viernes. 18.04.2025
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Tachas 612 • La mujer habitada [fragmento] • Gioconda Belli

Gioconda Belli

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Tachas 612 • La mujer habitada [fragmento] • Gioconda Belli

Al amanecer emergí… Extraño es todo lo que ha acontecido desde la última vez que vi a Yarince, aquel día en el agua. Los ancianos decían en la ceremonia que viajaría hacia el Tlalocan, los jardines tibios de oriente – país del verdor y de las flores acariciadas por la lluvia tenue– pero me encontré sola por siglos en una morada de tierra y raíces observadora asombrada de mi cuerpo deshaciéndose en humus y vegetación. Tanto tiempo sosteniendo recuerdos, viviendo de la memoria de maracas, estruendos de caballos, los motines, las lanzas, la angustia de la pérdida, Yarince y las nervaduras fuertes de su espalda. 

Hacía días que oía los pequeños pasos de la lluvia, las grandes corrientes subterráneas acercándose a mi morada centenaria abriendo túneles, atrayéndome a través de la porosidad húmeda del suelo. Sentía que estaba cercano el mundo, lo adivinaba por las diferentes tonalidades de la tierra. Después vi las raíces como manos extendidas, llamándome, y la fuerza de mandato me atrajo irremisiblemente. Penetré en el árbol, en su sistema sanguíneo, lo recorrí como una larga caricia de savia y vida, un abrir de pétalos, un estremecimiento de hojas. Sentí su tacto rugoso, la delicada arquitectura de sus ramas y me extendí en los pasadizos vegetales de esta nueva piel desperezándome después de tanto tiempo, soltando mi cabellera, asomándome al cielo azul de nubes blancas para oír los pájaros que cantan como antes. 

Canté también con mis nuevas bocas (habría querido danzar) y hubo azahares sobre mi tronco y en todas mis ramas olor de naranjas. Me pregunto si habré llegado por fin a las tierras tropicales, al jardín de la abundancia y el descanso, a la alegría tranquila e interminable reservada a los que mueren bajo el signo de Quiote-Tláloc, Señor de las Aguas. Quizás sea mi sino pasar aquí la eternidad. 

Aunque es tiempo de frutos, no de floraciones, el árbol ha tomado mi propio calendario, el ciclo de otros atardeceres: vuelve a nacer habitado con sangre de mujer. 

Nadie ha sufrido este nacimiento como sucedió cuando asomé la cabeza entre las piernas de mi madre. Esta vez no hubo incertidumbre ni desgarraduras en la alegría. La partera no enterró mi xicmetayotl –mi ombligo– en la esquina oscura de la casa ni me tomó en sus brazos para decirme: “Estarás dentro de la casa como el corazón dentro del cuerpo… Serás la ceniza que cubre el fuego del hogar.” Nadie lloró al ponerme nombre como lo hizo mi madre, angustiada porque desde la aparición de los rubios, de los hombres con pelos en la cara, todos los augurios eran tristes. Hasta temían llamar al adivino para que me pusiera nombre, me diera mi tonalli. Mis pobres padres temían conocer mi suerte. 

La partera me lavó, me purificó implorando a Chalchiuhtlicue –madre y hermana de los dioses– y en esa misma ceremonia me llamaron Itzá, gota de rocío. Me dieron mi nombre de adulta sin esperar a que llegara mi tiempo de escogerlo porque temían el futuro. Ahora, en cambio, todo parece tranquilo a mi alrededor: Hay arbustos recién cortados, flores en grandes maceteras y un viento fresco que me mueve, me mece de un lado al otro como si así me saludara, me diera la bienvenida a la luz después de tanta oscuridad. 

Extraño es este entorno. Me rodean muros, construcciones de anchas paredes como las que nos hacían levantar los españoles. 

