martes. 03.06.2025
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Tachas 580 • Buenos días y adiós a la negritud • René Depestre

René Depestre

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Tachas 580 • Buenos días y adiós a la negritud • René Depestre

Para comenzar, conviene subrayar el aspecto y el contenido, cada vez más indeterminados, de la noción de negritud. Esta enunciaba inicialmente una forma de rebelión del espíritu contra el proceso histórico de envilecimiento y de desnaturalización de una categoría de seres humanos que la colonización bautizó genérica y peyorativamente como “negros”. 

Pero el concepto de negritud, a medida que se erigía en ideología, y hasta en ontología, debía tomar uno o varios de los sentidos más ambiguos hasta ofrecer la siguiente paradoja: formulado para despertar y alimentar la estimación de sí, la confianza en sus propias fuerzas, en los tipos sociales que la esclavitud había rebajado al estado de animales de carga, la negritud los evapora en una metafísica somática. 

Lejos de armar su conciencia contra la violencia del subdesarrollo, la negritud disuelve sus negros y sus negroafricanos en un esencialismo perfectamente inofensivo para el sistema que desposee a los hombres y a las mujeres de su identidad. Hoy en día, los “negrólogos” de la negritud la presentan bajo la forma de una concepción del mundo que, en las sociedades americanas o africanas, sería exclusiva de los negros, independientemente de la posición que ellos ocupen en la producción, la propiedad, la distribución de bienes materiales y espirituales. De hecho, se trata de una weltanschaung (cosmovisión) de origen antirracista que, recuperada por el neocolonialismo, trata —a su sombra y con un buen refuerzo de sofismas— de desviar a los negros oprimidos de las determinaciones que deben fecundar su lucha de liberación. La transformación de la negritud del movimiento de contestación literario y artístico que fue inicialmente, a la ideología de Estado en que se ha convertido, no es, sin embargo, un fenómeno de generación espontánea. La negritud tiene un pasado: ella es, sin lugar a dudas, estrechamente tributaria de la historia y de las estructuras sociales formadas por los escándalos americanos de la trata negrera y del régimen de plantación. 

Hay que remontarse a las raíces de la negritud, a los diversos caminos que llevan hasta ella, a sus fiadores de la sociedad colonial, para demostrar que ella fue, en vida, en literatura y en arte, el equivalente moderno de la cimarronería cultural que las masas de esclavos y sus descendientes opusieron a la empresa de enculturación y de asimilación del Occidente colonial. 

Cuestiones de método

El pecado original de la negritud —y las aventuras que han desnaturalizado su proyecto inicial— provienen del hada que la llevó a las fuentes bautismales: la antropología. La crisis que ha sufrido la negritud coincide con los vientos violentos que soplan sobre los célebres tezrenos adonde la antropología —independientemente de que se reconozca como cultural, social, aplicada estructural, etcétera—, con sus máscaras negras o blancas, y tiene el hábito de llevar sus sabias conquistas. El primer reproche que puede formularse contra las diversas escuelas de antropología es considerar, en el análisis de los elementos culturales que especifican el metabolismo de nuestras sociedades, al aporte europeo en un lugar privilegiado. Este ha sido siempre el modelo ideal de referencia, la medida por excelencia de todo fermento de cultura y de civilización. Este europeocentrismo presente en todo llevó a postular una identidad de derecho divino entre el concepto típicamente colonial de “blanco” y el del ser humano universal. Se aislaron las expresiones de creatividad de los africanos y de sus descendientes: un amontonamiento heteróclito de africanismos, mórbidamente enquistados en el organismo inmaculado de las Américas. Dentro de esta óptica racista, las rebeliones de esclavos, los hechos de la cimarronería política y cultural, la participación de los negros en las guerras de la primera independencia, su presencia ulterior en las luchas de obreros y campesinos, rara vez eran considerados como contribuciones decisivas en la formación de las sociedades y las culturas nacionales de América Latina. 

