sábado. 07.06.2025
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EL TONTO EN LA COLINA

Tachas 578 • Sobre la juventud y sus antípodas • Jorge Luis Flores Hernández

Jorge Luis Flores Hernández

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Tachas 578 • Sobre la juventud y sus antípodas • Jorge Luis Flores Hernández

El sábado pasado asistí a una charla impartida por un guionista relativamente conocido y entre los asistentes había un pequeño grupo de estudiantes de cine, muchachos de alrededor de veinte años. Uno me llamó la atención: escuchaba de pie, con el ceño fruncido, paralizado en una expresión de entrega total a las palabras del guionista. Su cabello estaba histriónicamente enmarañado y llevaba un blazer arrugado. Tomaba notas en una libreta Moleskin con una pluma fuente y usaba como separador un trozo de película. Al terminar el evento, salí a fumar y me encontré con él. Fumaba neuróticamente y neuróticamente gesticulaba y conversaba. Habló con pasión de su universidad que le parecía malísima, pero que valía la pena por los contactos que hacían, palabra esta, “contactos”, a la cual volvió para censurarse: “Contactos, qué palabra más horrible. Ver a la gente como herramientas, qué asco, tío. Quise decir compañeros”. Luego habló del talento, del mito del talento, dijo que lo que hay es gente que quiere contar historias y debe aprenderse el modo de contarlas, y puso el ejemplo de hacer una película sobre alguien a quien le gusta comer alfombras. “Si logro que eso te interese, eso es lo importante”. Terminamos nuestros cigarros y nos despedimos, y durante mi camino de vuelta a casa pensé en él, en su radiante ingenuidad, en su entusiasmo tan propio de su edad, en su vestir el papel de estudiante de cine. Me enterneció y me pareció admirable. Me pregunté cuándo perdí esa capacidad de compromiso, esa ausencia de miedo a caer en el tópico, el atrevimiento a ser un cliché, a ser cursi. Quiero decir que mi encuentro con el futuro director de “El sabor de las alfombras por la mañana” me hizo pensar en lo que significa ser joven y lo que significa envejecer.

Cuando tenía dieciocho años me compré una pipa. Algo en mí me convenció de que, como aspirante a escritor, si iba a fumar, tenía que fumar una pipa. Me imagino en esa edad, fumando una pipa y leyendo, y pienso que debo haber sido bastante insufrible. Esta no es la parte de la juventud que quiero recuperar. Esta es la parte necesaria, ineludible en su momento, pero que con el tiempo (y con algo de suerte) es abandonada. En esos años coincide en nosotros la osadía, la audacia, incluso la soberbia (ya sea que la vivamos hacia afuera, siendo pedantes, o hacia dentro, presentándonos tímidos e inseguros, pero juzgando a todos), con la conciencia de estar un poco perdidos, fuera de lugar, entrando a un sitio que no nos pertenece del todo y entonces tenemos que actuar, adoptar papeles para justificar nuestra presencia y nuestros anhelos. A esto añadámosle la paradójica coexistencia del deseo de pertenecer y el deseo de destacar. Entonces uno viste sus papeles en la ropa, los accesorios, el cabello, la forma de hablar, el decorado de nuestros espacios. No es de extrañar que todas las contraculturas surjan en grupos de esas edades y que su principal distintivo sea el de su atuendo.

Sin embargo, el tiempo pasa y uno crece, y comienza a verse a sí mismo y, crucialmente, comienza a ver a las siguientes generaciones y en ellas ve reflejada su propia inocencia ya desmentida, su propia arrogancia ya machacada por un mundo indiferente. Comenzamos a desencantarnos, a avergonzarnos de haber tenido un sueño. Y es aquí, creo, donde se empieza a gestar la trágica transformación, el paso a esa zona gris llamada adultez. Porque no solo abandonamos la indumentaria, sino que abandonamos la candidez. La ilusión nos deja. Si la retenemos, nos da vergüenza mostrarla y la acabamos sofocando. El estudiante de cine empieza por abandonar su separador de película recortada y su blazer arrugado, y acaba por abandonar su pasión al hablar del hombre que come alfombras. Eso es lo triste.

Ensayemos una máxima: La juventud es cínica sobre todo lo pasado, pero romántica sobre su presente, mientras que la adultez es romántica sobre su pasado, pero cínica sobre todo lo presente. Esto último es, creo, porque se abandona la fe de vivir algo especial ahora. El tiempo fantástico ha quedado atrás. Más allá de la dimensión física, sospecho que la diferencia entre la juventud y la adultez es una cuestión de intensidad. Sentir. Sentir de verdad. La adultez se define quizá por el grado de separación del mundo, el grosor de película que nos aísla. Al envejecer, sembrados de heridas y desencantos, cosechamos distancia. En otras palabras, nos volvemos cobardes.

Sospecho que por ello tantos sueños de adultos son sobre escapar; en realidad son deseos de volver; volver a un tiempo en que la vida podía tocarse, incandescente. Las famosas crisis de los cuarenta o los cincuenta suelen ser patéticas precisamente porque son simulacros. Se busca retener la parte visible de la juventud y no su esencia: su arrojo en la forma de una motocicleta o un auto deportivo, su encanto en la forma de una pareja mucho más joven, su belleza en la forma de tintes para el cabello y cirugías o tratamientos. Es como tratar de erigir de nuevo la casa donde se fue feliz utilizando solo el yeso, la pintura y las tejas, pero sin la estructura. El error está en querer re-construir la casa. Hay que aceptar que está perdida y habitar de verdad la actual, mirarla, andarla, decorarla, encontrar la chimenea y encender los rescoldos humeantes que casi dejas apagarse. ¿Qué amas al borde de lo irracional? ¿En qué extraño cráter de la luna se esconde tu ser más íntimo?

Tengo 32 años recién cumplidos. Sé que no soy un muchacho, pero también sé que no soy un viejo. Además, he elegido el camino de un doctorado, fórmula bien conocida para prolongar la adolescencia. Sin embargo, durante un tiempo mi alma ha estado osificada, reumática, artrítica. La vida en general pierde su lustre cuando se crece, las cosas se desgastan, nos separamos del mundo poco a poco. Pero la vida a veces encuentra su camino y nos despierta, rasga la película, nos toca y a veces nos quema y nos duele. Mantener la puerta abierta, ese es el reto. Atreverse a ser ridículo. Atreverse a andar por ahí contando que uno quiere dirigir una película sobre un hombre que devora alfombras, o que uno – ¡Dios no lo quiera! – quiere ser escritor.

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