CUENTO
Tachas 491 • Visita a la realidad de otros ojos • Edna Muñoz
Edna Muñoz

A pesar de que era un viernes y el lunes siguiente era festivo, todo era igual; una vez más me dirigía a mi casa poco después de la puesta de sol, siempre a la misma hora, sin variante alguna al menos algún día al mes. El mismo autobús, al que vez le cambiaban al chófer y de inmediato sabía dónde me iba a bajar, aunque me pintase el cabello de otro tono, me pusiera gafas, me identificaban enseguida, a veces jugaba con imaginar que era una especie de híbrido y podía engañar a todos, incluidos también por donde pasaba antes de llegar a casa, aquella panadería que quedaba en una esquina y tenía grandes ventanales, al sastre que supongo mucho curro no tendría porque siempre estaba cotilleando con vecinos, conocidos y viejos amigos. La sensación de saber que te miran de otra forma, que se pregunten ¿Quién carajos es esa tipa?, ¿Será nueva en el barrio?, ¿De qué país será?, me imaginaba conversaciones entre ellos, entre todos los que me veían pasar una y otra vez. Jamás pasaba nada.
Para colmo llegaba a mi casa y siempre hacía lo mismo, lo único que variaba eran los libros que leía, las series y películas que veía. Llegaba a la casa, me preparaba un café americano sin azúcar, me fumaba un cigarro cada hora, revisaba mi correo electrónico, me hacía un poco de cenar, no mucho porque llegaba agotada y lo único que quería era dormir, me despertaba a las 5 de la mañana de lunes a viernes y los fines de semana a las 7.
Ese viernes al principio me parecía un día más, al ir en el autobús, me tocó de pie, me pareció normal porque daban algunos fines de semana eventos en la biblioteca gratuitos y se llenaba más de lo usual. Iba sumergida en mis pensamientos, cuando sentí un codazo fuerte en la espalda, volteé y era una señora con cabello blanquecino de piel muy pálida, no le presté mucha atención a no ser por su aspecto cadavérico. No me pidió disculpas, mentiría en decir que no me sorprendió porque la gente de ese pueblo y los colindantes suelen ser cordiales y educados a excepción de algún gilipollas suelto por ahí. Ignoré por un rato, pero sentí otro codazo, esta vez más fuerte, hice lo mismo, la miré y nada, callada. ¡Puta!, dije para mis adentros. Me recorrí un poco para evitar futuros golpes, y por si acaso, me puse el bolso hacia atrás como si fuese un escudo y me protegiera de todo. La señora zombi me siguió, la muy cabrona se recorrió también, y antes de tratar de recorrerme más hacia la parte de atrás, ¡Pum!, otro cañonazo, esta vez sí que cabreé, le dije: ¡Señora, me está golpeando!, ya van tres, puede hace el favor de alejarse de mí… iba a continuar tratando de sacar toda mi rabia, no pretendía quedarme con nada, cuando de repente, abre su boca, fija sus grises ojos sobre mí, y yo, me quedé helada, su mirada me causó más dolor que los codazos aquellos, y no sólo eso, su aliento, no era de aquellos que a veces te puedes encontrar donde sabes que pueden tener un problema digestivo, ¡No!, era, diferente, era un aliento siniestro, putrefacto, como si estuviera pudriéndose en vida, como si su hígado estuviese lleno de larvas desde hace semanas. No sé cómo explicarlo, pero me las apañé para alejarme pese a las decenas de personas que me rodeaban, a lo lejos escuché que emitió un sonido, así es, un sonido raro también, no eran palabras, no era nada, eran como una emisión sonora donde alguna vez hubo una voz. Toqué el timbre dos paradas antes, el chófer por supuesto se sorprendió y al ver que no iba a parar en la parada que pedí, quizás pensó que había sido un fallo mío, no lo juzgo, mi vida monótona y repetitiva es lo que tiene, así que toqué el timbre varias veces y por el retrovisor vi que el conductor estaba atónito, detuvo por fin el autobús y cuando iba a bajar tuve la grandiosa idea derivada de mi curiosidad de ver una vez más a aquella mujer cadáver y sus ojos se posaban sobre mí como queriéndome llevarme al inframundo con ella. Sentí una descarga eléctrica y bajé como un relámpago.