En 1941, Melville J. Herskovits dedicó un estudio célebre a la “herencia del negro” en el continente americano. Él estableció una “escala de intensidad de las supervivencias africanas”. Ni por un momento se preocupó por ofrecer una correlativa “escala de intensidad de las supervivencias europeas”. Los aportes africanos fueron mecánicamente yuxtapuestos a los modos de sentir, de soñar, de pensar y de obrar que las naciones mixtas criollas de nuestro hemisferio habrían heredado del exclusivo Occidente cristiano. Herskovits y sus discípulos perdieron de vista que, en el espacio geográfico y socioeconómico que se extiende desde el sur de los Estados Unidos hasta el norte de Brasil, sí hubo una ruptura histórica entre raza y cultura, etnia y cultura, infra y superestructuras, y que esta disociación no caracteriza solamente la herencia africana. Ella es doble y triple cuando hay que contar con las etnias y las culturas indias. Los elementos heredados de Europa, de África y del mundo precolombino han sido reestructurados, remetabolizados (y no unilateralmente reinterpretados por los “negros”), bajo la acción de las condiciones materiales de vida y de las luchas de emancipación que son el origen de nuestras diversas estructuras nacionales. Más de un cuarto de siglo después de las hipótesis de Herskovits, se continúa estudiando el aporte de África, como si este formase un plancton “racial” en eterna suspensión sobre las olas del proceso de liberación nacional de las sociedades sui generis de América. En cuanto a la cuestión nacional, aparte de la problemática singular de Haití, es solamente después de 1959, en los análisis y estudios hechos en Cuba, que vemos a veces descubrir claramente el papel, plenamente reconocido, de agentes históricos que han desempeñado los descendientes de esclavos africanos, tanto en los movimientos de emancipación política como en la estructuración de los valores socioculturales del subcontinente. 

En la persecución etnocentrista de los africanismos, antropólogos o etnólogos han mantenido la herencia europea fuera del alcance de sus inventarios, aun cuando el mestizaje ha condicionado igualmente las conductas privadas y sociales, los estados de conciencia y toda la formación psíquica de los descendientes de europeos. No hay una etnología acerca de las “capas blancas” de nuestras poblaciones, en cuanto a sus relaciones específicamente criollo-americanas, en el trabajo, en la religión (catolicismo latinoamericano), en las fiestas colectivas (carnaval), en la magia, en las tradiciones culinarias, en el arte, en la música, en los gestos corporales —formas de caminar, de bailar, de copular—, y en muchos otros tipos de comportamientos que descubren la reciprocidad de los fenómenos de sincretismo y de transculturación. Se habla de la presencia africana en las culturas del Nuevo Mundo como si antes de la trata negrera, además de las culturas amerindias, existiesen culturas grecolatinas o anglosajonas ya bien estructuradas en nuestros espacios americanos, sobre las cuales, mucho tiempo después, se hubiese injertado medianamente el África “salvaje”. El papel terrorista, escandalosamente disgregador, desempeñado en nuestros países por el dogma racial, tanto bajo las formas negrófagas como bajo sus disfraces más refinados, ha habituado a los espíritus a considerar el aporte africano como un agregado desigual a los conjuntos socioculturales previamente “blancos” y bien organizados. 

Cuando se estudia la dinámica objetiva de nuestras culturas nacionales, la tradición es distinguir separadamente, desde el Caribe hasta Brasil, a las culturas hispano, ibero, latino, anglo, galo, bátavo, indio y afroamericanas. Esta lógica de división y de yuxtaposición mecánica de nuestras herencias comunes, lejos de ser inocente, tiene relaciones estrechas de causa y efecto con las aventuras racistas del colonialismo y del imperialismo. 

