lunes. 23.06.2025
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ENSAYO

Tachas 555 • La onda expansiva de José Agustín • Joserra Ortiz

Joserra Ortiz

José Agustín
José Agustín
Tachas 555 • La onda expansiva de José Agustín • Joserra Ortiz

I.

José Agustín es uno de los principales escritores mexicanos contemporáneos, porque su literatura fundamentó la creatividad de muchos otros autores y autoras que vendrían después y hasta hoy. Según la crítica, y con razón, los valores fundamentales de su trabajo se encuentran en el uso de un lenguaje urbano y en algún momento juvenil, el planteamiento de temas que complejizan las relaciones humanas básicas en contextos de sociabilidad citadina, y la intención formal de incorporar en el discurso literario los recursos y las especificidades de la cultura de masas. Su obra creativa se extendió durante más o menos medio siglo de publicaciones continuas y siempre bien valoradas por el público, la crítica y la academia. Lo hizo en diversos géneros narrativos como la crónica, el cuento, el guion y el periodismo, pero más reconocidamente en la novela, de las que publicó once entre 1964 y 2006. Según se sabe por algunos de sus colegas cercanos, también escribió mucha poesía que nunca salió a la prensa, y sabemos que dirigió una película, hizo teatro, dictó clases, fue locutor, brigadista educativo en la Revolución Cubana y un gran coleccionista y conocedor antológico de la historia de la música rock. Contra todo pronóstico de sus coetáneos hace cincuenta años, sus libros siguen siendo populares, actuales, leídos, queridos e imitados.

Uno de los valores más positivamente evaluados de la escritura de José Agustín es la conciencia y consistencia de su rebeldía ante las normas de todo tipo, ya sean lingüísticas, formales, temáticas e ideológicas. Lo hizo siempre con arrojo y calculado desparpajo, frente a los libros que tradicionalmente se han valorado en México como “alta literatura”; creo que era consciente de su particular agudeza y no le interesó nunca compararse con nadie. La avalancha que fue su carrera literaria empezó prácticamente con un cuento, “¿Cuál es la onda?”, en 1968, en el que sus personajes hablaban como jóvenes de su época y las referencias estaban signadas en la música del momento, pero también en que, sin otra pretensión que experimentar con los límites del texto, José Agustín se permitió un par de juegos tipográficos que revolucionaron la rigidez con la que nuestro país enfrentaba a la página en blanco. Eran los años sesenta, una época en que los más creativos y geniales se tomaban todo poco en serio y producían obras de absoluta seriedad.

Las que entonces fueron innovaciones creativas, que del cuento brincaron a sus novelas, hoy es posible entenderlas como rasgos distintivos de una ontología universal de la juventud, como un valor ético y estético fuera de los límites biológicos para la consideración de “lo joven”. Mientras se tenga cierto “espíritu” renovador y poco convencional, desde hace 70 años se puede ser joven a cualquier edad, y lejos nos queda hoy una crítica caricaturesca como la que hace Thomas Mann del anciano juvenil en aquel barco veneciano. Por eso, creo, para todos sus lectores, José Agustín fue siempre un muchacho. Las docenas de textos que se publicaron con motivo de su deceso, así lo consignan. Igualmente, este valor de rebeldía, asociado con la noción de juventud, se encuentra en sus cuentos, crónicas y novelas, bajo la conciencia de que, en la práctica, no hay que contar lo que todos cuentan. Se pueden narrar artísticamente las historias de cualquier sociedad de nuestra nación de naciones, siempre y cuando se atienda al uso particular que una comunidad hace de la lengua, sin renunciar al modelo de relato costumbrista que es, definitivamente, el que mejor mimetiza los avatares, las tragedias y las comedias de la vida diaria. En este sentido, cualquiera que hoy escriba con el lenguaje “del barrio”, “del norte” o de cualquier otro sitio que se inventa en el texto, lo hace a sabiendas de que José Agustín comprobó que esa mímesis es posible. Me parece curioso que sea un principio muy clásico, definitivamente aristotélico y prácticamente cervantino, del que partió quien vino a demoler las formas discursivas de un país que nacía avejentado en plena modernidad.

