viernes. 06.12.2024
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POESÍA

Tachas 575 • Ártico • Ángel Vargas

Ángel Vargas

Imagen generada con IA
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Tachas 575 • Ártico • Ángel Vargas

He escuchado el deshielo: agua cretácica metiéndose en el agua reciente, bacterias antiquísimas despertando de un sueño de extinciones masivas, microorganismos letales para los que no estuvimos preparados, mamíferos enormes con hierba fresca en las mandíbulas se deshielan, hielo monástico suspendido en los casquetes polares donde nadie ha escuchado su reverberación, jugo gástrico accionando el bolo de los grandes mamíferos, ya extintos. Siento otra era geológica corriendo por mi cuerpo, siento las alas y sus plumas y con ellas un aire fósil recorriéndome el rostro y miro el mundo a mil pies sin que mi corazón se espese por el miedo, siento las escamas y el fondo marino con sus formas de vida muy cercanas a la naturaleza amniótica. He sido otros a causa de la reconversión de la memoria. Algo que entre los dientes de un dios se desmorona, bajas temperaturas resguardando el nacimiento de un iceberg, una cicatriz como un bloque de hielo y sin descongelarse y el sol redundando sobre nuestras cabezas, un hielo transitorio como un día de mil años, mínimo, estatuario, marmóreo. Tengo una cicatriz de la que nadie ha sabido decirme el origen, creo en la incrustación de los recuerdos y en las vidas futuras: todos los niños sufren o sufrirán enfermedades respiratorias: una bandada se congela al volar encima de los mil pies de altura: paro respiratorio, aves con el corazón congelado se precipitan sobre el océano. Las aves y los reptiles emparentados aunque la temperatura de su sangre sea distinta. La sangre también puede quebrarse. Es difícil imaginar a un caimán precipitándose con el corazón congelado sobre el océano Ártico. Las aves fueron hechas para el descenso. Los reptiles fueron hechos para el descenso. En muchos años aceptaremos que el vuelo ha sido la excusa para nuestra caída, en muchos años llegarán a habitar cocodrilos al Ártico. Sigo esperando que todas mis cicatrices tengan una explicación. Los científicos temen el regreso de enfermedades antiguas, las madres temen que el frío inocule bacterias en los pulmones de sus hijos, mi madre sigue temiendo a las mandíbulas de los caimanes, yo temo a las heridas comunes, dejo que a mi carne la desgarren otras eras geológicas, dejo que la memoria se desate con sus escamas, ovillos de agua fósil por donde entró la luz a punto de morirse, dejo que la memoria se sacuda las plumas como un ave que se sacude el sol porque prefiere ser nocturna. En algún momento un niño suelta la mano de su madre y corre directamente a la orilla del lago. En la sangre de los caimanes deambulan témpanos con sus botellas de auxilio, a la deriva quiere decir sin voluntad, la sangre de los reptiles a la deriva, bestias congeladas sin voluntad como coágulos en las arterias del océano. La sangre también puede quebrarnos, hay otra glaciación ocurriendo en mis arterias. Desde ahí puedo escuchar la fractura de los casquetes árticos. Huesos pequeñísimos y transparentes por donde entran las auroras boreales, partículas cargadas chocando en la atmósfera del ojo y las escamas translúcidas a la deriva de un iceberg, donde la carne cedió el paso a la materia fósil: huesitos. Agua muy limpia, como el agua que acaba de ser agua. Decía mi padre se abrirán las ventanas, la garganta del agua, los caminos del agua, orillas limpias por donde deambular, no se queden aquí, al rato se hará tarde, el miedo de mi padre es que nadie lo escuche o que su voz se quede como una campanada con el corazón hecho un plomo hasta precipitarse, la voz de mi padre haciéndose una perla en el baúl de una ostra, la vibración de sus cuerdas vocales ramificándose hasta tocar el corazón, un recuerdo golpeteando la tranquilidad de mi padre. Tiene que ver con la carne siendo desgarrada, en un segundo una madre pierde de vista a sus hijos. Los huesos de los niños se rompen. Todas las madres tienen miedo de los bronquios de sus hijos. Todos los niños han sufrido algún accidente respiratorio, el miedo es una cicatriz calcárea. Hay un cementerio de huesos infantiles anidando en el Ártico. Yo no recuerdo haber estado muriendo. Yo no recuerdo haber estado a punto de morirme. Los bronquios no son huesos, pero casi, ductos cartilaginosos por donde entran varias formas de hielo, témpanos abriéndose paso en los pulmones, aire muy viejo desgajándose en los bronquios, tal vez no sea imposible que los reptiles incuben el feto de algún iceberg, tal vez no sea imposible que la voz de mi madre esté fosilizada, tal vez exista algo que nos regrese el cuerpo a menos cero. 

Abrígate. 

Afuera está iniciando el deshielo. 

***

Ángel Vargas (Acapulco, Guerrero. 1989). Ha obtenido el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino por Antibiótica (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2019) y el Premio Estatal de Poesía María Luisa Ocampo por El viaje y lo doméstico (Praxis, 2017). También ha publicado A pesar de la voz (Mantis, 2016), Límulo (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2016) y Búnker (Écrits des Forges/Mantis, edición bilingüe francés-español, 2019). Ha sido becario del pecda Guerrero, del Programa de Jóvenes Creadores del fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Autor prolífico, influido lo mismo por Jaime Gil de Biedma y Blanca Varela que por Juan Gabriel, en su obra las pulsaciones del deseo como la imposibilidad de saciarlo, son traducidas al lenguaje poético en una serie de estilos que varían libro a libro pero que mantienen una exploración narrativa y metafórica identificable. Fue coordinador del Festival Nacional de Literatura Acapulco Barco de Libros. Actualmente escribe poesía para niños.


 

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