sábado. 14.06.2025
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Tachas 572 • Contra el fatalismo político • Carlos A. Bustamante

Carlos A. Bustamante

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Tachas 572 • Contra el fatalismo político • Carlos A. Bustamante

En mayo de 1997, a sus setenta y cinco años, Paulo Freire moría pacíficamente en São Paulo. Unos días antes aún discutía sus puntos de vista con los más diversos interlocutores. Años atrás, en noviembre de 1989, el jesuita Ignacio Martín-Baró era asesinado en San Salvador junto a Ignacio Ellacuría, otros cuatro miembros de la orden y dos mujeres que trabajaban para la Universidad Centroamericana. Martín-Baró alcanzó a gritar a los soldados que disparaban sobre todos ellos: «¡Esto es una injusticia! ¡Ustedes son carroña!». De estas dos maneras llegaban a su fin dos vidas que se encontraron en el camino del pensamiento, cada cual desde el lugar en el que la historia los había colocado –un lugar que, por otra parte, uno y otro había elegido: la América Latina que los obligó a pensar y a hacer con sus existencias lo que ese pensamiento exigía.

Freire desde los campos de batalla de la educación, y Martín-Baró desde la psicología social y los estudios sobre la opinión pública, compartieron una manera de entender la teoría: ella no puede erigirse como un punto de vista privilegiado y aséptico capaz de descifrar cualquier realidad que le sea puesta enfrente. Para ellos, por el contrario, la teoría debe en todo momento entrar en diálogo con la realidad, dejarse interpelar por ella y cambiar lo que sea preciso en virtud de las condiciones en las cuales es ejercida. Pero hay algo más: el educador y el psicólogo entendieron que el pensamiento es algo que ha de ser puesto al servicio de los oprimidos y excluidos, los «condenados de la Tierra» de los que alguna vez habló Frantz Fanon. En América Latina, eso significó en su momento –y significa todavía– poner la teoría al servicio de la mayor parte de los seres humanos que habitan el continente.

Los puntos de encuentro entre Freire y Martín-Baró son muchos y variados; en especial, tendría que hablarse de la influencia de los conceptos acuñados por el primero sobre el trabajo del sacerdote e investigador. En esta ocasión se subrayará la manera en que ambos enfrentaron un tema que, al parecer, no envejece: la actitud fatalista hacia la dimensión política de la realidad que parece permear todavía a buena parte de las sociedades latinoamericanas. Desde luego, en primer lugar convendrá describir lo que «fatalismo político» puede significar con base en la obra de ambos autores. En seguida se profundizará en la manera en que Martín-Baró apropia para la psicología social crítica, algunas de las ideas de Freire sobre la conciencia semiintransitiva y lo que el educador brasileño llama «cultura del silencio». Por último, se esbozarán superficialmente algunas pistas que permitan reconstruir el tema de la crítica al fatalismo político en el contexto de las sociedades latinoamericanas formalmente «democratizadas», pero insertas a pesar de todo en la era del capitalismo tardío, global e informatizado 

Fatalismo político

¿Qué cabe entender por la expresión «fatalismo político»? Martín-Baró ofrece alguna pista interesante. Al hablar de los obstáculos a la democracia que los pueblos de Centroamérica enfrentaban a mediados de la década de 1980, él distingue algunos de índole objetiva y otros que convendría denominar «subjetivos». Los obstáculos objetivos eran, por entonces, los siguientes: una estructura socioeconómica «subdesarrollada, dependiente, desigual e injusta», que favorecía la concentración de los recursos en grupos minoritarios; la presencia de regímenes políticos de carácter autoritario, aunque en algún caso cubiertos por una fachada de democracia electoral; finalmente, el control hegemónico que los Estados Unidos de Ronald Reagan ejercían con descaro sobre las naciones de la región (Martín-Baró, 1985: 3-4). Pero lo que importa especialmente ahora es lo que nuestro autor dice acerca de los obstáculos subjetivos para la democracia. Martín-Baró recuerda que una sociedad requiere siempre de un orden simbólico que cumpla importantes funciones, tales como la conformación de una serie de valores aceptables para todos los miembros de aquélla y la constitución de una dimensión general de sentido para la vida humana. Citando a Harold Garfinkel, Martín-Baró equipara este orden simbólico con una suerte de «cultura común», o sentido común compartido. Sin embargo, ese sentido común compartido es algo que en ocasiones y desde otros puntos de vista teóricos podría denominarse «ideología». Un orden simbólico se comporta como ideología cuando los miembros de la sociedad en cuestión tienden a identificar su supuesta «cultura común» con algo como «lo natural», algo que no tiene por qué ser alterado por la acción humana (Ibíd.: 5). 