La estética literaria con la que José Agustín consternó y revolucionó la narrativa de nuestro país tiene nombre, y se le conoce desde 1971 como “literatura de la onda”. A él no le gustaba este término, como bien saben sus lectores, porque tiene un origen despectivo, a pesar de que haya sido tomado de su propio cuento que ya he mencionado. Sin embargo, con el tiempo, sus críticos y estudiosos lo han seguido usando porque es reivindicativo de todos los valores que colisionaron a partir de sus obras y se volvieron paradigmas de un tipo específico de literatura. Son “de la onda”, y con mucho orgullo, todos esos artefactos literarios mexicanos que imitan el desenfado del lenguaje común y conforman modelos narrativos que a veces son poco convencionales, tendientes a enaltecer las experiencias de la juventud. Son “de la onda”, Gazapo y Compadre lobo, de Gustavo Sáinz; Pasto Verde, de Parménides García Saldaña; Enciclopedia de latinoamericana omnisciencia, de Federico Arana; Lapsus, de Manjarrez; y Chin Chin el Teporocho, de Armando Ramírez. Del mismo modo, hay onda en lugares donde no esperamos encontrarla, como en el Complot mongol, de Rafael Bernal y Cambio de piel, de Carlos Fuentes, y en títulos más actuales, como Matar por Ángela, de Hugo García Michel, Diario íntimo de un guacarroquer, de Armando Vega-Gil, La biblia vaquera, de Carlos Velázquez, y Perras de reserva, de Dahlia de la Cerda. Por esa misma razón, a pesar del rechazo que José Agustín externó en textos como “La onda que nunca existió”, de la Revista de crítica literaria latinoamericana en 2004, la noción debe permanecer como una reivindicación muy contracultural y punk. Hoy en día, de hecho, el solo concepto de “la onda” ha servido para arrojar luz crítica y atención lectora sobre obras de amplio valor literario que ya estaban pasando desapercibidas, como las de Juan Tovar o Margarita Dalton, además de los mencionados.

Como lector atento de las literaturas alternativas al mainstream, me parece evidente que el objetivo de la creación del término “literatura de la onda” fue político y se intentó para desprestigiar una literatura que nació siendo extremadamente popular y que, por eso, de alguna manera, incomodaba a una élite creativa de la que provenían quiénes sí querían ser reconocidos públicamente como grandes autores e intelectuales. No hay que olvidar que José Agustín es inmediatamente contemporáneo de gente genial y de diferentes edades y proyectos, como Carlos Fuentes, Octavio Paz, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Salvador Elizondo, Fernando del Paso, Luisa Josefina Hernández, Elena Poniatowska y Margo Glantz, por mencionar muy pocos. Esta última, como se sabe, fue la creadora de la distinción, incluso hasta clasista, entre autores que consideró menores y calificó, precisamente, de “escritores de la onda”, y otros mayores, a quienes clasificó como “escritores de la escritura”. Esta dicotomía la estableció con bases en presupuestos de Octavio Paz al prologar la antología Onda y escritura en México, jóvenes de 20 a 33, en 1971. Su distinción, ha quedado claro en estos cincuenta años, era endeble y tramposa desde el principio, pues todos ellos contaban las mismas cosas y tuvieron inventivas similares. ¿Había diferencias radicales entre ambos grupos de escritores? En realidad, ninguna, pero en la práctica crítica, desde entonces, la dicotomía ha servido para la localización y diferenciación de ciertas poéticas e intereses temáticos distintivos.

Me distraigo un momento. El agrupamiento generacional es una de las aproximaciones críticas más comunes y menos inteligentes en los estudios literarios. En el mundo en español esta estrategia fue muy utilizada en el siglo XX, a partir del reconocimiento de la “Generación del 98” hispana y las subsecuentes. Se trata de vincular a un conjunto de escritoras y escritores que coinciden en una época determinada, a partir de premisas biográficas, estéticas e ideológicas por las que pueden entenderse como una unidad homogénea, facilitando así la comprensión de fenómenos de época complejos, en detrimento de la exaltación individual de las y los genios. Así, aunque la idea de generación evidencia para la posteridad la existencia de ciertos “aires de época” compartidos por una parte de la inteligencia y la sensibilidad de un momento determinado, termina por ocultar la riqueza artística de quienes fueron más allá de los límites generacionales y consiguieron una obra completa de excelente calidad, siempre actual y original, atenta a la universalidad de la tradición, pero igualmente innovadora, clavada en su poética original, aunque progresivamente más distante de cualquier molde que hubiera planteado en sus comienzos. En ese sentido, sí es verdad que la consideración de la existencia de una “generación de la onda” no beneficia del todo a la exaltación de la diferente calidad de la escritura de José Agustín, pero, atendiendo a lo que mencioné antes, puede ser un mal necesario.

