GLOSA
Tachas 528 • Antología de inicios • Omar de Felipe
Omar de Felipe

…mi noción es que en la vida no hay finales. Es decir, que uno no es consciente de la escena final. Y cuando hay finales, son siempre trágicos; y si no, hay un fluir de acontecimientos que uno después recuerda como si hubieran sido un final. Pero uno no vive el final.
Ricardo Piglia
El golpeteo de Julián me devuelve a la sala. Una gran mesa de pino se extiende al centro de la sala. Julián, al frente, golpea la mesa con sus dedos: levanta primero el meñique, luego el anular, hasta llegar al pulgar y los deja caer en el mismo orden. El barullo rítmico de sus dedos compone una melodía familiar, evoca tardes disueltas en un mecer de piernas, un leve tarareo. Eleanor toma lugar a mi derecha, y procura mantener su vista hacia los papeles que la secretaria ha dejado frente a Julián. Seis meses masculla entre los dientes, Eleanor levanta la vista y él repite Seis meses. Decido girar mi silla y darles la espalda, mirar hacia el gran cristal que da a la colina en la ciudad. Adivino las zapatillas de la secretaria por la notaría, en el frenético vaivén para firmar las escrituras de la casa.
—Era imposible saber anticiparlo. En seis meses pasan muchas cosas — ella trata de consolarlo— Tenías que vender la casa
Me levanto y busco instintivamente el baño. No sé explicarlo, pero toda la situación me produce náuseas. ¿La situación me incluye a mí? ¿Acaso yo la he provocado? ¿O he dibujado una circunferencia para concentrarla y, en consecuencia, complacer una parte burlesca en mí? ¿Acaso me estoy burlando de mí mismo? Sin saberlo, he caminado hasta llegar a la recepción de la notaría. Tomo un largo respiro, y me concentro en la colina de nuevo. Trato de distinguir el balcón de mi departamento, pero es imposible: el atardecer ha convertido las paredes y ventanas de los edificios en un mar trémulo y brillante. De pronto, considero la posibilidad de quedarme aquí, detenido en la entrada, embelesado por el reflejo cegador de las ventanas a lo lejos. Me digo que no sé por qué he hecho lo que he hecho. No sé si tendría que pedir disculpas. Holamurmura Eleanor por detrás. Una tenue sonrisa en su rostro, donde sus labios se aprietan entre sí, sus manos ocultas, detrás de la espalda.
—¿Vienes? — levanta levemente sus cejasHoy no nos pudo acompañar tu marido…— respondo, sin cambiar de posición.
—Ven, ni siquiera han comenzado con las firmas— lanza por toda respuesta. En mi interior, me digo que tiene razón o, más bien, me digo que aquella respuesta es la confirmación de algo, una sospecha que todavía no puedo formular.
Enfilamos hacia la sala, donde Julián nos aguarda, en su rabiosa espera. De pronto, de manera abrupta, mi voz sale a seguir hurgando:
—¿Cuál es tu porcentaje de comisión? — Eleanor deja caer una risa breve y ligera, como perdonando la brusquedad de mi pregunta
—No tanto como crees
***
Mi sombra se extiende hacia delante, hacia el balcón. Me recargo en el barandal, y pienso, pienso que recuerdo, pienso lo extraño que sería vaciarse de pensamientos. Quisiera hacerlo, pero, en cambio, hacia dentro, cruzando el límite de mis ojos, hierven los segundos anónimos, tiempo sin nombre que, extrañamente, se había mantenido oculto hasta este momento. Como un carnaval de otoño, se deshojan en mí voces lejanas, roces, sonrisas fugaces. Es mi espíritu el que contempla aquellas hojas caer, el que las pisa mientras recorre un paisaje familiar y ajeno. Y al pisarlas, el crujido de aquél evocar no las destruye; al contrario, las insufla de nueva vida; viejas y marchitas, memoria contra memoria crujen en sus aristas, y al hacerlo componen una melodía grata al espíritu. Es la llamada del bosque en el alma, un eco que se busca a sí mismo. Ya no sé si todo esto es fantasía o recuerdo. Pero me mantengo así, con los antebrazos en el barandal, la cabeza baja, y la mirada hacia dentro, y pienso, pienso, recuerdo, hasta quedar reducido a memoria y hueso, delirio en reposo.
El crujido de las cajas bajo la escalera me remite de regreso a mi cuerpo, a la noche que se vacía, a borbotones, en las nubes y en las estrellas. A lo lejos, por debajo de la mirada, están los carteles luminosos, el pasar tranquilo de los coches de un domingo. Por arriba, la media luna que ¿crece o se extingue?, y justo en mis manos está el barandal, su barandal. Casi puedo escuchar su tarareo.
