DISFRUTES COTIDIANOS
Tachas 587 • El diablo sigue de moda y habita en los detalles • Fernando Cuevas
Fernando Cuevas
Confluyen un par de inquietantes películas que retoman la presencia del mal, encarnada por el demonio, a través de personas poseídas o que obedecen sus dictados. Con filmes paradigmáticos como Fausto (Murnau, 1926), La noche del demonio (Tourneur, 1957), El bebé de Rosemary (Polanski, 1968), El exorcista (Friedkin, 1973), La Profecía (Donner, 1976) y El despertar del diablo (Raimi, 1981), esta criatura con sus diversas variantes sigue apareciendo como uno de los personajes clave del cine de terror: ahí están las más recientes El conjuro (Wan, 2013), La bruja (Eggers, 2015) y El legado del diablo (Aster, 2018). Como se sabe, habita en los detalles.
DETALLES CUMPLEAÑEROS
Una joven agente del FBI con sorprendentes habilidades investigativas, que inevitablemente recuerda a la Clarice de Jodie Foster de El Silencio de los inocentes (Demme, 1991), trabaja con su jefe (Blair Underwood) y otra oficial (Michelle Choi-Lee) para resolver un extraño caso cuyo patrón se repite: familias aparecen asesinadas en sus casas por parte del padre, quien después se mata, alrededor del noveno cumpleaños de la hija, sin que se identifique la presencia de alguna persona externa, sólo quedando en la impactante escena del crimen un código listo para completarse e interpretarse.
La obsesión de la protagonista, sumada a sus dotes clarividentes, se incrementa al recibir mensajes encriptados tipo Zodíaco (Fincher, 2007), al tiempo que tiene que lidiar con su solitaria madre (Alicia Witt, extraviada), siempre al borde, y explorar su pasado infantil como escenario de posibles explicaciones, justo cuando se va terminando la primera decena de vida y se puede recibir un regalo tipo Annabelle (Leonetti, 2014) con una maldición interior: idas y vueltas de un gélido pasado a un presente confuso, aderezado por una minimal puesta en escena de iluminaciones desfallecientes muy propias de los noventas, cerca de la muerte de El milenio.
Dirigida y escrita en clave multirreferencial por Osgood Perkins, cuya trayectoria se ha centrado en el género de terror (Gretel & Hansel, 2020; Soy la cosa bella que vive en esta casa, 2016; La enviada del mal, 2015), Longlegs: coleccionista de almas (Canadá-EU, 2024) es un thriller con tintes diabólicos que se va decantando por lo policiaco, en los que parece estar involucrado un siniestro hombre de blanco maquillaje y desatada verborrea que refiere al hombre de abajo (Nicolas Cage, en sus territorios), a quien vemos en parte al inicio de la historia en los años setenta, con todo y cambio del formato de película, y que formará parte de las pesquisas, junto con una sobreviviente de un caso similar, entre escenarios opresivos y un score siniestramente pausado.
DETALLES DEL RATING
A través de un talk show setentero muy al estilo de la televisión estadounidense de la época, cuyo metraje se nos anuncia, innecesariamente dada la evidente ficcionalización del relato, como supuestamente encontrado, Una noche con el diablo (Australia-EU-EAU, 2023), dirigida por los hermanos Colin y Cameron Carnes, quienes habían abordado el set televisivo como espacio terrorífico en Scare Campaign (2016), pone en el centro de su relato la discusión entre escepticismo y creencia, así como la posibilidad de redención tras un alucinado viaje interno para enfrentar los propios demonios.
La cinta se desarrolla básicamente en el set de un par de programas especiales, salvo escenas de alguna secta satánica y otras para dar contexto, conducido por un presentador (David Dastmalchian), cuya audiencia ha disminuido y que atraviesa momentos difíciles por la muerte de su esposa (Georgina Haig), en el que se anuncia como invitada a un niña poseída por el diablo (Ingrid Torelli en plena dualidad) y su terapeuta (Laura Gordon), con la que tenía alguna relación romántica, además del infaltable patiño (Rhys Auteri), un sobrado y descreído hipnotista (Ian Bliss), un convulso psíquico (Fayssal Bazzi) y el insistente productor tras de cámara (Josh Quong Tart), con la promesa de vivir una experiencia sobrenatural totalmente en vivo.
Como cabría esperar, todo lo que podría salir mal, sale mal. Con textura deslavada, estructura de mockumentary, efectos un poco fuera de la lógica visual y ambientación a tono con las producciones de aquellos años, en los que Johnny Carson dominaba el rating mientras que el protagonista fake buscaba regresar por sus fueros a toda costa, la cinta juega con la manipulación de la percepción en vivo y a todo color, así como con la posibilidad de que la realidad sobrepase la lógica natural, independientemente de la mirada subjetiva: en un mismo programa, todo puede pasar cuando se juega con fuego e invitas, sin más, al mismísimo diablo.
A pesar de contar con desenlaces apresurados y dejar algún cabo suelto, ambas cintas consiguen mantener el esperado nivel incremental de tensión y plantear a sendos protagónicos en plena batalla contra el mal pero también frente a sí mismos, al fin descubriendo sus propios demonios internos con los que han cohabitado más tiempo del imaginado: las ambientaciones y atmósferas, así como las posesiones de las víctimas, usadas como vehículos por parte del titiritero para lograr sus fines, redondean las propuestas que se suman merecidamente al conjunto del cine de terror actual.