Vi una mujer, la que cuida el jardín. Es joven, alta, de cabellos oscuros, hermosa. Tiene rasgos parecidos a las mujeres de los invasores pero se mueve con determinación, como nos movíamos y andábamos antes de los malos tiempos. Me pregunto si trabajará para los españoles. No creo que trabaje la tierra, ni sepa hilar. Tiene manos finas y unos ojos grandes, brillantes. Brillan con el asombro de quien aún descubre. 

Todo quedó en silencio cuando se marchó. No escuché sonidos de templo, movimiento de sacerdotes. Sólo la mujer habita esta morada y su jardín. No tiene familia, ni señor y no es diosa porque teme: cerró puertas y candados antes de marcharse. 

* * * 

El día que floreció el naranjo, Lavinia se levantó temprano para ir a trabajar por primera vez en su vida. Soñolienta apagó el despertador. Odió su mugido de sirena de barco alborotando la paz de la mañana. Se frotó los ojos y se desperezó. El olor entraba por todas partes. La esencia de los azahares la sitiaba desde el jardín con insistencia. Se asomó a la ventana arrodillándose sobre la cama y desde allí miró el naranjo florecido. Era un árbol viejo situado justo frente a la ventana de la habitación. El jardinero de su tía Inés lo había sembrado tiempo atrás jurando que daría frutos todo el año porque era un injerto producto de la acuciosidad de sus manos de curandero, jardinero, conocedor de hierbas. La tía le tomó cariño al árbol a pesar de que nunca mientras ella vivió dio muestras de querer florecer. 

Serían las lluvias tardías de diciembre pensó Lavinia. “Lluvias fuera de estación, señales de prodigio”, solía decir su abuelo. 

Perezosa se metió al baño. Encendió la radio al pasar levantando del suelo la ropa que dejara caer con descuido cuando llegó, trasnochada, a acostarse. Le gustaba su habitación arreglada con canastos y colchas de colores. Con un sueldo de arquitecta podría mejorar la decoración folklórica pensó mientras se bañaba entusiasmándose ante la perspectiva de su primer día de trabajo. 

El olor de los azahares llovía en el agua de la ducha. Era un buen augurio que el árbol floreciera precisamente ese día, se dijo, frotándose el pelo largo y castaño y pasándose luego el peine para desenredarlo. Salió del baño secándose con la enorme toalla playera y se maquilló ante el espejo aumentando el tamaño de sus ojos, los rasgos de su cara llamativa. No le habría gustado ser como Sara, su mejor amiga, tener rasgos de muñeca de porcelana. La imperfección tenía sus atractivos. Su cara nada clásica era ideal para aquellos tiempos. Desde los sesentas, la música rock, la moda hippie, las minifaldas habían anunciado la modernidad de la que ella disfrutaba ahora, en los años setenta. 

Sí, se dijo, escogiendo cuidadosamente la ropa, sacudiendo la cabeza para acomodar los rizos –el secreto era no peinarse–, ella estaba a tono con la época. Hacía más de un mes se había trasladado a la casa de la tía Inés abandonando la morada paterna. Era mujer sola, joven e independiente. 

La tía Inés era quien de niña la había criado. En su casa solía pasar largas temporadas porque sus padres andaban muy ocupados con la juventud, la vida social y el éxito. Sólo cuando se percataron de que ya estaba crecida, cuando le vieron asomar la edad, los senos, el vello, las curvas, pusieron en plena vigencia la patria potestad para mandarla a estudiar a Europa como se estilaba en ese tiempo entre la gente de linaje. 

La tía Inés no hubiera querido verla partir nunca pero, abrumada por los derechos paternos del hermano, se conformó con advertirle que no dejara que la convencieran de elegir una carrera de secretaria bilingüe u optometrista. Ella quería ser arquitecta y tenía derecho, le dijo. Tenía derecho a construir en grande las casas que inventaba en el jardín, las maquetas minuciosamente construidas con palos de fósforos y viejas cajas de zapatos, las mágicas ciudades. Tenía derecho a soñar con ser algo y ser independiente. Y le allanó el camino antes de morir. Le heredó la casa del naranjo y todo cuanto contenía “para cuando quisiera estar sola”. 

