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Tachas 488 • Dientes de leche • Abril Altamirano

Abril Altamirano

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Tachas 488 • Dientes de leche • Abril Altamirano

…es como quien se come lo que crea.

El Antropófago, Pablo Palacio

Los días de Iris eran una corriente turbia hasta que supo que en su vientre crecía Arawi. No importaban ni la forma ni el sujeto, ni el dolor que quedó rasgándole el vientre, ni el hilo de sangre que alcanzó las calcetas blancas, ni siquiera los golpes del padre que le cayeron después, por la deshonra. Era de ella, lo primero en la vida que le pertenecía por completo, lo único que nadie podría quitarle nunca. 

—Que te lo saque la bruja Bacha —le dijo la madre todavía roja de coraje, consciente de que la sugerencia era absurda: la bruja cobraba caro y no había dinero. 

Luego, con más calma, la envió al mercado con el canasto de mimbre y una lista de hierbas conocidas por sus bondades para aliviar los tropiezos de las mujeres solteras. Ruda, flores blancas, canela, menta, ajenjo… Cada mañana, la madre hervía agua en una olla y soltaba una a una las matas en la taza, y noche a noche, a hurtadillas, Iris vertía el líquido sobre la tierra seca del jardín. 

La panza se hizo evidente y la obligaron a dejar la escuela. Mal ejemplo para las niñas, la llamaron, y ella comprendió, por fin, que había dejado de pertenecer al grupo de las niñas. El padre no se dejó conmover por la anunciación de su primer nieto. Si no daba la cara el responsable, el nieto no era suyo y ella no era más su hija. La madre le sacó los libros de la mochila y en su lugar metió dos mudas de ropa, un billete de diez enrollado y un mameluco de lana que guardaba de recuerdo. 

—Vete con la abuela —fue lo último que le soltó antes de cerrarle la puerta en la cara. 

Iris caminó cuesta arriba hasta que los adoquines fueron reemplazados por un terreno pedregoso y empolvado, por donde solo pasaban de vez en cuando las camionetas que subían a recoger los productos para la venta en la feria, o jóvenes de piel bronceada que bajaban a la escuela nocturna a toda velocidad sobre bicicletas oxidadas. Al verlos pensó en su bicicleta lila, regalo de la última navidad, que debía compartir con Estela, la mayor. Ambas se turnaban para ir al colegio en la bici, aunque Estela se aprovechaba cada tanto de su tamaño para arrancársela apenas ponían un pie en la calle; sobre todo, cuando notaba que se avecinaba la lluvia y no quería mojarse el cabello recién planchado. Iris tenía prohibido agarrar la secadora de su hermana, mucho menos su maquillaje. La madre decía que todavía era muy joven para arreglarse, que solo despertaría los malos pensamientos de los hombres. No obstante, era demasiado grande para seguir jugando con las muñecas de trapo que la abuela le regalaba en cada cumpleaños, y el padre la obligó a heredárselas a una prima. 

—Ya no estás en edad de perder así el tiempo. Aprende a ser mujercita —le espetaba, justo antes de ordenarle que lavara los platos de la cena o ayudara con el planchado de las camisas. 

Las hermanas compartían la cama de dos plazas, en el cuarto contiguo al de los padres. Compartían también el espejo del tocador, el jabón y la esponja de baño, y la rasuradora Bic triple hoja que Estela compró con sus ahorros a escondidas de la madre. Iris no estrenaba: la ropa, los juguetes y cuadernos se los legaba Estela. La blusa polo y el saco del cole olían a Estela. Su almohada olía a Estela. A veces sentía que hasta el pelo le olía a Estela. 

Nunca más, pensaba, con el sudor temblándole en los cachetes colorados por el viento cortante del páramo. Ahora tendría algo que nadie iba a reclamar. Le crecía dentro, en las entrañas, su sangre lo alimentaba y el calor de su cuerpo lo mantenía vivo. Era como guardar un sol adentro, un sol ardiente y pequeñito. Los ladridos de los perros guardianes la acompañaban en su ascenso por las casas de adobe y las cercas de púas; un canto hostil, pero que, por familiar, la acogía de vuelta al paisaje de su primera infancia. Desde la casa de la abuela se veía, no muy lejos, la silueta soberbia del volcán. 