***
—Como puedes ver, el espacio de la sala es bastante amplio. Se puede distribuir para un juego de sofás y…— Eleanor entrecierra sus ojos por unos instantes, jugando un papel ya dominado. Apenas comienza con el tour, expone los mejores atributos de la casa, mientras finjo interés por sus detalles— incluso un escritorio para tu trabajo…— y se queda en silencio unos instantes, preparando
Julián nos observa desde la puerta de la entrada, con brazos cruzados.. La oferta es sencilla: compro la casa a Julián a un precio de ganga para que este, a su vez, pague el crédito que ya no puede pagar.
—¿Para cuántas personas está pensando el inmueble? — una pregunta auténtica, genuina, como si no supiera la respuesta. Esa pregunta trae a la vigilia de mi mente otra pregunta, una propuesta de la que en ese momento ya me arrepiento. Para entonces, la voz de Eleanor y Julián no es más que vapor que se adhiere al cristal de la consciencia. Me oculto tras el cristal, y observo como desde afuera la frente abultada de Julián, las manos locuaces de Eleanor. Ahí permanezco, flotando en la vigilia que se vuelve interna, privada. Disuelto en una corriente de murmullos a flote, suspendido en un mar neón y rosa. Tiempo después, sin saber si pasaron segundos o minutos, las paredes de los pasillos se condensan, la voz se Eleanor se torna corpórea, lo suficiente para volver a escucharla— …bueno, lo que importa es que perfectamente hay espacio para hasta tres personas con los dormitorios disponibles. Julián¿podemos pasar al jardín? — Julián se limita a asentir en silencio.
Cruzamos la puerta corrediza hasta llegar al jardín, un pequeño rectángulo con césped descuidado. Eleanor se adelanta un poco hasta llegar al borde y me espera ahí. Me coloco frente a ella y tilda su cabeza levemente a la derecha
—Y bien ¿Qué te ha parecido? — me mira fijamente, y luego, sin esperar mi respuesta, pregunta —¿Y María, lo sabe?
—¿Y tu esposo?
***
Imagino la vida después de este lugar. Entreveo las mismas ventanas, las mismas luces encendidas, pero son otras dos personas las que lo habitan. Son otras dos sombras las que se confunden en la penumbra. Bernardo Soares, en El libro del desasosiego, se da cuenta que cada cosa, por haber sido nuestra, se convierte en nosotros. No puedo pensar en un escenario donde estas paredes, este suelo, se quede desnudo, donde tenga que borrar cada cosa que puede reclamar mi presencia aquí, no puedo pensar en esto sin sentirlo como tragedia. Es cierto, ha sido poco el tiempo en que lo he habitado, eso no cambia la naturaleza de mi relación con el lugar. Sin embargo…
Me imagino meses después de abandonar el departamento, volviendo a él, como un visitante indeseado, espiando milímetro a milímetro la cocina, la sala, para comprobar que no resta nada en lo cuál se pueda atar mi memoria, para comprobar que el espectro de lo real ha devorado una parte de mí. Y mientras inspecciono cada rincón, cada esquina, me doy cuenta de la nueva temporalidad que se ha instalado en el departamento, un tiempo que me es ajeno, nunca más aquel presente que se desborda hacia atrás. Entonces subo las escaleras, un paso a la vez, hasta llegar al dormitorio. Imagino la puerta cerrada, y más allá de la puerta, hacia el balcón, el esbozo de una sombra. Me detengo, coloco mi mano en la manija, dispuesto a abrir la puerta, abrir la puerta, sí, y descubrirla ahí, descubrir un rostro extraño, una voz en la que me arrincono más no confío, para confirmar que está sentada, todavía, en el barandal.
***
Toma un pedazo de su plato y lo lleva con el tenedor a mi boca. Luces neón, rosas y naranjas, iluminan el perfil izquierdo de su rostro. Cuando tomo el bocado, ella muestra una amplia sonrisa, complacida (¿de qué?). Un beat melancólico nos acompaña, una voz fantasmal:
We stay right here as we come through
—¿Y qué has pensado de mi propuesta?
Ella responde desplazando su mirada hacia las palmeras en el bulevar. Asiente una, y otra, y otra vez. Forma un pequeño monte en la boca con sus labios y regresa su mirada hacia mí.
We are the moment built to last
—Me gusta. Tendríamos que planear espacios y tiempos, la mudanza, y todo eso… Pero me gusta—
Algo se remueve en mi interior al escuchar eso último. Lo que pasa es que no puedo creerle. Siento que no avanzamos, que deshacemos un camino sin saberlo.