Hay un determinismo sociohistórico del hemisferio occidental que, después del “descubrimiento”, en condiciones económicas, culturales, religiosas, psicológicas y ecológicas muy particulares, está dialécticamente trabajando en la vida de los diversos tipos sociales que, a través de los antagonismos de clase y de “raza”, han modelado nuestras realidades nacionales. La creatividad histórica no ha sido privilegio exclusivo de un grupo racial tomado aisladamente. La América llamada unilateralmente latina o anglosajona, proclamada arbitrariamente blanca o negra, es, en realidad, la creación social conjunta de múltiples etnias, aborígenes u originarias de diversos países africanos y europeos. 

Es el resultado etnohistórico de un doloroso proceso de mestizaje y de simbiosis que, con el rigor de un fenómeno de nutrición, ha transformado y hasta transmutado los tipos sociales originales, las múltiples sustancias y aportes africanos, indios y europeos, para producir etnias y culturas absolutamente nuevas en la historia mundial de las civilizaciones. 

Bajo los regímenes de plantación, y bajo los sistemas nacionales igualmente opresivos que les han sucedido, los africanismos, indianismos y europeísmos iniciales, por la confrontación metabólica de sus elementos propios, han desembocado, transmutados, en una vitalidad singular: un compuesto americanizado que resultó recíprocamente provechoso para todos los pueblos de nuestra original familia de sociedades. Las escalas de valores aportadas del exterior y las que funcionaban en el lugar, con niveles variables de una sociedad a otra, han sido objeto de un proceso universal de criollización americana. El estudio de este desarrollo dialéctico debe romper con las divisiones arbitrarias y las clasificaciones etnocéntricas. Esto demanda la revisión de los postulados, métodos y conceptos convencionales de la antropología que, desde el siglo XVIII, se ha ocupado de nuestras identidades. En primer lugar, ¿por qué es a la africanología a la que debemos demandar para que aclare las mutaciones de identidad de las herencias europeas y africanas en las Américas? En el cuadro de una antropología que unificase científicamente las prácticas culturales y políticas, parece que se dispondría de una mejor materia para una disciplina autónoma que sería pura y simplemente la americanología. Sus métodos de aproximación a nuestras sociedades globales debieran entonces abstenerse de las denominaciones genéricas, siempre gravadas por el racismo o por el etnoeuropeocentrismo, que bajo los aparentemente inocentes hispano, ibero, luso, latiría, anglo, indio, aíro, bátavo, galo, prefijan unilateralmente la descripción de nuestras intrínsecas identidades americanas. El eminente profesor Roger Bastide, al final de su vida, propuso herramientas metodológicas más apropiadas para el examen de nuestras situaciones y de nuestras coyunturas sociohistóricas. Sin embargo, él creyó útil conservar el prefijo aíro antes de americanología. Esta conservación del afro hace inevitable el mantenimiento correlativo de otros significados equívocos que el viejo etnocentrismo de connotación racista enlaza tradicionalmente a las formas y a los contenidos de nuestra americanidad. Solo una americanología a secas, sin prefijos aíro, indo, europeocentrista puede hacer que se libere el análisis y la reevaluación de nuestros fenómenos socioculturales del imperialismo conceptual y metodológico que ha dividido, que ha separado mediante tabiques morales, compartimentado, epidermisado y racializado, el conocimiento de las leyes de nuestra historia. Esto significa que no hay que subestimar los resultados de los trabajos que se han dedicado a la religiosidad popular, a los sistemas de parentesco, a las costumbres, a las expresiones musicales, y a las manifestaciones folclóricas, que constituyen la originalidad de las culturas populares de este continente. Algunos eruditos —sobre todo Ortiz, Price-Mars, Arthur Ramos, Alfred Métraux, Roger Bastide, Edison Carneiro, Alquiles Escalante, M. Acosta Saignes, Frazier, M. Leiris, G. Aguirre Beltrán, Herskovits, entre los que han estudiado la presencia africana en el Nuevo Mundo— han acumulado, después de más de medio siglo, un número prodigioso de observaciones y de análisis que permitirán a una antropología científica, desembarazada de todo etnocentrismo, la identificación correcta de nuestros pueblos en la historia de las sociedades nacionales que ellos han constituido en el hemisferio occidental. 