Eso sí, para la crítica, ya sea académica o divulgativa, ubicar una generación facilita la puesta en escena de conflictos ideológicos que ejemplifican las tensiones artísticas y políticas de un momento y un lugar dados. México a finales de la década de los sesenta era un lugar más que complicado. Si Glantz distinguió dos tipos de escrituras coincidentes en el mismo momento, podemos pensar en un conflicto real entre dos distintas percepciones de la realidad, y, en términos de Pierre Bourdieu, dos tomas de posición diferentes frente a las políticas creativas del mismo campo. Había escritores que se servían y servían al sistema. Había otros que no. Se entiende que una generación surge como una respuesta hasta beligerante contra un status quo, que su literatura es un artefacto de rebeldía, y que a partir de ese momento hay una bifurcación entre lo establecido y la desobediencia. Glantz mostró que había dos clases de autores con perspectivas distintas sobre cómo participar del concierto internacional que hizo de la década de 1960 y sus revoluciones, una de las épocas más transformadoras de la Edad Moderna humana, tan definitiva y definitoria, a mi parecer, como lo fueron el ocaso del siglo XV, el mediodía del XVIII o el cuarto lustro del siglo XXI, por mencionar otros tres momentos paradigmáticos. En este sentido, los de la onda fueron los autores de la revolución.

Claro que, en el papel, la diferenciación no iba por ahí. En términos muy generales, la intención de Glantz era definir el discurso de la literatura juvenil de aquella época como una distinción de orden lingüístico y de representación discursiva; es decir, su pretensión era diferenciar la narrativa contemporánea por cómo se decía lo que se decía, o cómo se escribía lo que se planteaba, apelando a una hermenéutica muy básica y poco científica o filosófica, en la que no interpretaba nada, sino que simplemente juzgaba y valoraba lo que leía, según lo que sus apetitos estéticos le dictaban. Para la autora, en sintonía explícita con las ideas de Octavio Paz, había dos generaciones coetáneas de narradores en México que eran mutuamente excluyentes, y una debía prevalecer sobre la otra. Ésta era la generación formada por literatos que escribían por el artificio verbal, frente a otra que practicaba la escritura “solamente” como crítica social. Es decir, que entre los jóvenes escritores de México unos hacían una literatura artísticamente valiosa y otra meramente funcional en un sentido marxista. Por esta razón, Onda y escritura en México es un libro muy limitado y limitante. Para hacer el retrato de una época, y peor aún, para plantear conjuntos o generaciones de escritores, su autora ni siquiera se vale de la hermenéutica radical que en esa época ya ocurre en el mundo con los trabajos de Ricoeur, Gadamer o Habermas, y juzga todo desde sus empatías personales e intelectuales que pueden ser todavía muy incipientes y hasta inocentes, como en el caso de Monsiváis, o demasiado conservadoras y no académicas, como las de Octavio Paz. Nada de esto, sin embargo, impactó realmente y de ninguna manera a la escritura de José Agustín, quien sobrevivió al ninguneo y demostró que su literatura tenía una razón de ser en el mundo.

II.

La aparición de José Agustín en el mapa cultural mexicano coincide con el afianzamiento de la figura del adolescente rebelde y de aspiraciones artísticas en la conciencia colectiva del país, explotada sobre todo en las películas y en la música popular. Esa influencia existencial, entonces, como hoy, viene de Norteamérica, donde la sociedad que se formó tras la Segunda Guerra Mundial empujó a la juventud desempleada, aunque aspiracioncita, a refugiarse ideológicamente en ella misma con una intención aparentemente escapista. No era así antes de James Dean y Elvis Presley, por decirlo de algún modo. Durante toda la vida humana que tenemos narrada y cantada en obras artísticas y literarias, los más jóvenes debían hacerse al mundo apenas tomaban conciencia de su destino y podían sobreponerse a sus apetencias, como Aquiles, o desmoronarse en ellas, como el joven Werther. Antes de los beatniks, los jipis, los mods, los yipis, los yupis, los punks, los fresas, los skatos, los emos o los aesthetics, la adolescencia no era un valor moral, ni siquiera estético, por sí mismo. Antes de 1950, los libros contaban historias de jóvenes que dejaban la infancia para convertirse rápidamente en adultos, y si no lo lograban, morían en el intento sin otro amparo ante la realidad que otros adultos. Así es en la novela picaresca, por más mal que les vaya a los personajes, como lo es en las novelas de formación que se escribieron todavía en la primera mitad del siglo XX.