La anciana no hizo preguntas. Lo que interesaba se podía deducir a simple vista y la niña ya había penado lo justo. Le preparó una estera junto al colchón donde ella dormía y le ofreció comida y abrigo a cambio de su ayuda en el trabajo de diario. Temprano en la mañana, mucho antes de que el cielo empezara a iluminarse, Iris seguía a la abuela hacia el corral y, aún luchando contra la somnolencia, alimentaba a los cuyes y los chanchos mientras la abuela ordeñaba a la vaca. Había parido hace pocas semanas y el ternero se escondía con adorable recelo tras las enormes patas blancas de su madre. Terminados los oficios en la chacra, Iris y la abuela bajaban el camino hacia el pueblo para vender la leche fresca y las verduras recién cosechadas. Si se las vendían a las camionetas que subían a la montaña, perdían más de la mitad de la ganancia. Las náuseas matutinas empeoraban con el ajetreo de la caminata, pero Iris se consolaba con el sorbo de leche que la abuela le dejaba tomar a medio camino, para darle ánimos. El líquido denso y cremoso seguía tibio cuando se lo llevaba a la boca y le dejaba el labio superior pintado de una espuma blanca deliciosa. 

Iris dio a luz una mañana helada de septiembre. Afuera vibraban los murmullos del volcán, en amenaza constante de despertarse. La habitación guardaba el aroma fresco y dulzón de las hierbas que la abuela hervía para darle a beber mientras ella, agarrada de las paredes de barro y en cuclillas, gemía con la cara roja y el cuello empapado de lágrimas, sudor y saliva. Los dolores del parto los sentía en un cuerpo ajeno, extraño, un cuerpo elástico y ardiente que se contorsionaba, palpitaba, se expandía, temblaba sin control y bufaba como animal. Su cuerpo era vida y muerte en estado puro; era tierra que se abría para que surgiera el brote. 

El llanto de Arawi se unió armónicamente al trueno profundo de las piedras volcánicas. La abuela limpió al recién nacido con una franela de algodón y lo puso en brazos de la joven madre, todavía a medio camino entre el frenesí y la consciencia. Ella apretó el cuerpecillo contra su pecho, acercó la cabeza diminuta a su rostro y le dejó un suave beso en la coronilla. Olía a leche recién ordeñada. 

***

La expresión tranquila de la abuela se fue tornando en cansancio y fastidio a partir de la tercera semana, cuando, para ella, ya era tiempo prudente para que Iris retomara sus obligaciones en la chacra. No podía quitar la vista del niño. Dejaba de dormir y de comer para verlo acurrucado en la cuna de mimbre o lo cargaba en brazos y lo llevaba a la ventana para regodearse por horas en su cara de lechuza reflejada en el cristal, con la mirada curiosa fija en el hilo de humo que salía de la boca de la montaña de enfrente.

—Mi niño, mi niño —decía Iris, y le llenaba de besos la fina pelusa del cráneo y los brazos tibios.   

—No es un muñeco, Iris —le increpaba la abuela. 

Empezó a cargarlo en su espalda, amarrado con el chal, para que las manos estuviesen libres para arrancar la hierba mala y remover la tierra con el azadón. Así envuelto parecía una hogaza de pan. Aun así, Iris no podía concentrarse en las tareas de la granja. Se tropezaba con los pollos y tiraba el balde con la colada de los cerdos. Ya no le importaba. Lo único que quería hacer con su tiempo era estar con Arawi. Verle mover la boca como un pez agarrado del pezón, llevarse la manito o el piecito a la boca y sentir el olor de su propia leche en la piel del niño. Eres mío, eres mío, repetía sin cansancio. 

El volcán rugía el anuncio de la temporada de lluvias cuando la abuela bajó al pueblo por dos obreros, y les ordenó adecuar un cuartucho que hasta entonces servía de bodega. Días después de terminadas las obras, una camioneta subió cargada con una cama de madera, muebles, colchas finas y lámparas de papel. 

—No te ilusiones —le dijo la vieja a Iris cuando la vio asomar la cabeza con curiosidad por la puerta de la choza—. Es para recibir turistas. 

Los visitantes llegaron antes de lo que nadie hubiera predicho. Cada fin de semana la casita de campo se llenó de hombres y mujeres —casi siempre parejas— de cabellos rubios y piel de un blanco rosáceo, que debían agacharse para pasar por la puerta del cuarto de invitados, de lo altos que eran. Iris los saludaba de pasada cuando iba a alimentar a los cuyes y volvía enseguida a encerrarse en la choza, para evitar las miradas curiosas que se pegaban al bulto cargado en su espalda. 

Iris empezaba a habituarse a la nueva rutina hasta que una pareja se quedó dos, tres días más. La estadía se extendió una semana y los blancos no parecían tener planes para irse. Merendaban juntos en la mesa de pino de la estrecha cocina. Iris no levantaba la vista de su plato, pero podía sentir el peso de sus miradas celestes sobre el chal bajo el que Arawi se colgaba por la boca de su seno. Más tarde, cuando ya todos dormían, la abuela la despertó de un pellizco. 

—Esas personas quieren adoptar al niño.

Iris permaneció en silencio. No sabía qué significaba adoptar.

—Se lo llevarán a otro país, vivirá en una casa grande y tendrá un montón de juguetes nuevos. 

—¿Puedo ir con él? 

—No. 

Silencio. 

