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Tachas 565 • El barrio itinerante • María Andrea Gómez Gómez

María Andrea Gómez Gómez

El barrio itinerante
El barrio itinerante
Tachas 565 • El barrio itinerante • María Andrea Gómez Gómez

Arte, estética, ciencia, política, ciudad

El presente texto hace parte de la investigación “Barrio en movimiento: estéticas y prácticas urbanas en la comuna San José, Manizales (Colombia)” , del Departamento de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Manizales, trabajo investigativo de carácter estético-social y urbano, enfocado en los ámbitos del arte y la cultura bajo una propuesta lúdica, contextual y comunicativa de aprendizaje y creación colectiva, centrado en la pregunta por la relación entre el sujeto, su hábitat, el espacio público, el arte, la estética y la ciudad. 

La discusión parte de esclarecer el sentido político de “comunidad” , en el que reposan los saberes sociales y donde tanto el arte como la estética encuentran su asidero político. Este conocimiento descubre en el origen del humanismo todo su vigor para la actualidad y la autonomía necesarias al proceder frente al estatuto de una ciencia cada vez menos predecible y calculable; un saber práctico y distinto que rebasa la autoconciencia científica y se abre al campo del sentido común

Gadamer (2003) expone cómo el mismo concepto de humanidad surge a la par con el de formación, en la medida en que todo ser social requiere trabajo para su configuración, es decir, cómo lo común del sentido no es algo inherente ni, mucho menos, es una disposición natural de integración, sino que por el contrario surge, aparece como un proceso de transformación de lo inmediato-natural a lo espiritual-formadosensus communis: generalidad de la conciencia que, alejada de su particularidad, se abre a los otros en sus visiones, pensamientos y circunstancias para así organizar lo común bajo una inteligencia colectiva que se forma a sí misma a fin de ser humanidad, comunidad, etnia, pueblo, grupo, sociedad, barrio, ciudad, y darse así su existencia. 

Es allí, en esta manera de hacer de las ciencias del espíritu, donde retomamos el sentido crítico y político que entraña toda comunidad que busca, creando, un provecho común, lo que tanto Vico como Salmasius en el siglo XVIII han denominado buen vivir: mesura, consideración, tacto, sensibilidad, memoria, criterio, distancia, discernimiento, “arte”‚ aquello mediante lo cual 

[el] levarse por encima de sí mismo hacia las circunstancias de los demás, más allá de un sentimiento de vinculatividad, es ver en este espíritu histórico la reconciliación con uno mismo, el reconocimiento de sí mismo en el ser otro, reconocer en lo extraño lo propio y hacerlo familiar para retornar desde el otro. (Gadamer, 2003, p. 43)

Retorno desde el otro, haciendo lo común, comunicándose. 

A partir de Groppo en sus Tres versiones contemporáneas de la comunidad, se instala la discusión que hace de la comunidad la idea central del pensamiento político moderno: “La pregunta moderna por la comunidad interroga por la identidad del nosotros, cuya tarea política por excelencia es su construcción” (2011, p. 2), ya que ninguna comunidad está dada de antemano, sino que es el resultado de las interacciones y las negociaciones entre sujetos diversos, que se gesta a partir del ser con otros. 

Reivindicar lo comunitario como un tipo de relación social, como un valor y como un horizonte de futuro, modo de vida y proyecto político desde la estética y el arte contemporáneos, es retomar la actualidad de esta discusión, en la medida en que ambas se remiten a lo político y a lo social en su pregunta por el sentido de comunidad que las obras, las piezas, los productos y las experiencias contienen y pueden alcanzar; el tipo de espacios, de ambientes y atmósferas de vida en común que se está proponiendo. Rancière entabla esta relación, hoy más que nunca, a pesar de los discursos del final de las utopías políticas del arte, ya que las formas cotidianas de la experiencia sensible, el arte, la estética, siguen estando ligadas a las cuestiones de lo común, es decir, a la política: 

La relación estética entre arte y política, donde una y otra realizan una función “comunitaria”: la de construir un espacio específico, una forma inédita de reparto del mundo común […]. El arte consiste en construir espacios y relaciones para reconfigurar material y simbólicamente el territorio común […] forma de ocupar un lugar en el que se redistribuyen las relaciones sensibles entre los cuerpos, las imágenes, los espacios y los tiempos. (Rancière, 2005, pp. 16-17) 

Que sea el sentido y no la razón lo que determine unos modos de conocer y de hacer frente al mundo y sus relaciones, frente a las maneras de ver y materializar lo comunitario, pone el acento en las sensibilidades, es decir, no en la racionalidad instrumental científica, sino en las experiencias de afección y percepción compartida que se concretan en espacios y tiempos distintos de experiencia y socialidad: política estética, valores étnicos, formas que ordenan las sensaciones en un nuevo reparto y que son anticipadas, decididas y compuestas por los ritmos cotidianos de la vida comunitaria dispuestos en un nuevo ámbito de sensibilidad. 