El mundo en el que surge y escribe José Agustín es por primera vez otro para la gente joven: es la realidad que se gestó desde que apareció El guardián entre el centeno de J.D. Salinger, en 1951, en la que la adolescencia es una edad apropiada para el ensimismamiento y valorada y añorada por los descubrimientos sensuales que ocurren en ella. Para contar esta realidad que nadie les ha adelantado, los jóvenes inventan su propio lenguaje y sus propias reglas. En ese contexto, la música popular, gracias a los avances en la tecnología para la reproducción, y al ser la única forma artística que no han tocado históricamente los adultos, se convierte en el medio de expresión favorecido para la rebeldía. Las penas, los deseos y las pulsiones carnales de la muchachada internacional toman por asalto ese nuevo mecanismo de discurso, que permite tanto la expresión física, como la mental y la emocional. En cuestión de dos generaciones, para la segunda mitad del siglo XX el rocanrol—y después los ritmos que le devienen—se extiende y se entiende como el espacio vital en que la convivencia juvenil ocurre exclusivamente con otras personas de la misma edad, todas con un conocimiento rudimentario de la vida, y en la que, como durante la primera infancia, todo se entiende y valora a partir de la experiencia personal a través de los sentidos. Como en la llamada modernidad temprana del siglo XVI, nada que no se haya experimentado por uno mismo tiene validez, y lo que uno ha aprendido es lo único real. El mundo juvenil que finalmente explota en la década de 1960 y girará la conciencia universal a través de revoluciones intelectuales importantes, como el reconocimiento de los derechos civiles universales, la apertura a una libertad moral de todo tipo de prácticas sexuales o la movilización de la gran masa humana en contra de los designios bélicos de la oligarquía —cuando menos tres pilares sociales que habían permanecido intocables desde la edad feudal-transforma a la literatura de una manera tan fundamental como nos ocurrió en Occidente a las puertas del siglo XVII con la invención quijotesca de la novela moderna.

Mucho puedo decir sobre el icono del joven moderno, hombre o mujer, en el espectro de la representación mediática y literaria de aquellos años, pero ahora sólo me vale pensar en que su circunstancia se corresponde, completamente, con la de las transformaciones paradigmáticas que se vivieron durante los años que reconocemos como “el milagro mexicano”, entre 1954 y 1970. Ahí se encuentra el corazón de sus temas y focalizaciones narrativas.

José Agustín escribe sobre jóvenes, y después adultos—porque sus personajes fueron creciendo cronológicamente junto con él­- que, por primera vez en los ciento cincuenta años de historia del país, nacieron y vivieron sin el fantasma de la guerra civil sobre ellos, y que además existían en circunstancias ajenas al temor por una pobreza económica y una violencia extrema que nunca les sobrevendría. José Agustín y sus personajes crecieron en el país, y más específicamente, en la ciudad, en las colonias y en los apéndices, como Acapulco, que José Emilio Pacheco contó en Las batallas en el desierto: un lugar idílico, moderno y cosmopolita, contrastante con los lugares de la literatura mexicana inmediatamente anterior a ellos. Su México no se reconoce, para nada, ni en Pedro Páramo ni en Los recuerdos del porvenir, mucho menos en los lenguajes desconocidos en la capital, como el de “La muerte tiene permiso”, o el de Balún Canán. El de José Agustín es un México distinto, más fresa y más privilegiado, en el que se bebe el Ponche de ácido lisérgico de Tom Wolfe, se reflexiona sobre la vida en traducciones de literatura francesa y se hablade la manera en que se han ido traduciendo las canciones de los grupos de rock, tanto los de la década anterior, como los más interesantes que ahora hablan de amor, de paz, de sustancias y de traspasar todas las fronteras allende las puertas de la percepción.

