ENSAYO
Tachas 506 • Con propina, por favor • Alejandro Badillo
Alejandro Badillo
Hace unos meses una periodista que tengo como contacto en las redes sociales se quejaba de la propina en los restaurantes. Decía que estaba cansada de tener que dar una cuota fija por un plato que ya no cumple con los estándares de antes. En los comentarios a su queja, una persona añadió que los meseros “no se esfuerzan en darte ese plus”. Después de leer frases que iban, palabras más palabras menos, en ese mismo sentido, me sentí contrariado. La razón no era el dilema de pagar un extra en tiempos de inflación sino la falta de empatía con los trabajadores de las cafeterías y restaurantes. Algunos comentarios, pocos minutos después, problematizaron la queja: ¿debería el cliente hacerse cargo de un ingreso que le corresponde, en el papel, al empresario que puso el negocio? Sin embargo, a pesar de esa variante, seguía en desacuerdo con los puntos de vista de la mayoría. La razón, en el fondo, es que para mí ser mesero es uno de los trabajos más difíciles del mundo.
Cuando estaba en la universidad busqué trabajo para tener un ingreso extra. Después de ver algunas ofertas solicité un puesto como mesero en una cadena de restaurantes en la ciudad de Puebla. Sin experiencia, entrar a ese lugar fue como introducirme en un mundo nuevo. De inmediato me llamó la atención la ética laboral de mis compañeros: había un respeto general para los que tenían más horas de vuelo. Después de una breve capacitación que incluía aprenderme la carta de alimentos, uno de los meseros me tomó como su pupilo y me enseñó cómo cargar la charola y conservar el equilibrio. Es algo que sólo se domina con mucha práctica y no poco esfuerzo. De inmediato percibí la dificultad del oficio: una mezcla de habilidad física, resistencia y trato social con clientes que, muchas veces, tratan a cualquier empleado como si no valiera lo mismo que ellos. El mesero es, además, la persona en la cual el comensal descarga su inconformidad si algo, en el largo proceso que lleva el plato hasta su mesa, sale mal. Si el cocinero tuvo un error o el dueño del negocio afecta, con sus decisiones, el funcionamiento del restaturante, el mesero tendrá que recibir los reclamos del cliente y tratar, en la medida de lo posible, minimizar los daños. Por supuesto, si la culpa es achacable al trabajador, siempre estará en el horizonte el despido fulminante, pues siempre es más fácil cortar una cabeza que atender las causas que llevaron al desaguisado. Además, habrá un ejército de candidatos esperando por el puesto.
Recuerdo, en aquellos meses como mesero, el agotamiento físico y la esperanza de una buena propina para repartirla con los compañeros, incluso con los cocineros y demás trabajadores del restaurante. Después de mi paso por ese lugar, trabajé en librerías, periódicos y, por último, aterricé en la docencia. Sin embargo, siempre he tenido presente mi experiencia en el restaurante porque, de diferentes maneras, me enseñó el valor del trabajo que muchos piensan como poco calificado, entre otros prejuicios lamentables. El antropólogo David Graeber describe en su gran libro Trabajos de mierda cómo una élite muy bien pagada desempeña labores absolutamente intrascendentes, mientras los choferes, trabajadores de limpieza, maestros de educación básica, obreros en las fábricas que producen las cosas que necesitamos; operarios, dependientes en las tiendas, están hasta abajo en la pirámide de los ingresos. ¿Qué pasaría si, un buen día, no están o no hay suficientes para la sociedad de consumo que busca expandirse a costa de lo que sea? Incluso con la creciente automatización de muchas labores, la mano de obra humana sigue siendo necesaria, pues es el motor de la Inteligencia Artificial y otras utopías del nuevo siglo.
¿Debería el cliente hacerse cargo de un ingreso que le debería corresponder al empresario que puso el negocio? Es un dilema pertinente, pero, créame, amable lector, mientras esto se resuelve, cualquier mesero agradecerá la propina que le ayudará en su día a día. La empatía y la solidaridad son actos que requieren, en primer lugar, de pragmatismo y de una saludable curiosidad por el otro. Lo ideal sería que pudiéramos experimentar las vidas de los demás para entender, aunque sea superficialmente, a lo que se enfrentan. Yo trabajé como mesero sin dependientes económicos y sólo como una labor eventual, pero muchos de mis compañeros eran jefes y jefas de familia que contaban con su sueldo para su sustento. En la sociedad hiperindividualista en la que vivimos acostumbramos a ver al otro como alguien que busca aprovecharse de nosotros. Sin embargo, rodeados por nuestros problemas y disonancias cognitivas, pocas veces estamos dispuestos a ver más allá de nuestra muy reducida realidad.