Estas formas de comunidad que han sido despolitizadas y sacadas de su sentido original por el afán del consenso discriminatorio y la especialización productiva se anticipan hoy más que nunca de una manera estética para devolver el sentido, es decir, para repartir lo sensible por fuera de las imposiciones que adecúan los cuerpos y las maneras de ser y hacer en funciones y ocupaciones determinadas por las lógicas de saber y producir de una sociedad exclusiva, excluyente, ilustrada y cultivada para su distinción. 

La política del arte, la política de la estética, según Rancière, son todas ellas formas de dividir lo sensible, lo visible, su régimen, su distribución: 

La política sobreviene cuando aquellos que “no tienen” tiempo se toman ese tiempo necesario para erigirse en habitantes de un espacio común y para demostrar que su boca emite perfectamente un lenguaje que habla de esas cosas comunes y no solo un grito que denota sufrimiento. (Rancière, 2005, p. 18) 

Proceso de creación de disensos donde nace el sujeto político, subvirtiendo los prejuicios racionalistas del saber sobre los que se monta el ideal exclusivo de la demostración conceptual científica, para la cual el sentido común se reduce a su mera capacidad teórica de juicio o gusto estético: “Esta experiencia estética-política del arte es la que constituye el germen de una nueva humanidad, de una forma individual y colectiva de vida… la materialidad del arte se propone como materialidad anticipada de una configuración distinta de la comunidad” (Rancière, 2005, p. 28). 

Promulgación de un hacer-sentir concreto sobre la materia-sentido-social, sobre la posibilidad humana de dibujar espacios de vida y relaciones diferentes entre los hombres y el mundo: arte, ciencia, cultura, su política, es decir, su régimen de distribución, su sentido de alianza, de distancia y de límite. 

Espacio edificado y cuerpo colectivo 

La forma sensible de comunidad de los hombres en la ciudad: ¿ciudadanos, urbanistas, citadinos, transeúntes, errantes, caminantes, trashumantes, desplazados, marginados, sin techo, sin tierra, desterrados, “hombres de la calle”? ¿Cómo nombrar el hombre de la ciudad sin tener que recurrir a su movimiento, a sus pasos, a su trasladarse para poder sobrevivir? La locomoción ha hecho a la humanidad; tener dos pies y caminar erguidos, desde siempre, lo ha distinguido de las demás especies. Gourhan (1971) en su estudio paleontológico de la cultura estudia el gesto y la palabra a partir de esta postura particular que caracteriza a la especie humana, hasta el punto de haber determinado en el tiempo las formas estéticas, los estilos que han hecho etnia, comunidad, humanidad de valores compartidos por las mismas disposiciones de sus más profundas necesidades corporales y espirituales: estilo étnico, buen vivir, formado, organizado por los grupos humanos en convivencia cotidiana. 

El investigador introduce el territorio corporal motriz cuando al hablar de unos códigos de las emociones estéticas, basado en las propiedades biológicas comunes al conjunto de los seres vivos, pone de relieve la sensibilidad que organiza simbólica y colectivamente el entramado de las referencias y creaciones que diferencian a los grupos humanos de las demás especies, aquello que lo hace mover, transformarse, hacerse otro con otros desde el espíritu humano y su más sentida forma de ser y hacerse desde su cuerpo, en potencia de movimiento: 

El gusto es una abstracción sin la actividad nutritiva, los pasos afectivos de simpatía o de agresividad no existen sino en el vínculo entre la percepción y la movilidad determinada por ella; la integración espacial no es posible sino en la medida en que el cuerpo físico percibe el espacio. (Gourhan, 1971, p. 276)