Martín-Baró cuida de aclarar que no debe responsabilizarse exclusivamente a la cultura de las condiciones socioeconómicas de un pueblo; sin embargo, lo que sí que puede decirse es que –al menos en ocasiones– esa cultura cierra, por decirlo así, el horizonte de sentido de las sociedades. Cuando esto ocurre, continúa nuestro autor, se distorsiona la percepción de la realidad y se inhiben los posibles procesos de cambio. Es en este punto en el que la palabra «fatalismo» aparece: «Es claro que el fatalismo latinoamericano, ya sea referido a un presunto orden natural o a la voluntad de Dios, ha bloqueado importantes dinamismos históricos» (Ibíd.: 6). Esos dinamismos históricos, al menos en principio, podrían dirigirse contra el status quo económico y social; la actitud fatalista, al detenerlos, contribuye a perpetuar situaciones que no son naturales pero que la «cultura común» –funcionando como ideología– vería tan normales como el curso del sol por los cielos. 

Es posible dar un paso más y señalar que «fatalismo político» es un término que designa la actitud propia de quien considera que las relaciones de poder y su organización son algo que escapa a la acción de una buena parte de la gente y que no hay mucho que hacer al respecto: sólo los políticos hacen «política», y todos y todas las demás están ahí para ser afectados por las decisiones de unos cuantos –para bien y, sobre todo, para mal. Esta idea, por otra parte, puede inferirse ya de algunos de los trabajos más importantes de Freire, tales como Pedagogía del oprimido y La educación como práctica de la libertad (Freire, 1994a y 1989). Pero es sobre todo en «Acción cultural y concienciación» (1994b) que Freire asocia la noción de «fatalismo» con el tema específico de la política a través de otro término importante para él, la de la «cultura del silencio»: «Cuando este silencio coincide en las masas con una percepción fatalista de la realidad, las élites de poder que imponen silencio a las masas rara vez son cuestionadas» (Ibíd.: 95). En esas circunstancias, un orden político puede considerarse tan inmutable como el de la naturaleza misma, y la mesa está servida para la perpetuación de relaciones sociales injustas: no hay, en este escenario, posibilidades para que las masas de las que habla Freire ejerzan algún tipo de crítica sobre la manera en que se decide acerca de sus propias vidas. 

Aquí las y los lectores de Freire recordarán que es justamente el proceso de «concienciación» el que permite romper con la cultura del silencio. De esto se inferirá que la actitud llamada «fatalismo político» podrá quebrarse apostando de alguna manera por la concienciación. Pero en este punto Martín-Baró arroja algunas luces que conviene agregar a la propuesta originalmente freireana: los términos filosóficos que el educador brasileño nos ha heredado pueden traducirse, al menos en parte, en el vocabulario que una psicología social crítica bien podría aportar a los debates que hoy día nos aguardan ante la época del capitalismo tardío, global e informatizado. Un vocabulario así resulta especialmente urgente cuando se considera que ese capitalismo, entre otras cosas, se aboca a producir los sujetos que necesita para seguir funcionando. 

Conciencia y psicología social crítica

Freire habló en varias ocasiones acerca de la conciencia, sus niveles y el proceso de concienciación. Es particularmente relevante la manera en que explica el estadio descrito por él como de la «conciencia semiintransitiva». En pocas palabras, este momento se define como aquél en el que los seres humanos se encuentran «casi inmersos» en sus realidades concretas, de modo que «no llega(n) a percibir muchos de los desafíos de la realidad, o los percibe(n) de un modo distorsionado» (1994b: 94). La inmersión de la que habla Freire es un fenómeno que conviene entender de manera literal: con esa palabra insinúa el caso de las personas que ni siquiera podrían distanciarse mínimamente de lo que los rodea. Pero es de primera importancia subrayar el «casi» de la «casi inmersión»: por fortuna, los seres humanos siempre cuentan con resquicios que les permiten escapar de la intransitividad absoluta, pues siempre se distinguen a ellas y ellos mismos como personas que están frente al mundo. La semiintransitividad de la conciencia es una situación dramática, suscitada por la pobreza de las experiencias ante la vida provocadas por las condiciones objetivas de una sociedad; sin embargo, nunca se trata de una situación desesperada. 

