lunes. 23.06.2025
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Tachas 617 • Chacarita. El naranja es un color hermoso • Verónica Abdala

Verónica Abdala

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Tachas 617 • Chacarita. El naranja es un color hermoso • Verónica Abdala

Lo había leído en algún lado. Era cierto, una persona puede ser muchas de acuerdo a lo que le toque vivir. Ella misma, Marina, podía convertirse en una mujer fría y vengativa, aunque aparentara todo lo contrario. Como aquella vez que su hermano le había ocultado la causa de la muerte del conejo. Le había dicho que se había caído a la pileta. Después, Marina supo que eso no era verdad. La vecina había visto cómo su hermano y un amigo lo tiraban, y no había podido salvar al animal porque no sabía nadar. 

Unos días después de haber enterrado al conejo, Marina escondió una paloma muerta en la mochila de Germán. La había encontrado en el jardín. Agarró la paloma con una bolsa de residuos como guante y la metió en la mochila. Germán la encontró a la mañana siguiente, cuando fue a buscarla antes de salir para la escuela. Nunca lo había visto llorar ni gritar con tanto miedo. No le importó. Marina oyó el grito desde la cocina y fue corriendo a encerrarse al baño. Escuchó desde ahí cómo su madre consolaba a su hermano y cómo el padre decía que él se encargaría de tirar la paloma a la calle. Sonrió aquella vez, quizás por los nervios. El revuelo duró varios minutos, y después salieron apurados para la escuela, Germán con los ojos hinchados por el llanto y ella impasible, a su lado, en el asiento trasero del auto. 

Aquel sábado de mayo no recordó ese episodio de su infancia hasta el momento en que se encerró en el baño a maquillarse, mientras Guillermo se revolcaba en el piso del living. Entonces también lo oyó llorar, aunque, a diferencia de su hermano, Guillermo no había gritado. 

Ese sábado, ella se había despertado alrededor de las nueve de la mañana. Los fines de semana aprovechaba para dormir un poco más. Los días hábiles sí, se levantaba a eso de las siete y caminaba por Forest hasta el local de camperas. En esa avenida hay un local al lado del otro y en casi todos venden abrigos: camperas y suéteres, durante todo el año. En Nevado, ella estaba a cargo de la venta minorista. Tenía un sueldo básico, pero no se quejaba. Le alcanzaba para llevar una vida sencilla con Guillermo y darse un gusto de vez en cuando: una buena cena, un lindo vestido, una escapada a Mar del Plata. Llevaban ocho años juntos y ella se sentía bien con él, aunque a veces pensaba que los únicos hombres con los que realmente compartía sus cosas eran Ramón, su peluquero, y Roberto, el portero, que parecía interesado en cuidar de todos los propietarios e inquilinos del edificio de Olleros. Guillermo estaba cada vez más apático, y por momentos parecía totalmente desinteresado de lo que a ella le pasara o tuviera para decir. Era ella la que siempre tenía tema de conversación: una noticia de la tele, un chisme del barrio, la tapa de las revistas de la semana. Aunque a él, en los últimos tiempos, todo parecía aburrirlo. Son misteriosas las razones por las que en las parejas, en cierto momento, el entusiasmo empieza a decaer y la magia se parece más a un truco mal hecho, algo que las dos partes conocen de memoria. Guillermo parecía ausente muchas veces; de todas formas ella lo cuidaba incluso más que al principio, desde que había tenido esos problemas de salud. 

Después del infarto que él había sufrido dos años antes, a sus 44, Marina se ocupaba de comprar verduras y frutas frescas en la feria de al lado de la estación de trenes y estaba pendiente de cada detalle, para que cuando él llegara del trabajo — era cajero en un banco — encontrara siempre la casa prolija, al gato limpio y bien alimentado y la mesa servida; un menú sin sal ni grasa. 

Él parecía no darle demasiado valor a todo eso, quizás, simplemente, diera las cosas por sentadas, pero ella se ocupaba igual. No quería que absolutamente nada lo inquietara, aunque el factor más peligroso fuera el hecho de que Guillermo fumaba. No se tomaba, además, las cosas con calma: decía que no podía con el pucho, como no podía cambiar su carácter. Seguía siendo ese tipo impulsivo e irascible que siempre había sido, el chistoso del laburo, un hombre al que no le costaba hacer reír a las chicas.

Marina no pudo haber imaginado que ese sábado sería distinto a los otros. Salvando el hecho de que Guillermo había ido al Tornú a hacerse un electro porque en la madrugada había sentido palpitaciones y ahogo, pensó que sería un fin de semana parecido al resto. Lo del ahogo había sido a eso de las tres. Ella se había incorporado de un salto cuando lo oyó toser. Entonces lo vio sentado en la cama, con las manos sobre el pecho y los ojos muy abiertos, esforzándose porque el aire entrara y saliera de sus pulmones, como si quisiera inflar y desinflar una bolsa de arpillera vieja. Le había alcanzado un vaso de agua y él al rato había recobrado el color. 

—Ya me siento un poco mejor, pero a la mañana voy a ir para el hospital, así me quedo tranquilo — había dicho entonces. 

A ella también le parecía prudente que se controlara. Seguramente le dirían que todo estaba bien y podrían salir a comer afuera. Prefería pensar que sería así. De haber sido por él, hubieran podido quedarse todos los fines de semana del año tirados, viendo un capítulo tras otro de alguna de sus series preferidas, pero ella insistía con que salieran a caminar o almorzar y Guillermo finalmente cedía; siempre era así. 