La estética constituye el pensamiento y no al contrario, lo sensorial activa lo simbólico en el hombre, en su relación con el medio externo; entre el espacio y el cuerpo es donde el comportamiento sensorial logra activar los planos de sensibilidad: cadenas operatorias, ritmos de funcionamiento corporal que asocian el movimiento a la forma en cuanto condición primaria de todo comportamiento activo, ritmos que integran a los sujetos en el tiempo y el espacio, según Gourhan: 

En el movimiento que lo transforma el cuerpo se conoce, en la exposición al mundo, en la más intensa actividad, en los gestos, en las prácticas extremas de adaptación al medio, en la articulación de los sentidos al movimiento […]. Específico, particular, original, todo el cuerpo inventa, mientras a la cabeza le gusta repetir. Ella tonta, él genial, todo lo inventa desde la sensación […]. El sapiens de la sabiduría desciende del sapiens que saborea. Solo un cuerpo experimentado entre el sabor y el saber, entre el pánico y la alegría, puede ser real. (Serres, 2011, pp. 11-17) 

La ciudad desde su creación encarna el problema real de los cuerpos en el espacio comunitario, social. Es la ciudad como dispositivo espacial y temporal el prototipo de la normalización-control de aquellos ritmos y acondicionamientos corporales al cual debe insertarse la existencia de quienes intentan habitarla. Sennett en Carne y piedra hace un rastreo de los ideales de este prototipo de ciudad, evidenciando los ideales de poder y placer pleno sobre los que está ajustada, sin obstáculos, y en el que las civilizaciones occidentales continúan edificando los arquetipos del cuerpo sobre su suelo, “espacios para la segregación, para la obstrucción del movimiento muscular y colectivo, para la limitación de los ritmos viscerales y el distanciamiento de los problemas concretos y específicos de la especie humana” (1997, p. 39). 

En esta negación del sentido común y étnico la comunidad pierde espacio de posibilidad para compartir un destino realmente común, por tanto, pierde también la posibilidad política de las alianzas y los pactos que equilibran las relaciones entre los hombres y los demás seres de la tierra, “privilegiando al individuo, al sujeto racional, a la subjetividad autoconsciente, donde el cuerpo ha quedado a la zaga del pensamiento” (p. 415). El autor cuenta cómo la ciudad moderna, producto del saber ilustrado, es configurada en cuanto que cuerpo científico bajo una mirada instrumental y operativa: vías, arterias, puentes, accesos, percepciones geométricas y lineales del espacio que refuerzan la continuidad de la ciudad, su perdurabilidad y el carácter inmutable de su esencia a la abstracción del tiempo pasado y en la seguridad del presente. Tecnologías de la circulación, de la salud pública y del confort privado, así como de los movimientos del mercado que se oponen con su lógica a los movimientos colectivos, para “privilegiar las pretensiones de los individuos, aquellos que se sienten cada vez más ajenos a los destinos de los demás” (p. 393). 

La ciudad como dispositivo y soporte de lo social encarna un cuerpo disgregado por sus funciones y operaciones; ciudad-empresa, máquina de habitar impulsada por el trabajo de quienes la sostienen. Motor de relaciones desiguales, divisiones espaciales calculadas para el crecimiento y reproducción de quienes invierten en ella, mientras la gran mayoría la hacen posible en materia y energía derrochada, “comunidad operativa” para Nancy (2001, p. 19) bajo la lógica de una estética de la política (Rancière, 2005, p. 19), aquella que divide lo sensible en espacios y tiempos determinados para cada quien, según sus posiciones, jerarquías e intereses particulares. Así, la inhóspita ciudad, alejándose cada vez más de la comunidad que promete albergar, no crea un sentido común, sino que, por el contrario, se especializa en su individualidad solipsista, calculada, consensual y estática, sin formación, lejos de cualquier proyecto de humanidad. 

El movimiento, el ritmo, la locomoción, las metamorfosis del cuerpo, acompasan el equilibrio de la vida sensible, concreta y real del hombre en todos sus tránsitos históricos, determinándolo, diferenciándolo como especie, haciéndolo paso a paso en su transcurso, destino, trasegar de retrocesos y aciertos que lo van formando: aprendizaje, saber, ciencia y arte de la historia práctica, hacer camino al andar… Saber que se va haciendo en su proceso, conocimiento que va tomando su forma. 