Los vínculos evidentes entre el imperialismo y la antropología no son siempre de filiación directa. Lo mismo sucede con los que evidentemente reúnen a la negritud y al neocolonialismo, constituyendo invariablemente relaciones de expresión recíproca. Existe, sin embargo, una desproporción abrumadora entre la suma considerable de conocimientos que la antropología ha cosechado y las mezquinas herramientas de acción que esta ha puesto finalmente en manos de los grupos sociales que han sido el objeto de sus trabajos sobre el terreno. Haitiano, debemos responder a la siguiente pregunta: ¿por qué el saber antropológico y la negritud que él amamantaba, después de haber aclarado y fecundado apasionadamente, en sus inicios en las ciencias sociales, la literatura y el arte, la conciencia crítica de una capa de oprimidos de América, han sido rápidamente recuperados e integrados de manera orgánica y operacional a la problemática imperial o neocolonialista? 

En los primeros trabajos, a veces de alto valor científico, emprendidos por los antropólogos, lo que atrae generalmente la atención es su débil conexión con los antecedentes de la cuestión nacional: las luchas de liberación que nuestros pueblos respectivos llevaron incesantemente para la unificación democrática, para su beneficio exclusivo, y los componentes históricos de su identidad. No hay una antropología sobre la forma de resistencia tan original a la esclavitud como lo fue la cimarronería cultural practicada en este continente por los africanos y sus descendientes. De la misma manera, en la época actual, no se conocen investigaciones sobre el terreno, extremadamente importantes por su significación, acerca de las sociedades mineras, de las fábricas azucareras, de las compañías fruteras, cafetaleras, etcétera. La antropología ha cuadriculado sabiamente el mapa del Caribe y de América Latina, sin encontrar, no obstante, en su camino, las vistosas instalaciones imperialistas. Peinando pulgada a pulgada el territorio latinoamericano, la mirada etnológica se ha limitado, cuanto más, a revelar, a veces brillantemente, las mitologías, los sistemas de parentesco, los prejuicios raciales, la literatura oral, las costumbres sexuales y culinarias, las creaciones musicales y artísticas, y los eternos folclores, sin mostrar jamás de forma correcta las relaciones históricas que existen entre el colonialismo y todo ese crisol original y contradictorio de culturas y civilizaciones. ¿Dónde se encuentran los antropólogos o los etnólogos que hayan tenido la idea de hacer un estudio sobre el terreno de los consejos de administración de los blancos y de las bolsas neocoloniales? ¿Dónde está la antropología de las castas militares, de las instituciones económicas y políticas, de los mecanismos seudojurídicos, de las papadocracias y de los gorilismos?; en suma: ¿cuándo se cuadricularán las estructuras elementales del poder imperial que, en complicidad con las oligarquías indígenas, continúan subdesarrollando nuestras sociedades? 

Orígenes de los tipos sociales americanos

La esencia humana de los negros, los blancos y los mulatos en la zona de las Américas que nos ocupa es, en su realidad histórica, el conjunto de las relaciones sociales y raciales que, desde el siglo XVI hasta nuestros días, vivieron los colonos, los esclavos, los libertos, y sus descendientes, en este continente. El régimen esclavista epidermisó, somatizó, y racializó profundamente las relaciones de producción, agregando así a las contradicciones y a las alienaciones innatas del capitalismo, un conflicto de nuevo género, una especie de carácter adquirido en las condiciones específicas de las colonias americanas: el apasionado antagonismo racial. 