Las primeras calles las caminé como si la señora se hubiese bajado también y me estuviese siguiendo, después de mirar hacia atrás al menos una veintena de veces, supe que había quedado en el pasado, sería mi mente, estaba cansada, no de dormir poco sino de llevar una vida así, no era mi estilo estar así pero así estaba desde hace algunos años. Cuando por fin bajé la guardia, me relajé aún más cuando encendí un cigarrillo, la iluminación me pareció distinta, aquellos faroles amarillentos le daban una ligera luminosidad casi mágica a los abundantes y bien alineados árboles marrones y ocres, había algo diferente y ya no estaba en el autobús con la muerte viviente, había en el ambiente algo, era una sensación que no había experimentado nunca, ignoraba si era el viento haciéndose presente en un otoño casi olvidado, de no ser por las bastas hojas sueltas que adornaban el suelo de las calles y que me causaban placer cada que las pisaba y escuchaba ese crujir, como lo disfrutaba, caminaba más lento, levantaba el pie y lo dejaba caer con fuerza para que el sonido fuese más exquisito. Las calles estaban solitarias, no estaba el señor afuera de la panadería, pero estaba abierta, eso me tranquilizó, al menos sabía que no estaba soñando, no estaba tampoco un señor que todos los días lavaba su pequeño coche rojo, pero vi agua en el pavimento, así que supe que en esta ocasión lo lavó más temprano, no había nadie por las calles, no había sonido alguno, ni la melodía usual de los grillos estaba presente. Cuando no había hojas suficientes que pisar, dirigía mi pie hasta alcanzarlas, me inquietaba la falta de ruido, pese a que mi recorrido nocturno lo disfrutaba, eran unos minutos que dedicaba para no pensar en lo impensable: en el día laboral. Eran mis instantes, con mis pensamientos, recuerdos, imaginación, pero había algo diferente… algo que únicamente podía sentir porque mis palpitaciones eran más constantes, además, me parecía que aquella calle era más larga, ya debía de haber terminado y dar mi acostumbrada vuelta a la izquierda, pero no fue así, continué avanzando, tratando de sumergir mis meditaciones sobre la relatividad temporal, probablemente ese día estaba agotada, o bien, las dimensiones por querer llegar a “hacer algo” habían cambiado un poco, no lo sabía, seguí andando, tratando de distraerme en ver lo poco que los árboles frondosos que se entrecruzaban, permitían ver del cielo, era luna llena, me parecía que la iluminación no concordaba con la penumbra que se acentuaba cada vez más. Cansada, era lo más probable… y para tranquilizarme pensé en ver la hora de reloj, pero no lo traía esta vez, era extraño, no recuerdo haberlo olvidado en años…
Cuando mis piernas me advirtieron que había caminado bastante, me senté en la primera banca que mis ojos advirtieron, y que jamás, que recordara, la había visto. Eso ya no me importo en demasía, simplemente quería más que descansar, encender otro cigarrillo. Mis intentos infructuosos por encender mis fósforos comenzaron a exasperarme, únicamente me quedaba uno, así que tenía que hacer buen uso de él, y antes de sacarlo de la caja, una mano se acercó con un mechero, lo encendí y di las gracias por ello. Cada fumada la disfrutaba al máximo, era como si todo se hubiera detenido, el aire, el tiempo, la presencia que estaba al lado mío, la obscuridad, todo.
Poco antes de terminar con mi deseable y exquisito tabaco, escuché una voz de hombre que me decía que teníamos que continuar con el camino, molesta le contesté que no jodiera, que ya la zombi del transporte público me había acojonado lo suficiente, que me encabronaba sobremanera que me interrumpieran cuando estaba haciendo algo que me apetecía y más en ese instante que sé que jamás se repetiría. Me dijo que estaba bien, que me esperaba, pero que teníamos que llegar antes del amanecer.
Estaba tan exhausta pero más que eso, la verdad, cagada de miedo que no quise ver su aspecto, mi mente se bloqueó para protegerme de espantos, no quería caer ahí mismo en la calle, sin gente que me auxiliara, quizá un infarto, ¡Qué se yo!, pensaba mientras seguía andando a su lado.
No hablamos palabra alguna, no tenía ganas, lo intuyó supongo, porque hasta su respiración era discreta, con el rabillo del ojo le daba mis advertencias, que no se me acercara, y cada que intentaba mirarme siquiera le imponía a no hacerlo porque subía mi hombro y volteaba mi cara hacia el otro lado.
Al llegar a aquel sitio, me sorprendió una puerta tan vieja, no podía creer que se mantuviera en pie, daba la sensación de que colapsaría en cualquier momento, era muy estrecha, había un aire lúgubre, de nuevo sentí escalofríos. Intuía que algo muy chungo estaba por avecinarse, no sabía lo que iba a presenciar, mi piel sí porque tenía todos los pelos de punta. Había un túnel de unos 2 kilómetros, aquel hombre me indicó que era por ahí, me detuve y le dije: ¿Y si no quiero?, Cómo quieras, pero sabes que entrarás, me dijo con firmeza. Tenía razón, entré. Era como una fuerza que me recorría entera, me sentía atraída por aquel sitio a pesar de que estaba cagada de miedo. El tipo no sé a dónde mierda se largó, pero ya no estaba, lo sabía, y yo iba a mitad del túnel, lo llamé y no me contestó, lo volví a llamar y nada, grité y tampoco. Estaba a la mitad y tenía qué decidir, continuar sola en esta pesadilla o irme a mi casa y que todo volviese a ser como siempre. Seguí, por supuesto. de cualquier manera, qué me importaba la puta presencia de mierda del hombre ese, no me confortaba su compañía, pese aquella obscuridad siniestra, hay momentos en la vida cruciales que es mejor ir solo, quizá por la heroicidad ante lo desconocido, además hay caminos que es mejor hacerlos sin nadie, y si por alguna razón alguien está ahí, sentir el aliento cerca, hablar o no hablar, da lo mismo.