Espacio público habitado

La polis fue la ciudad soñada para los griegos. Ciudad organizada y ordenada bajo el poder de lo único, un espacio político de leyes y normas, origen del espacio cívico que implanta la concepción occidental del espacio público, atribuido y distribuido por quienes hacen las leyes de la ciudad; ellos, desde entonces, trabajan por construir físicamente, visiblemente, la imagen utópica, “universal” que se tiene de la ciudad, en cuanto lugar de separaciones, jerarquías y exclusividad. 

Este espacio público, políticamente administrado por sus propias leyes y restricciones, es un espacio siempre en contradicción, en pugna y desbarajuste continuo, espacio limitado para congregar, restringido para residir, prohibido para habitar. Quienes administran la ciudad se arrogan el poder del suelo sobre el que está hecha, de quienes en ella residen, se apropian de la tierra y de lo que sobre ella se pone, sin embargo la visión de la ciudad como espacio colectivo escapa en toda medida a la ciudad-dominio sobre la que creen tener seguridad. 

La ciudad, en cuanto espacio colectivo, es para Jairo Montoya “un reservorio orgánico, heredado de la comunidad tradicional que busca siempre formas de estructurarse socialmente” (en Delgado, 1999, p. 193), maneras de co-habitar con otros en la organización de sus necesidades, deseos y circunstancias. Comunidad de vida, pueblo, grupo, sociedad, ciudad. 

La comuna San José puede dar muestra de este movimiento comunitario de búsqueda y creación de colectividad. Pueblo por excelencia, San José sigue conteniendo los valores étnicos de una comunidad nacida en su seno. Sus pobladores, desde 1849, no han dejado de errar; desde caminantes hasta campesinos y arrieros, pasando por colonizadores y viajeros, precursores y comerciantes, inmigrantes y desplazados, tanto de la ciudad misma como de las violencias históricas en el campo y los municipios cercanos; ha sido siempre pueblo en movimiento, tanto geográfico como social. Allí nace el espíritu cultural de una época fulgurante de convivencia, solidaridad, humanidad y formación. Esto, antes, cuando la ciudad no era la utopía de su materialidad física, sino de sus cimientos comunes, hasta principios del siglo pasado. 

Desde entonces la ciudad ideal moderna tomó el trono de su figura soñada en grandes edificaciones, verticalidad de la visión y la presencia, norma expresa en materia, espacio fingido a la limitación, a la frontera impuesta. Ley universal, política global, modelo planetario sobre la tierra, “territorialidad” , plano sobre el suelo, delimitación administrativa sobre lo que corresponde a cada quien; principio de la ciencia, la medición y la distribución, la ciudad es el objeto de una ciencia arquitectónica-urbana al servicio de quienes la ordenan y no de quienes la habitan. Planes territoriales globales, políticas de reordenamiento y renovación, modernización de la ciudad, adecuación del espacio para la ciudad-aparato urbano, ciudad-empresa, ciudad-banco, ciudad-autopista, ciudad-centro comercial, ciudad-negocio. 

¿Para quiénes está construida esta ciudad? Pregunta ociosa que responden a mil voces las casa derrumbadas, los espacios de vida fracturados, los habitantes errantes y sin techo de San José, hoy todavía comuna, mañana quizá placa de cemento dividida en moles y vías, almacenes y megatiendas, parques fríos e inhabitables, de esto nos habla la maqueta impuesta en cemento y herrumbre por la que transitan los fantasmales seres de la noche que se multiplican entre las ruinas y los escombros dejados por las demoliciones del inconcluso “Macroproyecto de renovación urbana” impuesto a San José desde hace cuatro años y hoy foco de múltiples cuestionamientos. 

La pobreza material se incrementa, el espíritu cultural se debilita, el sentido comunitario se disgrega, el sentido vital languidece, el barrio se estremece, pero no deja de vivir. Entre los muchos desplazamientos ocasionados por la intervención, los destierros y las expulsiones históricas, quedan los que aún no se han ido, los que por diferentes circunstancias permanecen, esperando, buscando, imaginando, materializando, quizás, otras maneras de poder seguir viviendo en comunidad, de seguir animando el cuerpo colectivo que ha hecho barrio a pesar de las adversidades y la contrariedad administrativa de la ciudad que lo desconoce y margina, queriéndolo desaparecer, sin lograrlo. 