Las sociedades cerradas de la cultura del silencio comienzan a romperse, como podrá imaginarse, cuando aquella cultura a su vez es desestabilizada por las primeras voces provenientes de las masas, el pueblo que carecía de palabra. De hecho, conviene matizar esta afirmación: probablemente las personas que constituyen esas masas de las que habla Freire siempre tuvieron palabras que decir, pero la cultura hegemónica no resultaba ser el código adecuado para escucharlas (Freire, 1994a). En todo caso, el estadio de la conciencia semiintransitiva termina por abrir paso al estadio de lo que nuestro autor llama «conciencia ingenua transitiva», algo caracterizado por la presencia de las masas como un factor que presiona ya a las élites del poder, sin que esas masas se distancien aún del todo de los atavismos de la etapa anterior (Freire, 1994b: 96). La conciencia crítica plena, punto culminante de la concienciación, adviene cuando la realidad social es vista ya como producto objetivo de la acción humana; es decir, como algo que puede ser modificado por esa misma acción y que ha de ser transformado permanentemente de acuerdo con un horizonte humanizador de justicia (Ibíd.: 100 ss.). Habría muchas cosas que explicar aquí, pero por ahora conviene más bien echar un vistazo a la manera en que Martín-Baró se apropia de estas ideas en provecho de una psicología social crítica. 

La cultura del silencio de la que habla Freire es para él un factor que puede conjugarse con el fatalismo. ¿Por qué distinguir una de otro? Conviene hacerlo en la medida en que el fatalismo –también en su vertiente política– es principalmente una actitud subjetiva, mientras que la cultura del silencio es una condición objetiva correspondiente a ciertas situaciones sociales y políticas. Dicho de otra manera: el individuo fatalista es el correlato de la cultura del silencio. A la luz de una psicología social de la liberación como la pretendida por Martín-Baró, las relaciones teóricas planteadas por Freire pueden precisarse un poco: la conciencia semiintransitiva; es decir, la que se encuentra casi inmersa en la realidad tal y como es dada en un cierto momento, es la conciencia de un individuo fatalista que no ha roto con la cultura del silencio. Pero, por otra parte, el que se trate de un fenómeno, en primer lugar individual, no implica que deba entenderse sólo a partir de lo que ocurra al interior de cada persona: ese tipo de conciencia es en buena medida el resultado de una cultura común que se comporta como ideología.  

Es a partir de esto que puede entenderse mejor el proyecto de una psicología social crítica. Las sociedades, como se ha dicho ya, requieren de una dimensión simbólica que conforme un horizonte de sentido para la vida humana y también una suerte de escala de valores. Pero, más allá de Garfinkel y otros teóricos parecidos, hay que decir que esa dimensión simbólica no cae del cielo: es el resultado de la acción de las personas sobre la realidad. Esta acción, dice Martín-Baró, es de naturaleza conflictiva: se define por la oposición entre los seres humanos y la realidad misma. Ahora bien: cuando esta última es producto de los mismos seres humanos –como sucede cuando se habla de la realidad social– esa oposición conflictiva anuncia a su vez la posibilidad de transformación (Martín-Baró, 2005: 31 y ss).

Así, lo que ocurre al interior de cada ser humano es al menos en parte resultado de lo que sucede con la cultura que constituye para ella o para él un horizonte de sentido. No resulta conveniente atender –como haría buena parte de la tradición en psicología– los malestares individuales haciendo abstracción de lo que ese horizonte de sentido, convertido muchas veces en cultura del silencio, provoca en cada quien. Para Martín-Baró, así, la psicología social aspira a convertirse en un instrumento de liberación siempre y cuando ella se haga cargo de las oposiciones –dialécticas, conflictivas– entre los individuos o los grupos y el telón de fondo de la cultura. 

