EXPERIMENTAL
Tachas 522 • La Voz en otro país • Jeanne Karen
Jeanne Karen

Hoy escribo desde la hermosa ciudad de Bogotá en Colombia, un martes por la madrugada. Escucho una lluvia incipiente que no se parece a ninguna otra, es como si tuviera su propio lenguaje, su temperatura exacta. No hace frío, el aire es más bien ligero y agradable, lo puedo sentir en el ambiente, a pesar de que estoy dentro de un bello dormitorio, desde donde se puede ver un pequeño parque a lo lejos y al fondo los cerros que en el día son de un verde luminoso que contrasta a la perfección con las empedradas calles y avenidas que se abren paso irradiando alegría en rojo.
El aire de pronto tiene un aroma a café recién hecho. Se antoja un tinto, como le dicen los colombianos al café negro.
He tenido la fortuna de haber sido invitada al XXXI Festival Internacional de Poesía de Bogotá, este año dedicado a poetas de hoy en lenguas romances y ayer junto con la poeta colombiana Eugenia Sánchez Nieto llegamos a leer en una escuela pública que tiene el hermoso nombre de La Aurora, donde los chicos y chicas nos recibieron con tanto cariño que para mí fue difícil contener mi felicidad, esas lágrimas casi dulces que bajan por las mejillas rosas de tanto sol y de tanta sorpresa.
Las preguntas llegaron, las ideas, el poder de observación de alumnos que deseaban leer también su trabajo, un grupo de poetas muy jóvenes, de once a quince años quizás. Al final preguntaron algo que me encantó: las diferencias y las similitudes de nuestra gente. Hablamos sobre el gusto de nosotros los mexicanos por lo picoso, la fiesta y la música. Concluyeron que aunque prefieren la comida menos picosa, en realidad nos parecemos bastante.
Se llenaron de emoción y formaron una larga fila para recibir un autógrafo, tomar fotos e intercambiar más palabras. Pienso en un detalle lindísimo: me pideron que les hiciera un garabato en sus libretas, en los libros, en las manos, me hicieron sentir importante, como una Rockstar de la palabra, nada se le compara a la sensación, pensé así que se siente una viva después de compartir el escenario, la intensidad de los versos, el impacto de la poesía que a pesar de todo, todavía sobrevive en un mundo extraño que ama la velocidad y lo volátil.
Me fascinó su entusiasmo, se parece tanto al cielo bogotano, brilla en su máxima intensidad de un azul casi blanco, puro y ligero.
Por las noches la ciudad es algarabía, una mezcla de nostalgia y belleza. Por las calles hay miradas azules, verdes, marrones, intensas y amables. La gente parece al principio un poco seria, pero luego con el paso de los días, siento que me he ganado la sonrisa de la mujer de la entrada del alojamiento.
Debe ser el horizonte que en su misterio me alcanza a decir que para amar a una ciudad hay que conocer a sus habitantes, a cada conjunto de árboles y de nubes.
Las calles parecen tener su propio idioma, una efervescencia entre la velocidad de la vida de la gran urbe y el recuerdo de otros tiempos donde el día de pronto se detenía con el paso de la tormenta.
En Bogotá sentir la poesía es sencillo, basta mirar, basta tomar el primer café de la mañana en cualquier cafetería de la esquina, es aromático, delicioso, concentrado como el poder de cada bella palabra, como el poder de una mirada.
Despierto por completo y la ciudad duerme todavía, pero ya siento la necesidad de recorrer otra vez sus calles y escuchar cuando alguien amablemente me llama señora y siento el sobresalto del corazón, esa palabra me suena dulce y hasta divertida, como algo que me pone contenta, pienso que represento bien lo que soy, una señora por el mundo, un nudo de ideas y palabras a veces, un cúmulo de recuerdos.
La gente con sus rostros de misterio y serenidad me hace recordar el por qué es una ciudad donde habita la poesía, el idioma en sus bocas suena a humedad, a piedras de río que son arrastradas por la fuerza del agua. En el corazón de cada persona un poema vive y lo saben, van con sus miradas que parecen nombrarlo todo de nuevo.
Es imposible para mí no pensar en todos los poemas que guardo para explicarme a mí misma lo que es la felicidad, el punto exacto entre la distancia de los versos que se vacían en el silencio y el deseo por seguir escribiendo, aunque el cansancio apremie y la noche haya llegado a su fin, con el ruido de los primeros coches que pasan rápidamente, porque aquí en Bogotá como en otras grandes ciudades, el tiempo es lo más precioso, lo menos definido, lo más urgente, pero se puede detener para sentir una lluvia de flores amarillas o un presagio de agua.
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Jeanne Karen (San Luis Potosí, México, 14 mayo 1975). Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Temas como la muerte, la introspección y la complejidad semántica en la comunicación en relación con el autismo y las ciencias exactas como las matemáticas y la física, influyen su trabajo en un debate casi ético. Premio estatal de poesía Viene la muerte cantando (1998) Premio de Poesía Salvador Gallardo Dávalos (1999), de Poesía Manuel José Othón (2002 y 2006) Premio de Periodismo Francisco de la Maza por Publicación o Programa de Difusión Cultural (2009).
Ha publicado los libros: Simulación dinámica (Bitácora de Vuelos, 2015), Cementerio de elefantes (Múltiples editoriales). Hollywood (Ponciano Arriaga), Menta (Ponciano Arriaga).