaptados en una especie de rendición ante las estructuras; claro que en algunos casos, hombres y mujeres rompían los cercos para abrirse a otras posibilidades, no siempre llegando al puerto esperado a pesar del esfuerzo. 

Y claro, siempre buscó dinamitar el cine desde dentro, aclarando que con una mujer y una pistola podía hacer una película: teorizar sobre la imagen y su interpretación, el uso constante de la palabra sobreponiéndose en la presentación visual, cuyo eje era frecuentemente alterado para crear encuadres inesperados, al tiempo que se reinterpretaba la luz tanto en términos tanto físicos como metafóricos, tal como utilizaba el blanco y negro con sus respectivos énfasis y la paleta de colores en función de estados de ánimo indicativos y en ocasiones contrarios. Ahí están los juegos para desmontar los géneros y combinarlos, incluyendo su ambivalencia hacia el cine estadounidense en general y al de Hollywood en particular, luchando contra las complacencias y sin menospreciar las capacidades de apreciación del espectador, en el contexto de la sociedad del consumo y el espectáculo.

Han resultado de gran trascendencia las disrupciones en la narrativa que tanto exploró y reinventó, planteando una edición de sonido que gusta de romper con la imagen, traslapándose, y dar pie a guiones cada vez menos presentes, dejando líneas narrativas generales y así abrir espacio a la inmediatez y a la intuición, invitando al caos pero envolviéndolo al fin con el sello particular. los cortes bruscos y los saltos en apariencia caprichosos, de pronto rompiendo el eje visual. El riesgo de proponer aparentes incoherencias que pronto cobraban sentido, o no; voces que se interrumpen en batalla cacofónica con los letreros diacríticos, como parar de contexto y proponernos fusiones imprevisibles, de pronto con una fuerte carga autorreferencial.

Decidió finalizar su vida a los 91 años, a través de una muerte asistida en Suiza, acaecida el 13 de septiembre del 2022. 

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