Este racismo o egoísmo de clase redujo la esencia humana de los trabajadores importados de diferentes etnias africanas, a una fantástica esencia inferior de negros, y la esencia humana de los propietarios venidos de diversas naciones europeas a una no menos extravagante esencia superior de blancos. Esta doble reducción mitológica debía, por una parte, estructurar la falsa buena conciencia de los colonizadores que habían partido libremente de la Europa cristiana y “blanca”; por otra parte, inferiorizar, deformar, desmantelar los estados de conciencia sociales de los esclavos conducidos por la fuerza desde el África pagana y “negra”. Aunque el problema racial sea la cara psicológica de las estructuras socioeconómicas de la colonización, el secreto del racismo de los “blancos”, como del antirracismo o del racismo antirracista de los“negros”, no debe buscarse en la psicología de estos tipos sociales, sino en el análisis objetivo de las relaciones que la esclavitud y la colonización establecieron entre sí. Los blancos, los negros, los indios —como sus homólogos coloniales: mulatos, mestizos— y las otras combinaciones de rasgos físicos (octavones, salto atrás, cuarterones, grifos, rayados, etc.) son genéricamente las famosas trampas semánticas, arquetipos platónicos del modo de relaciones fetichistas, contra la naturaleza, casi teratológicas, establecidas entre amos y esclavos de las Américas. Los descendientes de unos y de otros son los productos de una misma etnohistoria que creó, en este hemisferio, pueblos orgánicamente nuevos, con sus particulares escalas de valores, sus propios modelos culturales de referencia. 

Dentro de las condiciones de la historia colonial, la memoria colectiva y la imaginaria de estas nuevas sociedades nacionales han reelaborado y reprogramado los antiguos modelos africanos, europeos, indios, a través de un sistema complicado de resistencia, de adaptación, de simbiosis, de imitación recíproca, de interculturación, de transculturación, es decir, de modos típicamente americanos de mutación y de creatividad socioculturales. 

Mediante el proceso de epidermisación y de racialización de la lucha de clases (y de sus representaciones en la conciencia social de nuestros pueblos), las realidades prepotentes del capitalismo, que, en los tiempos modernos, han determinado en todo el mundo las relaciones entre opresores y oprimidos, modelaron, en las sociedades esclavistas de América, una especie de condición negro marcada por niveles de opresión, de menosprecio, de alienación más complejos, más limitantes que los que pesaban sobre las otras capas oprimidas de la sociedad colonial: mulatos libertos y blancos pobres, o los que, en la misma época, conocían los trabajadores asalariados metropolitanos. Este estado de servidumbre se caracterizó por las experiencias y las formas singulares de conciencia más infaustas: un nuevo tipo de sufrimiento y de soledad, de humillación y de rechazo de sí mismo, de vergüenza y de angustia patológicas. La época histórica de la esclavitud americana produjo en las plantaciones del continente los tipos sociales y raciales que ella necesitaba: amos (blancos), esclavos (negros), y los tipos intermediarios de blancos humildes y de mulatos, libres o libertos. Estos diferentes tipos sociales, con las falsas ideas que tenían unos de otros, eran confrontados, como individualidades y como categorías de la división colonial del trabajo, en sus relaciones con un sistema específico de contradicciones. 

Modo de dominación económica y física, “la institución singular” de la esclavitud formó al nivel de las relaciones superestructurales, apoyándose en el mito dominante y deformante de las “razas” antagónicas, un método de agresión y de terrorismo culturales que funcionó eficazmente, a veces con la importancia de una categoría económica y la fuerza operacional de una contradicción principal. La colonización estrechó más la mano de obra de importación africana con un tornillo de doble sujeción económica y sicológica, menospreciando y alienando doblemente la conciencia de los trabajadores de las plantaciones. 

