martes. 16.04.2024
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Tachas 504 • Eloísa • Esther Galindo

Esther Galindo

Imagen creada con IA
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Tachas 504 • Eloísa • Esther Galindo

Nos detuvimos en Donato Guerra. Apenas eran las 7:00 AM. No encontramos restaurancitos a pie de  carretera ya que esta, en particular, no lleva a ningún lugar importante. Íbamos Carlos, la señora Eloísa y una mujer cuya trenza me recordaba un bodegón de Mattisse.  La mujer de la trenza hablaba más de lo que queríamos escuchar. Su habla era rápida, farragosa en ocasiones.

El sol empezaba a calar, teníamos que llegar antes de las 11 a Dolores Hidalgo. Parte de la carretera era de terracería; Le dije al chofer que se detuviera y vomité cerca de una cruz de lámina. De los nombres de los muertos sólo quedaban rescoldos; había flores de plástico pegadas al cemento en el que clavaron la cruz. Retiré un poco de vómito con la bota y me agaché a limpiar con un kleenex. El dolor de cabeza arreció al momento de hincarme. Las venas agolpaban la sangre en un solo punto y este dolía tanto que desee estallar. Atrás venía otra camioneta, cuando estuvo cerca de nosotros, el conductor le preguntó a Carlos si necesitábamos algo.  Él negó con la cabeza.

Llegamos a las 10:40 de la mañana. La mujer rubia tardó cerca de 20 minutos en despedirse. Prometió llevar los misales que heredó de su mamá. Eloísa se cubrió la boca para toser y asintió. Nos invitó a Carlos y a mí a pasar “pasen, para que se tomen un café”.

Después de atravesar el zaguán cruzamos un patiecito de tierra. Entramos a una cocina con aroma a levadura echada a perder. Había trastes del desayuno en la mesa; intenté ayudarla pero ella me rechazaba instintivamente; sus brazos valían por tres. La vida debió dotarla de esa rapidez para compensar las otras carencias. Encontraba gozo en las actividades mecánicas. Limpió la mesa, lavó vasos y prendió la estufita de leña. Carlos todavía somnoliento le preguntó si podía fumar “Ándele, fume, fume”. Decidí mensajear a Caro, mi compañera de cubículo en el periódico y amante ocasional. Verla ese día sería un descanso. La casa estaba quieta, la vida de los objetos había sido tragada por un agujero negro. Divisé potreros, varios cuartos desparpajados y un patio seco y caluroso. Carolina y yo estábamos juntas hacía cuatro meses. Cuando supo que me iba a vivir sola me felicitó, me dijo que estaba orgullosa de mí, que le fascinaba y supongo que así es. 

Me saca del celular Eloísa. Sirve el desayuno y se sienta en una banca medio coja. Nos cuenta que tuvo 9 hijos; al primero lo asesinaron cuando cumplió 16; el segundo pereció a los 13 y del tercero no sabe nada, aunque asume que lo descuartizaron y echaron a la sierra. Me concentré en el café, bebí todo el que pude con tal de amainar el dolor de cabeza. La comida obra milagros cuando se trata de crudas incurables. Por si acaso llevaba en mi mochila una chalupa y un cien de cristal. Una de las ventajas de fumarlo es que el humo no huele.

Ella no quiso comer lo que preparó. En vez de eso sacó del refrigerador una cerveza, “Esto es lo único que me calma” dijo, bebió hasta que algo de cerveza le escurrió por las comisuras. La tapó con una servilleta doblada, salió al patio y la escondió en un pedazo descalabrado del horno de piedra. No sé qué había en el silencio que de pronto sentí miedo. Le pedí permiso para ir al baño y me condujo hasta allá. Quise quemar mi medio gramo. Antes de hacerlo le escribí a Carolina: “Me siento mal, aquí todo es triste; la señora empezó a pistear y todavía no traen los cuerpos”.

 Carlos y yo nos habíamos distraído con los celulares. Eloísa había lavado la loza y sacado un par de ollas que tallaba haciendo uso de toda su fuerza. Aunque me ayudó, el macanco hizo que me sintiera más caliente que nunca, busqué los audífonos en la bolsa y quise ver pornografía. Al girar la cara pude ver el cuerpo de Eloísa moviéndose rítmicamente, no dejaba de tallar; vi un cuerpo macilento cubierto de trapos negros y un chal tambaleante; noté su espina dorsal a través de la tela. Lo único que competía con el ruido del metal siendo tallado era el agua yéndose por una vaguada que hacía de resumidero.