Lavinia terminó de vestirse aspirando a pleno pulmón el olor fragante en pleno enero sin percatarse del calendario alterado de la naturaleza, sin sospechar el destino que la señalaba con un dedo largo e invisible. Cerró la puerta de la habitación y recorrió la casa revisando trabas y candados. Era una construcción hermosa, una versión reducida de las enormes mansiones coloniales volcadas hacia el patio interior. Cuando ella la tomó bajo su cargo padecía la decrepitud y el abandono; le crujían las puertas, le goteaba el techo, se tambaleaba con el reumatismo de la humedad y el descuido. Con dinero producto de la venta de muebles antiguos y sus conocimientos de arquitectura, la remodeló. Luego la llenó de plantas, cojines de colores y cajones de libros y discos, para dispersar el aire de melancolía que suelen habitar las personas maduras y solitarias. El desorden era evidente aquel día, tras el fin de semana sin Lucrecia, la doméstica, la única que ordenaba porque Lavinia estaba acostumbrada a la vida acomodada y fácil. Sólo cuando llegaba Lucrecia, tres días a la semana, la casa se desalojaba de polvo y se comía comida caliente. El resto del tiempo comía emparedados, o picaba quesos, salami y nueces porque no sabía cocinar. 

El viento de enero esparcía por las cunetas las flores rosadas de los árboles de roble. La despeinó cuando salió a la calle y caminó por las anchas aceras de su barrio. Casi nunca veía a sus vecinos. Eran personas mayores, coetáneos de la tía. Esperaban la muerte guardando silencio, cobijando recuerdos detrás de los muros de sus mansiones, apagándose en la penumbra de sus aposentos. Le entristecía verlos por las tardes meciéndose sobre blancas butacas frente a las puertas abiertas de salas en desuso. La vejez se le hacía un estado terrible y solitario. Se volvió con cierta melancolía a mirar su casa, pensando en su tía Inés. Aunque quizás ella estaría conforme de haber muerto sin llegar a la decrepitud, a Lavinia le habría gustado ver su figura larga y espigada despidiéndola desde la puerta como cuando ella salía, lavadita y planchada, para ir al colegio en la mañana. Ese día, estaba segura, la habría despedido de mujer a mujer, proyectando en ella los sueños que su época no le permitió realizar. Viuda desde joven, la tía Inés nunca se sobrepuso al espanto de la soledad. De poco le sirvió dedicarse a ser madrina de poetas y artistas, inquieta mecenas de su tiempo de miriñaques y recato. La última imagen que conservaba de ella era la de la despedida en el aeropuerto de Fiumicino. Habían pasado juntas dos meses de vacaciones en Italia. La tía le confesó que la echaba tanto de menos que se estaba muriendo de tristeza. Lavinia no sospechó la enfermedad mortal que la consumía porque ella insistió, con una sonrisa que contradecía sus palabras, de que mejor aprovechara el tiempo al máximo –nunca se sabía lo que la vida podía depararle a uno– y se quedara unos meses más aprendiendo francés. Lo dijo mientras lloraba en el aeropuerto. Lavinia recordaba haber notado lo delgada que estaba mientras ambas sollozaban abrazadas ante las comprensivas miradas de los expresivos italianos. Ella le prometió largas cartas. Pronto volvería y estarían juntas y felices. Nunca la volvió a ver. Cuando murió no quiso adelantar su regreso para asistir a las ceremonias terribles del duelo. Recordaría viva a la tía Inés. Sabía que ella habría estado de acuerdo. 