Aquí puede reconocerse el peso mayor de la influencia de Freire sobre MartínBaró: la filosofía de corte dialéctico que explica cómo los seres humanos se constituyen en relación con la realidad que los rodea encuentra el modo de dar pie a categorías tales como «ideología» y «horizonte de sentido», útiles para que la psicología social emprenda el trabajo crítico y el camino de la liberación de los pueblos que aspiran a convertirse en sujetos de su propia historia. 

Desde luego, seguir las líneas marcadas por el conflicto, entre la dimensión subjetiva de cada cual y la realidad social, implica dejar atrás lo que en principio lucía como un fenómeno individual: el fatalismo –también para el ámbito de la política. Son los individuos, en primer lugar, los que experimentan la actitud que puede describirse con ese nombre. Pero la teoría propuesta por Martín-Baró sobre las bases aportadas por Freire permite entender que, sin negar el carácter individual de la actitud en cuestión, ella se explica en virtud de las condiciones sociales que a su vez propician y fomentan la «cultura del silencio». La ruptura con esa cultura –o ideología– es condición para eliminar el fatalismo político que anida en las conciencias semiintransitivas; pero, dialécticamente, esas conciencias deben romper con su propia condición para agrietar la intratable cultura del silencio. Freire apostaba por la educación para conseguir tal objetivo; Martín-Baró, en su momento, encontró que las psicólogas y psicólogos podrían contribuir al proceso. 

Sin embargo, no se puede perder de vista que el mundo de los años setenta y ochenta del pasado siglo en América Latina ha cambiado, y tal vez mucho. Al menos en el nivel de lo que Martín-Baró llamaría «condiciones objetivas», hay que contar que en el siglo XXI las cosas lucen con un aspecto distinto. ¿Es necesario seguir hablando de «fatalismo político» en las condiciones actuales, marcadas por el predominio de las formas democráticas en los sistemas políticos del continente?, ¿es preciso enfrentar alguna versión de dicho fatalismo?, ¿es posible que el pensamiento de Freire y de Martín-Baró arroje alguna luz para lo que sucede hoy día? 

En los tiempos del capitalismo tardío

Si se recuerda lo que el sacerdote español y salvadoreño decía respecto al mundo de los años ochenta, al menos en Centroamérica se distinguían la presencia de una estructura socioeconómica básicamente injusta, la concentración del poder político en élites autoritarias y el control hegemónico de los Estados Unidos sobre la región. Abriendo un poco la lente, ¿qué es lo que ocurre con América Latina hoy día, en el 2015? Hay que decir que la influencia de la política exterior estadounidense sigue ahí, si bien bajo la forma de tratados de cooperación y una permanente actitud de alerta ante lo que suceda en el legendario «patio trasero». Desde el punto de vista económico, es innegable la concentración de la riqueza en manos muy escasas, lo cual habla de que las condiciones generales de injusticia seguramente siguen presentes –de hecho, en muchos casos sin la presencia reguladora que los Estados solían reservar en otros tiempos. Lo que ha cambiado más, al menos en apariencia, es algo que tiene que ver con la dimensión política de la realidad: a diferencia de lo que sucedía mientras Freire y Martín-Baró escribían sus más grandes obras, la democracia electoral de partidos se ha extendido por todos lados. Incluso, en el momento actual, hay que contar que buena parte de los gobiernos resultantes de procesos electorales «normales» se asumen como gobiernos de izquierda –en Brasil, en Ecuador, en Argentina, en Chile, etcétera. ¿Puede decirse que los pueblos de América siguen siendo presa de aquel fatalismo del que nuestros autores hablaban hace treinta o cuarenta años? 