***
—Fue Eleanor quien recomendó bajar el precio de la casa— confiesa Julián. Toma el cuello de la cerveza con dos dedos, y la balancea sobre su base. — ¿Te puedes imaginar? Pedir un crédito y perder tu trabajo seis meses después.— Me limito a observarlo. No tengo nada que decirle.— Seguro he roto algún récord— suelta la botella y junta sus manos frente a mí. El bar apenas lo ilumina un par de focos que cuelgan, de un solo cable, desde el techo —Pero bueno, tú…
— Quiero decir —recomienza— sé que ustedes y Eleanor y su marido…— chasquea la lengua y resopla largamente.— Esta es la mejor oportunidad para completar la venta. No quisiera que lo que suceda entre ustedes cuatro arruine esto.
***
Existen varias maneras en que esto acaba. Prefiero la otra posibilidad: que nada termine.
***
La pantalla de mi celular refulge en la oscuridad del estudio. Hacia la derecha, al extremo del pasillo, está el dormitorio, la puerta cerrada. Y por dentro, adivino a María.
—¿Bueno?— responde una mujer por el celular. Recojo la dispersa atención y me concentro en la llamada
—Buenas tardes. Me comunico por el anuncio de la casa en venta en…
— ¿En San Juan, cierto? Es la única que estamos manejando por el momento.
— Exacto. Disculpe, ¿con quien tengo el gusto?
***
Las cajas se apilan, una sobre otra, una manta de polvo las cubre. Por debajo de las escaleras, las que dan al dormitorio, el cartón reposa en mi displicencia. Eso imagino mientras observo la puerta. Pero devuelvo la mirada hacia abajo, hacia mis brazos sobre el barandal, y luego hacia el oriente, donde el día muere sobre una columna de montañas. En este atardecer sin nubes, el brillo en el aire es excesivo. Las demás torres residenciales en la colina parecen cernirse sobre mí, mucho más cercanas, infladas por el tórrido viento, los árboles parecen inclinarse, sus ramas dispuestas a rozar el aire que respiro. Es esta claridad lo que define hasta la confusión las montañas al oriente. Puedo recordar nítidamente el sonido que provocaba al sonreír, el despegarse de las comisuras de sus labios, puedo recordar unos dedos largos y fríos recorriendo mi rostro, hasta demorarse en mi barba. Puedo recordar el momento en que yo subía, por cuarta vez, las escaleras que dan al dormitorio, y súbitamente dar cuenta de que, sí , es verdad, habito este espacio, en el departamento. Sin embargo, en el esplendor de las memorias decae un ser y estar en el mundo apagado, el presente que no es sino minutos encadenados, el fluir de la experiencia como un mero sucedáneo. No soy; recuerdo. No recuerdo a alguien que es; habito la memoria de alguien que ha sido.
De las montañas, a lo lejos, no hay sino su sombra, un vacío fulgurante. O quizás no sea así, quizás sea justamente al revés. Puede que sean sus sombras las que se levanten, como un relieve de carbón sobre el papel, como una burbuja espesa de tinta negra sobre el cielo, sombras nítidas, profundas, radiantes, y el resto de la colina, el balcón, el barandal, sea aquel hueco que las delimita.
***
Ahí estábamos, moviéndonos, quejándonos, suspirando uno dentro del otro [...] y cuando terminabamos, jadeando, [...] aplastados, como deshechos, no habíamos avanzado mucho, no; estábamos igual que al principio, y el punto máximo que habíamos alcanzado estaba infinitamente más cerca del comienzo que del fin…
***
El ruido de la música nos obliga a juntar los rostros. Acerca su boca hasta sentir su aliento en mi oído. Casi llega a los gritos para que la escuche. Algo ha dicho, unas frases sobre disculparse por algo que ha sucedido años atrás. Entonces se aleja, recarga su espalda en la silla, expectante. Lo que María diga es irrelevante ya. Nos quedamos sin decir nada, mirándonos fijamente uno al otro, sus ojos oscuros y retintos. Las copas y la botella vibran por la música, me acerco esta vez yo a su rostro, por la izquierda, coloco mi mano en su espalda, a la altura de su hombro. Antes de poder decir nada, toma con su mano mi brazo, y me acerca todavía más. Enfila su rostro hacia el mío, recoge su mirada hasta concentrarla en una dolorosa ausencia, un abandono que se arroja contra unos ojos alucinados. El abandono, la ausencia, el arrojarse, eluden la vigilia y se incorporan directamente al bosque de memorias. En ese instante, en ese preciso instante, ya no la miraba, no, en ese momento estaba recordando el mirarla, siempre un instante atrás.
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Esta vida me es familiar, pero no por ello comprensible.