Las calles a esa hora estaban vacías. Apresuró el paso para llegar a la avenida, el límite de su barrio de viejos. En la esquina detuvo un taxi. El flamante Mercedes Benz, pasteado y vuelto a pastear, se detuvo a su lado. Nunca la dejaba de admirar la paradoja de que los taxis fueran Mercedes Benz. En Faguas, el Gran General regalaba licencias de libre importación de carros Mercedes Benz a los militares. Los militares vendían sus Mercedes Benz usados a cooperativas de taxis, de las que eran socios, y se compraban modelos nuevos. Así era que en Faguas, pobre, polvosa y caliente, los taxis eran Mercedes Benz. 

No bien se acomodó en los sillones olorosos a cuero se percató de la transmisión de radio. Transmitían el juicio al alcaide de la prisión La Concordia. El juicio había sido la plática obligada de los últimos días y ella estaba cansada del tema. No quería oír más aquellas atrocidades pero estaba cautiva en el taxi. El taxista, fumando, no perdía palabra mirando atento el camino. Ella miró por la ventana. Desde aquella zona alta se veía la ciudad, la silueta lejana de volcanes pastando a la orilla del lago. El paisaje era hermoso. Tan hermoso como imperdonable el hecho de que le hubieran asignado al lago función de cloaca. Se imaginó cómo sería esta mañana si la ciudad no le diera la espalda al paisaje lacustre, si existiera un malecón en la ribera para que pasearan por las tardes los enamorados y las niñeras con azules carritos de bebé. Pero a los Grandes Generales nunca les había importado la estética. La ciudad era una serie de contrastes: mansiones amuralladas y casas maltrechas. No podía escapar de la voz del médico militar forense, testigo clave del proceso. Su voz sin quiebres describía las cicatrices de torturas encontradas en el cadáver del prisionero. Decía que al hermano del muerto –también acusado de conspirar– el alcaide lo había lanzado al volcán Tago. El Tago era un volcán activo con lava rugiente en el cráter. Al oscurecer se veía el fuego si uno se asomaba desde los bordes. Los españoles conquistadores habían creído que se trataba de oro fundido. El hombre describía las quebraduras y laceraciones del hermano, también asesinado, como si se tratara del dictamen de algún ingeniero dando parte de los efectos de un sismo. El relato abundaba en palabras técnicas. Recordó cómo se quebraban las columnas después de las explosiones subterráneas en los documentales que les mostraba el profesor en la Universidad de Bolonia. Pero aquí se trataba de seres humanos, de las estructuras destruidas de seres humanos. 

“Me debí haber quedado en Bolonia”, pensó, recordando su apartamento al lado del campanario. Era su reacción cada vez que se topaba con el lado oscuro de Faguas. Pero en Europa se habría tenido que contentar con interiores, remodelaciones de viejos edificios que no alteraran las fachadas, la historia de mejores pasados. En Faguas eran otros los retos. Se trataba de dominar la naturaleza volcánica, sísmica, opulenta; la lujuria de los árboles atravesando indómitos el asfalto. Faguas le alborotaba los poros, las ganas de vivir. Era el país de la sensualidad: un cuerpo abierto, ancho, sinuoso, pechos desordenados de mujer hechos de tierra, desparramados sobre el paisaje, amenazadores, hermosos. 

No quería seguir escuchando sobre muertes. Apoyó la cara en la ventana, observando fijamente las calles. Lo que se necesitaba en Faguas era vida, se dijo, por eso ella soñaba con construir edificios, dejar huella, darle calor, armonía al concreto; sustituir las imitaciones de truncados rascacielos neoyorquinos en la avenida Truman –por la que avanzaba lento el taxi en el tráfico– por diseños adecuados al paisaje. Aunque era casi un sueño imposible, pensó, mirando el letrero de la recién inaugurada tienda por departamentos. Desde la calle se podía ver la escalera eléctrica, la gran novedad. Era la única en todo el país. La tienda tuvo que apostar bedeles en la puerta para impedir la entrada a los desarrapados niños vende periódicos que, apenas se instaló, subían y bajaban entre risas para ruina del placer de las elegantes señoras electrónicamente elevadas hacia el consumo. La ciudad buscaba la modernidad a costa de cualquier artificio estrafalario. 