El barrio como acontecimiento estético contiene su propia dinámica transgresora de leyes y administraciones, su propio ritmo de movimiento, fulgurante en el seno del espacio colectivo donde entre lo cívico y lo social nace lo urbano, el tránsito, el pasaje que re-hace lo público y lo común a fuerza de usos, proximidades y repeticiones, por fuera de las políticas legisladoras y de los ideales modernizadores del mercado de la industria y la construcción. Entre ambos, del seno del espacio político-administrado, y del espacio de este cuerpo colectivamente formado, emerge lo socialmente indeterminado, el barrio, “saber hacer de la coexistencia que no puede decidirse ni evitarse al mismo tiempo: equilibrio entre proximidad y distancia” (De Certeau & Guiar, 2000, p. 12), acto cultural, por cotidiano y compartido, que permite las incorporaciones, las adaptaciones y las transformaciones que lo impulsan a seguir sobreviviendo al paso de sus relativas estabilidades: 

La práctica del barrio es la organizadora de una estructura inicial y hasta arcaica del sujeto público-urbano, mediante un pisoteo incansable que reúne todas las condiciones para el conocimiento de los lugares, los trayectos cotidianos, las relaciones de vecindad, las relaciones comerciales, la pertenencia a un suelo, sentimiento difuso de proximidad verificado en la intensidad de las inserciones sociales… hacer barrio, movimiento de ir y venir, de mezcla social y repliegue íntimo donde se adquiere una conciencia de sí en la certeza de la inmediatez social. (De Certeau et al., 2000, p. 11)

Los sujetos que hacen barrio son los transeúntes anónimos que lo recrean como hábitat prolongado de límites flexibles, dibujándolo en trayectorias marcadas por la necesidad y el aprovechamiento, la gratuidad o la intención de los encuentros, los acontecimientos y las deambulaciones no funcionales, “para reconstruir segmentos de sentido capaces de sustituirse unos a otros a medida que se anda, sin orden ni limitación, en redes de contactos aleatorios definibles a través del azar de los desplazamientos” (De Certeau et al., 2000, p. 12 ), porque antes que el lugar está el trayecto que lo evoca entre los traslados y los tránsitos de sujetos viajeros, deambulando sobre un mapa imaginario que irrumpe la planimetría numérica y funcional del espacio administrado e intervenido. 

La topografía actual de San José es evidente desde cualquier punto de la ciudad que la conecte: destrucción, ruina, abandono, desalojo y miseria; ¿qué se esperaría encontrar allí más que malhechores, inadaptados, vagos y ladrones, toda la escoria humana y física consecuencia del crecimiento desequilibrado de las ciudades y de los planes territoriales que rigen el mercado global del suelo y el negocio inmobiliario, bajo modelos metropolitanos de centros urbanos funcionales para las finanzas, los almacenes de grandes superficies, los edificios de poder, la contratación a gran escala de la industria de la construcción urbanizante de aquella ciudad-empresa, edificada en piedra a costa de la carne real de quienes excluye? 

“Vagabundos eficaces”,[1] a la manera del maestro Fernand Deligny (2006), es como se podría llamar al grupo de niños confluyentes en la performance relacional “Parque Urbitante” propuesto y realizado durante un año por esta investigación. Niños entre los 5 y los 12 años, niños cuyo destino no pareciera ser otro que la delincuencia, la indigencia y la desaparición. Sin embargo, entre los mil insultos y palabras soeces, entre la infinidad de maltratos, empujones y golpes, entre la creciente masa de indiferencia y señalamiento, son niños de inteligencia primordial, que han aprendido a sobrevivir en medio de las zonas de peligro que proliferan en su barrio, que conocen bien las personas que les pueden hacer daño y que aprenden a reconocer quién quiere interactuar espontáneamente con ellos. 






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María Andrea Gómez Gómez. 
Comunicadora Social y Periodista. Profesora del Área de Formación Básica y Disciplinar del Programa de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad de Manizales.

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[1]    “Un poco poetas, un poco pintores, un poco canturreadores de buena música, un poco comediantes, exhibidores de sí mismos y de marionetas, honrados con el instante, chupadores de certidumbres y esculpidores de preguntas, piel viva a la flor de la sociedad, indiscutiblemente inadaptados, preocupados de su vagabundeo y pacientes como pescadores de caña, he ahí los compañeros que los niños necesitan...” (Deligny, 2006)