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Las cajas reposan ya por debajo de la escalera, será tan solo por unas cuantas horas, mientras descanso de la mudanza al departamento. El anuncio presumía de una vista envidiable desde la recámara. Apenas he tenido tiempo de ajustarme al nuevo lugar. Empero, subo las escaleras, el eco solitario retumba en la paredes, la puerta de la recámara está cerrada. El atardecer se cuela por el margen entre la puerta y el piso. Preferiría no ceder al impulso de adentrarme a la pieza, preferiría delirar por días y días sobre cómo será aquella vista desde el balcón, un brillo excesivo del crepúsculo bajo mis pies. Preferiría permanecer por siempre detrás de la puerta. O mejor aún, tomar las cajas, regresarlas al camión, escapar.
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En algún fragmento de En los márgenes, Elena Ferrante sugiere que “la escritura auténtica no es un gesto elegante, sino un acto compulsivo”. Recordar, por ser un acto narrativo, remite a la misma compulsión, a la obsesividad desaforada. No estoy seguro de que la escritura y la memoria sean equivalentes, pero el elemento narrativo en ambos hace posible su vínculo. La narración como el trazo obsesivo que convierte el pliego memorioso en palimpsesto.
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—Ni siquiera mis padres me creían— María se ríe tras confesarlo. Una familia a dos mesas provoca un ligero alboroto en la cafetería por una orden incorrecta..— Pero fue así, se podría decir que no perdí la memoria, sino su precisión. Ahora mi hermana se encarga de recordarme detalles de lo que he olvidado. No sé cómo decirlo, pero es como si recordara cosas de manera borrosa — se vuelve a reír al terminar de decirlo.
—¿Entonces me recordabas a mí como…? — toma un sorbo de su taza y la devuelve a la mesa, la abraza con ambas manos
— Como alguien con quien platicaba mucho. Desde niña, eso lo recuerdo.
—Y cuando tu hermana te platica sobre cosas que has olvidado ¿las vives como una memoria tuya, o las piensas como algo ajeno a tí? Como si fuera la memoria de alguien más que, mientras la imaginas al escucharla, la has definido con tus propios matices y, por lo tanto, la has hecho tuya. Sería como un préstamo al pasado, por un presente en bancarrota
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Es esta vida vicaria la única que parece a mi alcance. El sujeto que mira hacia el otro, que no es sino el mismo yo difuso, remoto y al mismo tiempo accesible, y en su mirar compone el acto de la experiencia. O quizás sea todo esto una excusa para negarme a seguir adelante. ¿Y qué es lo que queda por terminar? ¿Acaso no es todo esto una rabieta contra el mundo? No estoy seguro que actuar tenga algún mérito que no sea el de los cobardes. Aunque a veces se me antoja aquella categoría. Queda la desilusión que se confunde como causa y efecto. Y este pasado, que parece acordarse de nosotros, se siente más real que lo real.
La noche se ha refrescado con una momentánea brisa, pero el barandal se mantiene cálido. Los árboles regresan a su respectivo lugar. Yo, en cambio, permanezco en guardia en el propio. Vuelve a mi la duda, me pregunto si todos estos pensamientos, elucubraciones como solía burlarse de mí, no son sino engaños, que en realidad no he descubierto nada, que no he logrado nada tratando de luchar por este entendimiento de lo que me rodea. Si tuviese el valor de abandonarme a ello, a las pruebas cotidianas que perturban al espíritu, podría convencerme de que no, que a esta realidad no le falta espesor, que no necesariamente se derrama incompleta, falsa. Pero puede suceder lo contrario, que estas pruebas confirmen su podredumbre, la pequeña verdad del estar en el mundo.
Recordar, narrar, resulta en una experiencia vicaria.
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Mi sombra se extiende hacia delante, hacia el balcón. El crujido de las cajas bajo la escalera me remite de regreso a mi cuerpo, a la noche que se vacía, a borbotones, en las nubes y en las estrellas. A lo lejos, por debajo de la mirada, están los carteles luminosos, el pasar tranquilo de los coches de un domingo. Siento que algo ha sucedido en mi interior, pero es difícil reconocerlo, evocarlo. Me vuelvo hacia la puerta, apago la luz, y me recuesto. El chirrido de una cigarra nimba las voces que se acercan, como un silencio disfrazado. Después de la firma, queda pendiente todo. Pero quisiera no enfrentarme a ello. Me levanto de la cama y regreso al barandal. El horizonte limpio de la noche vaticina un mañana tórrido, donde los contornos se definen hasta el dolor.
***
Omar de Felipe Solís (Orizaba, 1997), licenciado en ingeniería en computación y sistemas en UPAEP. Ha publicado ficción en la revista Mula Blanca, en el suplemento cultural El Confabulario de El Universal. Cuenta además con reseñas en El Popular de Puebla, el portal Pez Banana y una publicación en Rio Grande Review, journal de arte contemporáneo de la University of Texas at El Paso.