Los muertos eran miembros del clandestino Movimiento de Liberación Nacional. “Son los únicos valientes en este país”, decía Adrián, el marido de Sara. “¿De qué otra manera se podía terminar con la subversión?”, decía el fiscal, cuando el taxi se detuvo. 

Lavinia miró su reloj. Eran las ocho de la mañana. Llegaba puntual. Pagó al taxista. Lo vio mirándole las largas piernas, intuyó sarcasmo en la sonrisa con que le deseó un “buen día” después de obligarla a oír aquella descripción pormenorizada de gólgotas criollos. 

Penetró en el vestíbulo. El edificio era moderno. Tipo caja de fósforos. Rectangular. Paredes grises y detalles rojos. Tenía ascensor. Señal de status. Habría cinco o seis ascensores en toda Faguas. El ascensor conducía a elegantes despachos de médicos, ingenieros, abogados y arquitectos. Días antes, cuando llegó a la entrevista de trabajo, Lavinia había parado por curiosidad en cada piso. Eran todos parecidos. Grandes puertas de madera y los letreros en caracteres dorados. 

Empujó las puertas de madera de la firma “Arquitectos Asociados, S.A.” y se encontró en el vestíbulo sobrio y moderno, frente a la secretaria modosa de ojos verdes que le pidió sentarse. El señor Solera la recibiría en un momento. 

Tomó una revista y encendió un cigarrillo. En algún lugar dentro de la oficina una radio continuaba la transmisión del juicio. Afortunadamente no podía distinguir las palabras. 

Para beneficio de su apariencia profesional fingía mirar atentamente la revista, aquellas casas en cuyos interiores era casi imposible imaginar seres humanos. Diríanse hechas para ángeles etéreos, ajenos a necesidades elementales tales como poner las piernas sobre las mesas, fumar un cigarrillo, comer maní. 

Cuando ella asistió a la entrevista, Julián Solera abundó en detalles sobre las dificultades de ser arquitecto en Faguas. No era como en Europa, le dijo. Llegaban las señoras con sus recortes y les encomendaban diseños de House and Garden y House Beautiful. Se enamoraban de un refugio de montaña en los Alpes y decidían aplicar el diseño a una casa de veraneo en la playa. Había que convencerlas de que estaban en otro país. El calor. Los materiales. Pero ella era mujer, había dicho. Tendría más facilidad para comunicarse. Las mujeres se entendían. Sonrió al recordarlo, al evocar cómo sonriendo lo convenció de que le diera el empleo. Inicialmente la miraba con desconfianza. Cuando entró a su oficina la semana anterior, atendiendo a la cita que la amistad de Adrián le facilitó, Solera la observó de arriba abajo, registró su pedigree,el largo de la minifalda, el pelo desordenado en rizos. Era un hombre cuarentón, de ojos alertas, directo y pragmático, pero con la necesidad de seducción propia de los hombres latinos a esa edad. Pasado el primer saludo, cuando ella sacó su portafolio y esgrimió su exquisita preparación académica, el orgullo de sus proyectos universitarios, sus criterios sobre las necesidades de Faguas, defendiendo su amor por la arquitectura con la vehemencia propia de sus veintitrés años, Julián sucumbió. Como niño haciendo piruetas en bicicleta la introdujo en las complicaciones locales del oficio y no tardó mucho en convencerse de que sería una buena adquisición contratarla. Ella no tuvo remordimientos de conciencia al hacer uso de las armas milenarias de la feminidad. Aprovechar la impresión que causaban en los hombres las superficies pulidas no era su responsabilidad sino su herencia. 

La espera se había alargado. Un hombre alto de contextura mediana y ojos grises cruzó el recinto y entró al despacho de Solera. La secretaria de ojos verdes le dijo a Lavinia que podía pasar. 