La cuestión merece una respuesta cuyos detalles no pueden ser explicitados por el momento. Sin embargo, sí que debe subrayarse que algo más ha cambiado en estos años. El capitalismo como modo de producción dominante ha evolucionado hacia una forma globalizada, en la cual los centros de poder económico no necesariamente se identifican con aquéllos de tipo político: un capitalismo «en red» sustituye al imperialismo más o menos clásico y su escenario de potencias hegemónicas. Además, ahora asistimos al momento previsto por autores como Jean-François Lyotard: el capitalismo tiende a montarse, por así decirlo, sobre la carretera de la información. Los saberes informatizados se convierten en las potenciales mercancías intercambiables por dinero, y la producción humana se define en la medida en que alguien es «competente» frente a las condiciones de este brave new world que diría Aldous Huxley (Lyotard, 1994). Por una serie de razones que también habría que explicitar, este capitalismo tardío –según expresión de Ernest Mandel (Mandel, 1979)– parece llevarse mejor con las democracias formales que con las dictaduras militares o de algún otro tipo: ello explica que los centros de poder hegemónico no tengan reparo en propiciar el desarrollo de aquellas democracias, a condición de que no traspasen ciertos límites que, desde luego, son los que permiten a los mercados funcionar como siempre –como es el caso para países como Venezuela. Los mercados de la era de la información se llevan bien con sistemas políticos que les garanticen la libertad, o al menos su propia libertad de tránsito y de comercio. 

Pero entonces, ¿debe hablarse todavía de fatalismo político? La respuesta tiene una parte trágica. El fatalismo como actitud parece adaptarse bien ahí donde se cuente con una élite que tienda a concentrar el poder, con independencia de la naturaleza precisa de esa élite. Así, en las condiciones de las democracias formales de partidos, la conformación de clases políticas que disputan en su seno los cargos públicos no se aviene mal con una nueva versión de aquel fatalismo: la política sigue siendo asunto de unos cuantos, y sus consecuencias siguen siendo vistas por mucho como parte del orden de la naturaleza y por lo tanto como algo sobre la cual la acción de las mayorías no tiene mayor influencia. Cuando estas ideas se convierten en una actitud subjetiva más o menos generalizada, se tiene precisamente lo que antes se describía como fatalismo político. De hecho, la cuestión entera puede resultar más complicada que en los tiempos de la Pedagogía del oprimido o de Acción e ideología en la medida en que el discurso de la élite política parece confirmar que no hay otra cosa que hacer sino votar en las elecciones cada cierto tiempo, y que esto es lo mejor que le puede suceder a las sociedades. La democracia, según esto, sería algo que ya se tiene y no algo por lo cual hay que luchar aún. 

Sin embargo, hay que contar con el hecho de que esta realidad social también es un producto de la acción humana, y como tal puede ser modificado, transformado por la misma acción que ahora parecería cancelada. Al menos eso es lo que con seguridad nos dirían Freire y Martín-Baró. Hay cosas que no han cambiado: la riqueza económica sigue concentrándose en pocas manos, y la relación entre la «cultura común» o ideología y lo que ocurre en la producción económica y social sigue estando ahí, con las variantes históricas que cabría esperar. Si estas condiciones se mantienen, y no hay razones para imaginar otra cosa, es posible seguir hablando de «cultura del silencio», resignificando desde luego lo que ese término implica en la era del capitalismo tardío, global e informatizado. Si esta tarea teórica avanza aunque sea un poco, será posible pensar también en los detalles de una nueva descripción del fatalismo político como hecho subjetivo propiciado por aquella cultura. Y claro, a partir de este aparato teórico será a su vez imaginable una serie de caminos para la concienciación, para la crítica y para la acción liberadora. El camino, después de todo, nunca termina. 


 

Bibliografía 

Freire, P. (1989). La educación como práctica de la libertad. México: Siglo XXI.

___. (1994a). Pedagogía del oprimido. México: Siglo XXI.

___. (1994b). La naturaleza política de la educación. Barcelona: Planeta-Agostini.

Lyotard, J. F. (1994). La condición postmoderna. Barcelona: Planeta-Agostini.

Mandel, E. (1979). El capitalismo tardío. México: Era.

Martín-Baró, I. (1985). «La desideologización como aporte de la psicología social al desarrollo de la democracia en Latinoamérica». Boletín de la AVEPSO, 8(3), 3-9.

___. (2005). Acción e ideología. Psicología social desde Centroamérica. San Salvador: UCA Editores.






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Carlos A. Bustamante 

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