—El volcán está por estallar, lo han dicho en la radio—. Estallido, en la chacra, significaba hambre, sequía, muerte—. Tendrás que volver con tus padres. 

Iris se apretó al cuerpo dormido de Arawi y le besó las mejillas. 

***

El vuelo salía a la mañana siguiente. Los extranjeros partieron a la ciudad con anticipación, para conseguir los documentos. No había partida de nacimiento, así que inscribieron a Arawi como suyo, con un nuevo nombre que a Iris le sonó a marca de detergente. Volverían esa tarde por el niño, pero, apenas horas antes de su llegada, el suelo por fin se partió y la lava salió despedida en una marea fétida y oscura. 

La abuela liberó a los cuyes, que corrieron a esconderse en la maleza. Los perros, las vacas y los cerdos las seguirían cuesta abajo, aunque lo más posible era que perdiesen el control y huyeran a medio camino. Era definitivo, lo perdería todo. Con el chal sobre la cabeza y una cesta con víveres en la mano, entró a la choza a azuzar a Iris y acelerar la partida. Grande fue su sorpresa al encontrarla todavía en pijama, envuelta en una manta y de rodillas en el piso, con Arawi en brazos. La abuela cruzó la habitación de dos zancadas y la tiró del brazo, haciéndole daño. Era inútil, Iris estaba anclada al piso con todo el peso de su cuerpo, inamovible. Desesperada, la abuela la golpeó con las palmas en la cabeza y la espalda. Iris cerró los ojos, se ovilló para proteger al niño y la dejó hacer hasta cansarse.

Cuando volvió a abrir los ojos la abuela se había ido. La puerta estaba cerrada y el golpeteo de las piedras contra los cristales reemplazaba el ruido familiar de los animales. Afuera bullía la furia liberada del volcán. Arawi lloraba, lanzaba gritos desgarradores que lo dejaban por momentos sin aire. Iris sabía que no era el volcán, sino la erupción de los dientes lo que lo molestaba. Le metió el dedo índice en la boca y masajeó las encías, hasta que el llanto fue menguando y Arawi empezó a succionarle el dedo con ternura. Entonces fue Iris la que empezó a sollozar. 

Acercó su rostro a la frente del niño y la olfateó hasta embriagarse de ese olor que era suyo, que era la esencia misma de su ser escapada de su cuerpo. Mientras olía y besaba el rostro de Arawi pensaba en lo seguro que estaba antes, en el nido que ella le había hecho en su vientre, cuando solo la muerte podía quitárselo. Afuera no había más que ruido y dolor inexplicable. Afuera no solo podían arrebatárselo los blancos altos y rosados; aunque lograra huir con él, afuera Arawi podría crecer y aprender a detestarla. Podría reclamarle el no haberle dado un padre; podría odiarla por haberle negado la oportunidad de una vida mejor, lejos de ella. Podría irse.

Iris deseó que Arawi volviera a ser solo un pequeño sol prendido en lo hondo de sus tripas. 

Se llevó la manita del niño a la boca y le hincó los dientes en una leve y una cariñosa mordida. No solo olía a su leche, también su sabor era tierno y fresco.

Bucles densos, cargados de ceniza, se alzaban y se extendían sobre los techos de paja y las parcelas como un manto fúnebre. El fuego latía en la boca del volcán y salía despedido en lenguas de lava que rompían la oscuridad de la nube negra.

El crujido de los huesos quedó oculto bajo el estruendo de las rocas ardientes. La sangre estalló en su boca y se regó caliente sobre sus mejillas. La tierra se estremecía de dolor y de gozo al partirse; el grito interior de la montaña quebraba los campos y se lo tragaba todo.

Toda vida volvía al origen, bajo tierra, sepultada por ríos de lava hirviendo.

* Este cuento forma parte de El impulso femenino de saltar por las ventanas, libro que será publicado por Editorial La Caída. 

***

Abril Altamirano. Quito, Ecuador, 1994. Editora, escritora y periodista cultural. Coeditora del libro Despertar de la Hydra (2017) y de la revista digital de poesía Cráneo de Pangea. Ha colaborado para las revistas Mundo Diners (Ec), Casapalabras (Ec), Visor (Es) y Espora (Mx). Sus cuentos forman parte de las antologías Señorita Satán (2017) y No entren al 1408 (2021). Ganadora de la beca Mary Wollstonecraft Shelley de la Horror Writers Association (Estados Unidos, 2020); finalista del Primer Certamen de Cuento Centro PEN/Ecuador 2020, y ganadora del primer Premio Región 2022 otorgado por editorial La Caída, en la categoría Cuento. Actualmente, es editora general y coordinadora de las secciones Narrativa y Entrevistas en la revista Elipsis, así como mediadora cultural en el Centro Cultural Benjamín Carrión de Bellavista y correctora de textos independiente.



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