El despacho era moderno. Sillones de cuero. Dibujos abstractos en las paredes enmarcados en aluminio. Ventanal de cuarto piso dominando el paisaje del lago. Los volcanes brevando. Enormes mamíferos. El señor Solera se adelantó a saludarla. Le simpatizó su aire de caballero antiguo, aunque la formalidad la incomodó. El tratamiento de “usted” le sonó más apropiado para sus vecinas ancianas que para ella. 

–Le presento a Felipe Iturbe –dijo Solera. 

El aludido estaba de pie en medio de la estancia con aire de edificio bien construido. Le dio un apretón de manos fuertes. Lavinia notó su antebrazo musculoso, las nervaduras, la capa de vello negro rizado, casi púbico. Era más joven que Solera y la miraba burlón mientras aquél hacía referencias a su preparación académica, las ventajas de contar con una mujer en el equipo y le explicaba a ella el papel de Felipe como arquitecto coordinador, encargado de asignar y supervisar todos los trabajos. El arquitecto Iturbe, dijo Solera, se encargaría de familiarizarla con las normas y procedimientos de la oficina. 

Los dos hombres parecían disfrutar su actitud de paternidad laboral. Lavinia se sintió en desventaja. Hizo una reverencia interna a la complicidad masculina y deseó que las presentaciones terminaran. No le gustaba sentirse en escaparate. Le recordaba su regreso de Europa cuando sus padres la llevaban a fiestas, engalanada, y la soltaban para que la husmearan animalitos de sacos y corbatas. Animalitos domésticos buscando quién les diera hijos robustos y frondosos, les hiciera la comida, les arreglara los cuartos. Bajo arañas de cristal y luces despampanantes la exhibían como porcelana Limoges o Sèvres en aquel mercado persa de casamientos con olor a subasta. Y ella lo odiaba. No quería más eso. Por escaparse estaba allí. Se movió incómoda. Finalmente, el señor Solera dio por terminadas las presentaciones y ella salió detrás de Felipe. 

Caminaron por el pasillo hacia la estancia iluminada de la sala de dibujo. El ventanal cruzaba la oficina de extremo a extremo inundándola de luz natural. El decorado era moderno. Biombos forrados en tela de saco separaban los espacios para formar cubículos de arquitectos. “Por ser mujer”, dijo Felipe, tendría el privilegio de tener su despacho al lado del ventanal. Abrió las puertas para mostrárselo y la llevó después al que él ocupaba. Era ligeramente más grande. Un afiche simple y de colores pastel, anuncio de una exposición de artes gráficas, colgaba sobre la pared. 

En el mueble detrás del escritorio vio un aparato de radio negro bastante antiguo. Lavinia se preguntó si sería él quien había estado escuchando el juicio, pero no dijo nada. 

Se sentó en la silla de tela color arena, marco de cromo frente al escritorio, mientras él permanecía apoyado en la banqueta al lado de la mesa de dibujo. 

–Tenés un nombre extraño –dijo, tuteándola.

–Afición de mi madre a los nombres italianos –respondió ella haciendo un gesto de resignación ante las preferencias maternas. 

–¿Y tenés hermanos con nombres así también? ¿Rómulo, Remo…? 

–No. No tengo hermanos. Fui la única hija. 

–¡Ahhh! –exclamó él, dejando ir en la expresión las connotaciones obligadas: única hija, niña bien, mimada… 

No se dejó intimidar. Bromeó también diciéndole qué remedio, nacer era un azar. Le habría gustado preguntarle si el tono de burla hubiese sido igual de haber sido ella hombre y tener un nombre como Apolonio o Aquiles, cosa por demás común en Faguas, pero prefirió no confrontarlo al menos ese día. Ya habría tiempo, se dijo. Condujo la conversación al terreno profesional. Felipe sabía el oficio. Le contó que había estudiado algunos años en Alemania. Añadió que, además de trabajar por el día, impartía clases en la universidad por la noche. Conversando, encontraron preocupaciones comunes sobre la armonía de concreto, árboles y volcanes, la integralidad de los paisajes, el humanismo de las construcciones. Pensó que se entenderían en la profesión. Una hora después la miraba de otra forma. Pareció apartarse la minifalda de la cabeza. Los interrumpió el teléfono. Felipe tomó el auricular y sostuvo una conversación monosilábica, de esas que se suelen tener cuando no se quiere hablar en presencia de otra persona. Lavinia se hizo la distraída mirando a su alrededor hasta que él colgó, anunció que debía salir y la dejó con un juego de planos en la puerta de su oficina. 