El ser humano africano, sometido a esta doble presión desculturizante, devino un ser invisible, un hueso innominado de la historia, expuesto día y noche al peligro de perder irreversiblemente los restos de su identidad de hombre. Se ha recurrido habitualmente al concepto de alienación para calificar esta fantástica pérdida de sí, inherente a la situación de esclavo. Este concepto no define cabalmente el fenómeno de esterilización que amenazó la personalidad cultural del negro colonizado. En su caso, el concepto de zombiíicación nos parece más útil y apropiado. Y no es casual que el mito del zombi, creado en Haití, sea conocido igualmente en otros países de América. El esclavo fue literalmente, omnilateralmente, ese resto de hombre al que el capitalismo comercial robó, confiscó, además de su fuerza de trabajo, su espíritu y su razón, la libre disposición de su cuerpo y de sus facultades mentales. Dentro de este proceso americano de producción y de zombiíicación, hubo una doble metamorfosis: la metamorfosis clásica de una relación social en una relación entre cosas; la metamorfosis de una relación entre esclavos y amos (que encontrábamos ya en la esclavitud antigua) en una relación, no menos fetichista, entre “negros” y “blancos”. 

Así estaba definida una contradicción extremadamente característica de la esclavitud que el capitalismo colonial organizó sobre las tierras del hemisferio occidental que sus navegantes “descubrieron”. La pigmentación del trabajador entró en la categoría de fetiches sociales al igual que los otros productos del trabajo humano. El hombre africano, con su singularidad epidérmica, se convirtió en una mercancía más, llegó a simbolizar en la falsa conciencia de los negreros (y, por interiorización, en la suya propia), una esencia imaginaria, una sustancia racial, ilusoriamente inferior, de negro. 

La ideología esclavista codificó las categorías raciales (fetiches y categorías de la producción mercantil) como productos de la naturaleza, de modo que pertenecían esencialmente a la sociedad y a su historia político-económica. El color de la piel, la estructura del rostro, la textura de los cabellos, los elementos más significantes del cuerpo humano, se transmutaron en mensajeros sociales que permitían decir, basándose únicamente en la apariencia física del individuo, a qué clase pertenecía. Las características genéticas, expresiones de la maravillosa diversidad de la especie humana, por necesidades del comercio estaban integradas a un mito semiológico que jerarquizó y reguló el valor de los hombres sobre la base de su color. 

Esta semiología somática dio lugar a una doble simplificación. El mito racial hacía que cualquier miembro de nación europea, reconocido come blanco: español, inglés, francés, holandés, portugués, danés, etc., independientemente de su condición social: comerciante, financiero, campesino, artesano, sacerdote, militar, marino, clérigo, prostituta, plebeyo o noble, fuese valorizado, idealizando al extremo el color de su piel, sus rasgos físicos, su historia, sus creencias, sus culturas. 

En cuanto a los representantes de diferentes etnias africanas, yurubas, ibos, bambaras, angolanos, guineanos, sudaneses, bantús, dahomeyanos, senegales, etc., independientemente de sus condiciones sociales: agricultores, cazadores, pescadores, artesanos, brujos, guerreros, jefes y notables de tribus, etc., una vez conformado el dogma racial de negros, se desvalorizaban, rebajando hasta la locura el color de su piel, sus culturas, sus cultos religiosos, el conjunto de su historia precolonial. Mediante esta operación, el capitalismo estructuraba en un todo orgánico las divisiones de clases y de “razas”. Él inauguraba en nuestra América el tiempo de una etnohistoria determinada por las etnoestructuras socioeconómicas. Las condiciones estaban creadas para que los conflictos esencialmente sociales tomaran las formas y las apariencias de conflictos raciales. 

Se estableció una estrecha conexión entre la plantación como fenómeno socioeconómico del capitalismo en expansión y la plantación como fenómeno aparentemente racial de ese modo de producción. Este hecho histórico dramatizó hasta la neurosis las relaciones de los esclavos por el color y las otras características de cuerpo, provocando una trágica deformación de las imágenes que ellos se formaron de sí mismos. Los hechos sociales disfrazados de hechos raciales se injertaron en antaño mismo de clase de graves conflictos de identidad cuyos nefastos efectos, decenios después de la abolición de la esclavitud, obran aún a diversos grados, en la vida de los descendientes de esclavos africanos. 

