NARRATIVA
Tachas 592 • La Boca Llena De Tierra • Branimir Scepanović
Branimir Scepanović

Yacíamos envueltos en burdas mantas de lana, callados y sin movernos, como si en esa avanzada noche de agosto ya estuviésemos embriagados del acre aroma del bosque que, a través de la lona entreabierta de la tienda de campaña, parecía una negra serpiente arqueada. En realidad, estábamos cansados y ansiosos de dormir.
Estaba sentado en el sofocante compartimiento del tren de viajeros número 96 y miraba hacia la vasta negrura de la noche de agosto. Pero no veía nada. El cuadro de cristal holliniento sólo le devolvía el reflejo turbio de su propio rostro, tan atormentado que le parecía casi ajeno. No obstante, le sonrió a su imagen cambiada. Lo hizo de manera desagradable y mordaz, como si estuviera mofándose de sí mismo por regresar a Montenegro después de tantos años, a pesar de que sabía que ahí ya no había nadie que se alegrara de verlo o lo reconociera siquiera. Si en ese momento hubiera podido volver a sacar de la oscuridad, en la que todo se había hundido, alguna imagen de su infancia, algún rostro desvanecido, o alguna voz olvidada desde hacía tiempo, tal vez habría comprendido más fácilmente su inesperada decisión de morir en su terruño. Pero no fue capaz de recordar nada. Ya nada acudía a su evocación.
Sin embargo, seguimos despiertos por mucho rato todavía, a pesar de que no había ninguna razón real para ello: no estábamos emocionados ni preocupados; nada nos atormentaba ni tenía expectantes. Por el contrario, en este lugar silvestre donde solíamos pasar varios días cada verano durante los últimos años, siempre lográbamos olvidarnos fácilmente de nuestras preocupaciones y deberes, de nuestra monótona vida habitual, reducida a la casa, la oficina y el bar, y de algún modo alejados de nosotros mismos incluso, lográbamos abandonarnos a un sosiego casi inexplicable. Y esta vez, sin duda, no podría ser de otra manera. Después de un largo viaje en tren y varias horas de caminata por el monte, al fin estábamos en la meta, en ese lugar solitario y despoblado, solos e imbuidos de esa sensación de tranquilidad absoluta que, cual una silenciosa ola azul, unificaba nuestros pensamientos y estados de ánimo a tal grado que los dos, en todo momento y con facilidad, podíamos adivinar cualquier deseo e intención del otro. Por eso tal vez, ahora callábamos.
Entonces intentó abrir la ventana. Estuvo batallando unos instantes antes de desistir de ese propósito y volver a arrellanarse en el sucio y caliente asiento. Con la mirada impotentemente fijada en la oscuridad, al fin pudo observar algunas luces a lo lejos que se encendían y apagaban como si algún viento indeciso las estuviese llevando y trayendo, de manera alternativa. Esa escena, que en cualquier otra ocasión habría resultado ordinaria e insignificante, despertó en él en ese momento el vago presentimiento de que, en realidad, pasaba de largo el mundo entero. Curiosamente, esa idea le causó alegría. Incluso, de repente lo invadió el deseo de distinguir enseguida entre el ruido metálico de las ruedas el silencio que vendría después de todo, cuando todo se acabara y desapareciera como si jamás hubiera existido. Inmóvil y sin un solo pensamiento, esperaba que esa sensación lo inundara y descongelara esa contracción oculta del esófago para que, después, escondido al fondo del pasillo sin luz o hasta en el retrete del tren, pudiera llorar hasta la última lágrima y así, purificado y desahogado, como si ya hubiera guardado el luto por sí mismo o se hubiese resignado completamente a la muerte, se pusiera la máscara de una sorda indiferencia que lo protegiera de la curiosidad de los demás y, sobre todo, de la maligna compasión humana. Sin embargo, por más que se esforzara por inducirse, lo antes posible, un estado de desesperación para dominarlo tan pronto como pudiera, algo en sus adentros lo disuadía de ello con un tesón inconcebible. Sentía el hedor del sudor humano y la mezcla de los olores a salami rancio, ajo y pan de centeno, y en lugar del peligroso y ansiado silencio podía oír el satisfecho masticar de los compañeros de viaje desconocidos, cuyas voces impersonales y risa contenida le atraían cada vez más para incorporarse en su conversación dilatada y poco interesante. Entonces, hasta sintió hambre y eso le dio vergüenza, tal vez porque era consciente de que bajo esas circunstancias ya inevitables, ese instinto natural era una prueba vergonzosa de su inconsciente oposición a todo intento de afrontar incondicionalmente su terrible verdad. El hombre sentado frente a él extendió la ancha y callosa palma de su mano ofreciéndole, sin palabras, un pedazo de pan y una delgada rodaja
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Branimir Scepanović (Serbia, 1937). Es uno de los grandes autores de la literatura serbia contemporánea. Ha escrito varias novelas, incluida La muerte del señor Goluja, llevada al cine bajo el nombre de Julian Po y protagonizada por Christian Slater.