Ya sola en su cubículo se sentó frente a la mesa de dibujo. Dio varias vueltas sobre la banqueta giratoria divertida al sentirse “arquitecta” por primera vez. Afuera hacía calor. Se podía ver el vaho reverberando en el asfalto. El vapor subiría al cielo para formar torres de nubes inmensas al atardecer. Cúmulos nimbus magentas y naranjas que se pasearían por el cielo antes de que la luz desapareciera esfumando su primer día de trabajo. 

Extendió los planos esforzándose por identificar las nomenclaturas. Esto era la práctica. En la práctica lo teórico lucía diferente. Poco a poco pudo visualizar el Centro Comercial, las casas pequeñas y en serie del nuevo reparto. El diseño era estándar. Lo mismo podía estar en un suburbio norteamericano que en Faguas. La topografía, en cambio, ofrecía otras posibilidades. Era una lástima limitar la imaginación a aquellas líneas cuadradas. Empezó a dibujar círculos, se dejó llevar por sus impulsos. “Quisiera tu opinión”, había dicho Felipe. 

Echó de menos una taza de café. Se levantó y salió del cubículo. Mercedes, la secretaria de los arquitectos, una mujer joven, morena y opulenta, se mostró solícita. “Yo se lo traigo”, dijo. Y salió contoneándose bajo la atenta mirada de los dibujantes. Lavinia se quedó un rato en la puerta sonriendo a los ojos alzados sobre los planos. Mercedes regresó con la taza humeante. 

–Aquí tiene, señorita Alarcón –dijo. 

–Decime Lavinia –dijo ella–. Eso de “señorita Alarcón” es muy formal. ¿No sabés si Felipe regresará pronto? –preguntó. 

Mercedes sonrió maliciosa. 

–Nunca se sabe a qué hora regresará cuando sale así a media mañana – dijo. 

Volvió temprano en la tarde y Lavinia le lanzó su andanada de ideas. 

–Deberías ir a ver el lugar –dijo Felipe.  

Texto cedido con fines promocionales. Aparece en el libro La mujer habitada. Gioconda Belli. Seix Barral. 2010.


 

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Gioconda Belli (Managua, 1948). Es autora de una obra poética de reconocido prestigio, por la que ha recibido el Premio Mariano Fiallos Gil, el Premio Casa de las Américas, el Premio Internacional Generación del 27 y el Premio Internacional Ciudad de Melilla. Su primera novela, La mujer habitada (1988; Seix Barral, 2010), ha sido traducida a catorce idiomas con enorme éxito y ha obtenido el Premio de los Libreros, Bibliotecarios y Editores a la Novela Política del Año y el Premio Anna Seghers de la Academia de las Artes de Alemania. Es autora de las novelas Sofía de los presagios (1990; Seix Barral, 2013), Waslala (1996; Seix Barral, 2006), El pergamino de la seducción (Seix Barral, 2005), El infinito en la palma de la mano (Seix Barral, 2008), galardonada con el Premio Biblioteca Breve y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, y El país de las mujeres (Premio La Otra Orilla, 2010). También ha publicado El país bajo mi piel (2001), sus memorias durante el periodo sandinista; la antología poética Escándalo de miel (Seix Barral, 2011) y dos cuentos para niños: El taller de las mariposas (2004) y El apretado abrazo de la enredadera (2006).

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