De esta manera, porque ya había un público educado sentimentalmente por Elvis, por Lennon, por Angélica María, por Enrique Guzmán, pero también por rebeldes de las letras y las formas como Juan José Arreola y José Revueltas, el muchacho José Agustín de apenas 19 años conoció la fama, el prestigio y también el recelo con su primera novela, La tumba, que, si atendemos a lo que luego se publicó de su Diario de brigadista, terminó de escribir a los 16. Su siguiente novela, De perfil, fue inmediatamente calificada por la crítica como un punto y aparte en la historia literaria del país, considerándola el inicio de un movimiento literario distintivo y separado de la tradición mexicana. El arrastre que tuvo la originalidad de la obra, la novedad del lenguaje y lo aventurero del discurso de José Agustín, permitió que se atendieran con la misma atención a las creaciones de otras y otros escritores que planteaban temas similares, más o menos con los mismos recursos lingüísticos y formales, pero que no se parecían, en el fondo, a lo que hacía el autor de Inventando que sueño.

Por José Agustín entendemos que hubo onda, que fue un movimiento accidental, un aire de época, pero en perspectiva, sería difícil aceptar que se trataba de toda una literatura. No era un movimiento, no era una generación, era estricta y solamente una estética: la de José Agustín y nada más. Y así, como la explosión de una bomba, la influencia de quien luego publicaría clásicos como Ciudades desiertas y La panza del Tepozteco se extendió, multiplicándose en una onda expansiva que, a la fecha, no ha acabado. Los beneficios colaterales de los libros de José Agustín han conseguido que editoriales, críticos y lectores, accedan a un archivo literario muy particular de afinidades ideológicas y estéticas que señalan los caminos de las posmodernidades en México, creando en el camino el mapa de una mitología contracultural apegada a las formas y valores juveniles durante más o menos cincuenta años.

La onda expansiva de José Agustín nos ha regalado a quienes venimos a la saga de su obra, tanto a sus contemporáneos célebres, como Parménides García Saldaña y Gustavo Sáinz, como a otras voces que permanecen en el librero del culto, como la de Orlando Ortiz y la de Margarita Dalton y su espectacular novela Larga Sinfonía en D, recientemente rescatada y reeditada por editorial Lumen, y que, por cierto, cuenta con una breve introducción de uno de los pocos especialistas nacionales de esta literatura mexicana, Iván Eusebio Aguirre Darancou. Pero también, en tanto que la poética de José Agustín es la que ha marcado la senda estética de la representación de las revoluciones culturales globales que también suceden aquí, es posible marcar el sendero de autoras y autores que, desde entonces, han venido problematizando en el relato nacional temas como el devenir de la adolescencia, el uso de sustancias psicoactivas, la fundación de una identidad individual en una cultura popular global y la urgencia contestataria contra el orden establecido por la Revolución institucionalizada. Anoto sólo algunos nombres, sin orden ni concierto: René Avilés Fabila, Armando Ramírez, Tita Valencia, Celso Santajuliana, Luis Humberto Crosthwaite, Rafa Saavedra, Hugo García Michel, Carlos Velázquez, Heriberto Yépez, los infrarrealistas, y por eso Roberto Bolaño, Wenceslao Bruciaga, Adriana Díaz Enciso, J.M. Servín, los cronistas que publica Servín en Producciones el Salario del Miedo, Armando Vega-Gil, casi todos los narradores que ha publicado Tierra Adentro bajo el cuidado de Víctor Santana, el mismo Víctor Santana; una novela como La distorsión, de Rafael Toriz, casi todo lo que ha sacado la editorial Moho y las novelas de Guillermo Fadanelli; grandes clásicos como El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata, Un hilito de sangre, de Eusebio Ruvalcaba, o Diablo Guardián, de Xavier Velazco, nada de esto se publicaría si no fuera por las posibilidades que estableció José Agustín. Eso, además, sin mencionar la gran cantidad de músicos, cineastas, fotógrafos y tantos otros artistas que, aunque no lo sepan o no lo alcancen a reconocer, han sucedido por la explosión de un cuento que fue como un big bang: ¿Cuál es la onda? Pues ésta, maestro.

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