No bien abrí el primer video se escuchó una camioneta estacionándose. Eloísa se acomodó el chal y salió a abrir el portón. Cuatro hombres entraron. Atrás venía otra camioneta. Carlos guardó el celular y se puso alerta; me sorprendí, la actitud de Carlos desató en mí una especie de paranoia. Tenía los ojos más abiertos que nunca, estuve a punto de gritar cuando los hombres entraron en la cocina. Dos de ellos de mediana edad, uno menor y otro de la edad de Eloísa. Nos saludaron de mano. Uno se paró y sacó una cerveza del refrigerador. Se acercó a mí para tomar un vaso; olía a una mezcla de alcohol, a cigarro; del pecho le colgaba un amasijo de oro. El hombre mayor sacó un papel doblado de su camisa, lo sostuvo, viéndolo solamente. Después de mucho silencio giró la cabeza hacia Eloísa y le dijo "es lo que nos dieron en el SEMEFO" Eloísa se apresuró hacia donde estaba su esposo "A ver qué dice", a lo que uno de los muchachos respondió "dice cómo los encontraron, mejor no lo lea y siéntese". A punto de estallar me presenté, dije que iba de parte del Licenciado Antonio Artiaga Zúñiga a darle el pésame a la familia. El hombre me respondió que muchas gracias, que Toñito era un hombre bueno y le alegraba que se acordara de su familia orita que estamos con este dolor.

A las tres de la tarde llegaron dos carrozas fúnebres. Eloísa ya había barrido y echado agua en el zaguán que usarían como sala de velación. Un hombre extendió una camilla, otro le ayudó a desplazar un primer féretro.

Eloísa desencajada, mirando al piso dejó escapar varios quejidos. Uno de los muchachos le sugirió acostarse un rato pero se negó. En vez de eso se puso a dar sollozos continuos, débiles. Alzó el puño izquierdo y lo apretó en medio del pecho; una mujer la tomó del brazo y la llevó a una silla. Ella se lo agradeció. La misma mujer sacó un libro y empezó una retahíla de las llamadas oraciones de difunto. 

Al momento de ser acribillados la hija menor del matrimonio viajaba con ellos. Fueron sorprendidos en la carretera a Santiago Papasquiaro en el kilómetro 24. 13 disparos con armas de alto calibre alcanzaron a incrustarse en la camioneta, de esos, 4 se alojaron en el cuerpo del hombre y 5 en el de su esposa. Los dos primeros pulverizaron parte del cráneo del hombre. La mujer perdió la mitad del rostro. Mi jefe me pasó el informe de balística, leí un fragmento: “armas de uso exclusivo del ejército. Un total de 22 casquillos encontrados”.  Contó que había sido un ajuste de cuentas; que el difunto ya llevaba al menos 15 muertes, incluyendo la del esposo de una de sus primas hermanas. Dijo que habían dejado viva a la bebé “Pero quién sabe con qué secuelas, pobrecita”. Dicho lo último siguió comiendo cacahuates, me extendió un billete de doscientos pesos “compras flores y algo para ti”. Volvió a trabajar. 

El calor se encapsuló en las paredes de ladrillo, en la tierra y en las láminas. Parecía que estábamos a punto de una fusión nuclear en el zaguán recién barrido de Eloísa, quién se había adormilado cuando la rezandera empezó la segunda o cuarta letanía; los hombres aparecían ocasionalmente. El esposo de Eloísa le daba sorbos a una botella de refresco llena de mezcal y observaba, con los ojos enrojecidos, tocándose la cara. 

El silencio se apropió de los deudos y de las cosas. Nada, ni una señal de vida de afuera. De pronto sentí una mano en el hombro; un tacto leve, una mano que apenas pesaba unos gramos. Una mano quieta pero ruidosa, era Eloísa, quien se había salido momentáneamente del sopor y me invitaba a ver a los muertos. Me condujo a un primer ataúd en donde un hombre mal maquillado y con la cabeza vendada me ofrecía su cascajo; la muerta, por su parte, llevaba un turbante de seda amarilla y la mitad del rostro cubierto por un vendaje. Me sacó de mi contemplación un alarido seguido por sollozos incontenibles: Eloísa, casi a rastras, había llegado a su silla y allí, sujetándose con fuerza el estómago había empezado a llorar; una mujer se acercó a ella e intentó calmarla pero Eloísa se sacudía en la silla, más que llorar gritaba. De todo lo que intentaba decir sólo entendí la mitad. Salí un rato. En la calle despejada un vientecillo levantaba el pelambre de algunos perros que dormitaban afuera de las casas; la mujer rubia regresó con dos niños. Me preguntó cuántos rosarios llevaban hasta ahora y me enseño dos misales envueltos en carpetas tejidas. A lo lejos, una banda norteña empezó a tocar. Varios hombres cantando norteñas acompañados por la banda se acercaron a la casa. Entré al zaguán velatorio. Eloísa le daba sorbitos a la botella de mezcal de su marido. Él decía “Tómale de a poquito te va a caer bien”. Ella decía que sí, que ya se iba a calmar. En cuanto entraron los hombres con la banda Eloísa pareció recuperarse. Se levantó de la silla y abrazó a los recién llegados. Se acomodó el chal y les ofreció de comer. Ellos aceptaron la invitación “Pasen, pasen para que se sienten y coman” decía. 





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Esther Galindo (1984) Escritora duranguense. Ha publicado Ártico (coedición Mantis Editores/ICED, 2012) y ha aparecido en varias antologías poéticas.

Radica en Durango capital.



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