La utilización social de los rasgos físicos marcó tan profundamente las experiencias históricas de nuestros pueblos, que aún en nuestros días los cuerpos femeninos y masculinos, en la mayor parte de nuestros países, implican una suerte de código moral y estético que valoriza o desvaloriza a simple vista los seres humanos. Se habla de pelo “bueno o malo”, de si un niño “salió bien o mal”, atrasado o adelantado, según su piel sea más o menos clara en relación con la de sus padres; aún se escuchan reflexiones de este tipo: “son buena gente, pero qué pena que sean tan negros” o “todavía se les ve la pinta” y tantas otras manifestaciones groseras o extremadamente sutiles de la vieja semiología colonial. En la mayoría de nuestras sociedades (excepto en Cuba, donde una revolución socialista está desracializando con éxito las relaciones humanas), el hecho de ser “blanco”, “negro”, “mulato”, “mestizo”, “indio”, implica diversas maneras —que no se mezclan en absoluto— de vivir las realidades sociológicas y sicológicas de la americanidad. Existe aún una dificultad de ser negro que tiene su contenido y sus expresiones propias...

Es así porque la fetichización de las características genéticas tomó en la historia de la colonización un contenido y unas formas tan temibles y mistificantes como los fetiches mercantiles y monetarios del capitalismo. En las relaciones omnilateralmente irracionales de la esclavitud y de la colonización, el fetichismo de la mercancía sirvió de modelo al que encontramos en la génesis del dogma racial. Como el dinero, el color de la piel adquirió el valor de un símbolo abstracto, apasionado, todopoderoso, el color blanco se convirtió en el símbolo universal de la riqueza, del poder político, de la belleza, del bienestar social, atributo hereditario del dichoso “milagro grecolatino”; el color negro devino el símbolo de la miseria, de la impotencia política de la fealdad física y moral, atributo congénito de la “barbarie y del primitivismo africanos”. 

Como la moneda, el color de los seres humanos llegó a dominarlos, a obedecerlos, a alienar y ofuscar miserablemente su conciencia y sus percepciones, hasta constituir una suerte de equivalente general, esta vez de orden biológico, de las relaciones de producción. A partir de ese hecho, el fetichismo, según una escandalosa extrapolación, de carácter esencialmente económico se coloreó, debe decirse, de significaciones somáticas, éticas, estéticas,’ ontológicas. El negro-mercancía correspondería a una de las formas históricas del valor, con la diferencia capital de que el esclavo africano no podía ser atesorado como la moneda metálica, dado que su estricta dependencia humana tiene un tiempo sicológico irreversible. Sin embargo, además de la propiedad de los medios y de los instrumentos de producción y de trabajo, además del capital, la esclavitud de los africanos aportó a los propietarios europeos un “capital” suplementario: el color blanco de la piel, que constituía simplemente la máscara y el signo de la propiedad y del poder político-cultural que de ésta se derivaba para la clase de los colonos. Naturalmente, el fetichismo de la pigmentación no reside en la “naturaleza humana” de los “blancos” y los “negros”, no más de lo que reside en la mercancía. Como en el caso de esta última, ha sido el resultado histórico de una mistificación objetiva, debida a la forma fantástica eme tomaron las relaciones y los conflictos sociales en las colonias del hemisferio occidental, cuando fueron metamorfoseadas o reducidas a relaciones y conflictos raciales. 

El fetichismo de la epidermis es un hijo político del capital. Detrás de él se proyecta la sombra dirigida, alienante y prepotente de la propiedad privada; la situación objetiva de un tipo social de hombres, los amos europeos, que redujeron al estado de propiedades a otro tipo social de hombres, los esclavos africanos, no a causa de una “diferencia de naturaleza, de raza o de especie” entre los primeros y los segundos, sino simplemente, porque en la escena política y militar del siglo XV, la relación de fuerzas era favorable a los estados cristianos de Occidente, a la hora de remplazar, en las minas y en las plantaciones de América, a los trabajadores indios por los trabajadores africanos. 