Me detuve por unos segundos, tratando de contemplar lo que tenía frente a mí, había una habitación muy grande y larga, estaba llena de lámparas blanquecinas. En cuanto mis ojos se acostumbraron más a la luz, y a aquél lugar desconocido, pude contemplar lo que se presentaba ante mí, donde debería de haber piso, había agujeros, faltaban azulejos del suelo, mejor dicho, le faltaban muchos, avancé con cautela para asomarme, quería ser lo más sigilosa posible, mientras me iba acercando era muy notorio ver que había profundidad, mi intriga por ver que había debajo de ellos incrementó, antes de mirar, escuché unos alaridos espeluznantes, casi se paralizó mi circulación, mi piel, mi mente… tras salir del estado catatónico que me encontré por unos minutos, la presencia que me abandonó en el túnel reapareció, me dio una bofetada tremenda. Esta vez no lo insulté, quizá otro día le diga sus respectivas palabras, era porque aquellos sonidos provenientes de aquél subsuelo no podían ser más ni menos que de seres habitando en el infierno, de eso estaba segura, jamás en mi vida, había escuchado tanto dolor, y no podía ser de un solo individuo, eran tantos, tantos, no sé de dónde cogí valentía, o si era más mi curiosidad, o mi inquietud, pero cuando me asomé al primer agujero, había unos seres ahí, deformados, amorfos, unos, casi sin rostro, otros, con los ojos y la nariz casi derretidas, como si se estuviesen extinguiendo, en vida, quemando, sintiendo el dolor más atroz continuo, perenne. En todo lo subterráneo había cientos de ellos, quizá más, no pude mirar por más tiempo, todos, sin excepción estaban lanzando bramidos, lamentos y suplicando para que terminara todo aquello. Las lágrimas no se derramaron de mis ojos porque no era suficiente, no alcanzaban, no bastaban para eso. Unos, los que podían, daban pequeños pasos, otros, levantaban ambas manos. Aunque su vista algunas veces era enfocada hacia mí, era como si ya no tuvieran mirada, como si les hubiesen arrancado los ojos, como si ya no esperaran nada, nada. Era la muerte absoluta mezclada con un aderezo macabro, maligno, tanto, que aún les mantenía el corazón latiendo…
La presencia me dijo que me quedaban pocos minutos, esta vez, con tono suave, como si me hubieran arrancado el pellejo de cualquier soberbia, le mencioné que sólo quería ir al fondo de la habitación a hablar con aquella persona que se encontraba sentada en el escritorio y me iba, asintió con la cabeza y desapareció. Me aproximé velozmente con aquella persona, que mantenía sus manos ocupadas en realizar artesanías, éste incorporó la mirada, y me dijo que estaba muy ocupado, pero que tenía muchas ganas de dialogar, pero que no me molestara por seguir con sus labores, ya que tenía mucho trabajo por hacer. Le dije que no me parecía una falta de respeto, que le agradecía su tiempo y cordialidad, pero que si tenía duda porque tanta prisa en terminar aquellas figuras coloridas que con tanto afán iba dándole formas. A la vez que me contestaba, observé que no tenía una oreja y que su piel tenía tanta resequedad como si una persona lograra vivir unos 150 años, sus manos esqueléticas eran muy ágiles, expertas, dignas de un artista. Vi que algo masticaba con los pocos dientes que le quedaban, para él era como comer un manjar, sangre se derramaba por su boca, era carne humana lo que saboreaba. Me comentó de su adicción por comerse, decidió comenzar con su oreja, y por supuesto, continuaría con la otra. Me preocupé tanto por él que le dije que qué seguiría, necesitaba sus manos, sus MANOS, de lo contrario no tendría cómo continuar con su labor artesanal. El dinero que recaudaba era para pagar el doctor, de lo contrario se desangraría. Por favor, le dije, ¡Las manos noooo!. No puedo, un día tendré que llegar a ellas, tú no entiendes, fue su respuesta, con voz seca y firme. Ojalá me haya escuchado aquél viejo, me repetía mientras di mi usual vuelta que daba a mi casa.
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Edna Muñoz. León, Gto., México. Nació en 1978. Actualmente vive en Tarragona, España. Estudió filosofía en el Centro de Estudios Filosóficos Tomás de Aquino, la maestría en comunicación en la Universidad Franciscana.