Estos últimos —hombres, mujeres, niños— tomaron la forma de una mercancía igual que el azúcar o el algodón, el café o el índigo, el ron o las especias, un sillón de caoba o una muía, un viejo armario o una barca de pesca. A la vez productos en el mercado, instrumentos de producción, productores de mercancía, reproductores de mercancías, su “naturaleza” no cambiaba en las relaciones privadas. Cuando ejercían los papeles de padres o de madres, de hermanas o de hermanos, de primos o de primas, continuaban siendo invariablemente la propiedad absoluta, los bienes de sus amos o de sus amas, con los valores de cambio y de uso bien definidos. Hombres y mujeres sin vida personal, estaban apresados, día y noche, dentro de los componentes físicos y sicológicos de su propia fuerza de trabajo. La mujer esclava, en calidad de valor de cambio y de valor de uso, era aún más humillada y alienada, puesto que debía satisfacer, a la vez, las necesidades sociales de su amo y sus deseos sexuales: a la hora del reposo, el “sexo-guerrero-blanco” inmolaba alegremente sus prejuicios raciales en el sexo suntuosamente incoloro de la mujer negra... 

El que dice pues, esclavo, dice por definición la no identidad, la identidad o despersonalización completa de la condición humana. El ser humano africano que el comercio triangular bautizó negro devino el hombre mineral que aseguró la acumulación primitiva de la economía capitalista. Esta humillación absoluta, inherente al trabajo servil, acarreó una forma de alienación que le era complementaria: el proyecto de asimilación pura y simple del colonizado, la aniquilación de su ser sicológico, su zombificación. El sistema colonial quiso hacer de los africanos y de sus descendientes subproductos anglosajones y latinos de Europa en las Américas. El Occidente capitalista puso en acción todos sus recursos para que la mano de obra esclavizada perdiera no solamente su libertad, la digna inversión de la energía humana en el trabajo libre, sino, también, la memoria colectiva y la imaginaria que permiten a los pueblos transmitir, de generación en generación, las verdades y las experiencias singulares de su vitalidad social y cultural. 

En el caso de ese negro inventado por la economía de plantación, el famoso “Yo es otro” de Arthur Rimbaud devino “Yo es un caído inferior del blanco modelo europeo”. Yo es instrumento de producción, valor de cambio, valor de uso, fuerza animal y motriz de trabajo, en suma: un subhombre-combustible-biológico que crea fuerzas exteriores y hostiles a él en los productos coloniales, y, del mismo modo, mucho antes de la electricidad y de la máquina de vapor, un creador de riquezas que, sin saberlo, estaba haciendo posible la primera revolución industrial que engendró el mundo moderno. 

La colonización robó así a los africanos deportados en América su pasado, su historia, su confianza elemental en sí mismos, sus leyendas, su sistema familiar, su creencia, su arte. Hasta la belleza de su piel se cambió en una fuente permanente de frustración, un obstáculo infranqueable entre la situación genérica que se les fabricó con todas las piezas y su realización en la historia y en la sociedad. La humillación y la alienación desbordaron la trama económica y social del trabajo servil para penetrar a través de los poros del negro hasta las estructuras viscerales de su personalidad descuartizada. Esta espantosa presión de desculturación es responsable de la pobre opinión que los hombres y las mujeres de “color” de las Áfricas y las Américas tuvieron, durante mucho tiempo, del lugar de sus cuerpos, de su espíritu, de su identidad en la historia de las civilizaciones. 

(Extraído de Depestre, R. 1985 Buenos días y adiós a la negritud (La Habana: Fondo Editorial Casa de las Américas) pp. 62-115.)


 

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