Ese sábado, Marina se había quedado dando vueltas en la cama después de oír que Guillermo salía. La mañana estaba fresca, se tapó la cabeza con las sábanas y el acolchado, estiró las piernas hacia un lado y el torso hacia el otro, sintió que la columna se elongaba y respiró profundo. Dedicaría el día a relajarse y consentir a Guillermo, ese le pareció el mejor plan. 

Cuando se levantó, fue primero a la cocina. El departamento estaba silencioso. Abrió un paquete de café molido, cargó el agua y el café en la cafetera eléctrica y se quedó ahí, con las manos apoyadas sobre la mesada, mientras el vapor empezaba a salir por la parte superior de la máquina y el ambiente se inundaba con olor a café. Se sirvió una taza bien cargada, agregó un chorro de leche fría y caminó unos pocos pasos hasta el comedor. 

Era un departamento pequeño: dos habitaciones, un living-comedor decorado con dos bibliotecas de madera, una mesita redonda con tres sillas y un sillón de dos plazas de chenille marrón, que Marina había decorado con almohadones coloridos. Sobre la mesa estaba el diario, que él había entrado más temprano. Además, vio una taza de café con leche semivacía, tostadas y migas sobre un plato verde, y un pan de manteca ya un poco derretido que Guillermo habría atacado sin culpa. También vio su celular. Le llamó la atención que se hubiese olvidado el teléfono porque no se desprendía del aparato en ningún momento. Solían discutir porque él pasaba buena parte del día intercambiando mensajes por chat con los compañeros del trabajo. Evidentemente, habría estado tan apurado al salir que no había advertido que se lo olvidaba. Le serviría un rico café cuando llegara, y después, si todo estaba bien, podrían salir a comer. 

Seguramente, volverían a la Santa María de Corrientes. Quedaba a solo media cuadra del departamento y ya conocían de memoria esa mezcla de objetos, fotos, muñecos y adornos que decoraban vitrinas y paredes. Les gustaba, y solían sentarse junto a la ventana de la esquina, frente a las paradas de los colectivos. A veces alguno chirriaba al frenar y ella se tapaba los oídos. En la pared más ancha, la del fondo, hay cuadros, fotos, dibujos y recortes de diarios enmarcados, un par de guantes de box —sucios, cubiertos de polvo, Marina lo notaba cada vez que iba al baño —, espejos e imágenes de toros. Volverían a leer los cartelitos escritos con tiza: «No se sirve agua caliente», «No hay tarjetas», «Hoy no se fía, pregunte mañana». «Solo comer y callarse», podría decir ella riendo, aunque Guillermo, ensimismado, mirara para otro lado. Pensó que sería un sábado más. 

Parada junto a la mesa del comedor, se quedó observando el celular. Levantó el teléfono. La pantalla estaba rayada y vio su cara reflejada en el vidrio oscuro: tenía, todavía, los ojos hinchados de la noche —ojeras cargadas como pequeñas bolsas — y el pelo rubio revuelto. 

Mientras tomaba un trago de café con leche tocó con el dedo índice la pantalla y el teléfono se encendió. Hubiera esperado que apareciera el espacio para ingresar un patrón de ingreso o alguna clave, pero vio frente a ella una larga cadena de conversaciones de chat, y los contactos de WhatsApp con los que él había estado mensajeando los días previos.

Se sintió incómoda al ver las fotos y los nombres, pero no pudo evitar recorrer la lista de conversaciones abiertas: ahí estaban Erlán, el cajero vecino a la ventanilla de Guillermo en el banco; su madre, Chichita; su hermano Nacho y Damián, su amigo de toda la vida. Había también una chica atractiva, de unos treinta y pico de años, a la que Marina no reconoció, una tal Silvana Fiorente, según se leía al lado de la foto. Después, había más nombres y fotos de familiares y compañeros del banco a los que en una u otra oportunidad había visto u oído nombrar: el gerente de cuentas, Sergio Lamelia, los cajeros, incluso el encargado de Atención al Público, Mario Sufit.

Marina desvió la vista del teléfono, quizás fuera momento de dejar el celular. Nunca había espiado conversaciones de Guillermo ni de nadie, y no le parecía correcto hacerlo. Notó que el living estaba desordenado, y se propuso ordenar apenas terminase ese café. Guillermo se quejaba de que ella fuera tan obsesiva con el orden y con todas las cosas, pero ella le decía que, de haber sido por él, hubieran pasado los años comiendo chatarra sobre una montaña de basura y ropa sucia; debía estar agradecido. Ordenar, cepillar al gato y servirle comida nueva, se dijo, eso debía estar haciendo. Despejar ese sillón cubierto de diarios de la semana anterior — pilas de hojas sueltas y recortes que él guardaba vaya uno a saber para qué — y colgar la campera beige que Guillermo había dejado sobre el respaldo y que debería volver a planchar una vez más. Pero se le había metido en la cabeza la foto de esa chica y no pudo tolerar no volver a mirar el chat: ¿quién era Silvana Fiorente? Si era una empleada del banco seguramente habrían chateado sobre algún trabajo pendiente y en ese caso podría confirmar eso y dejar de pensar. Encontraría algún intercambio de datos o de números y entonces podría volver a enfocarse en ordenar la habitación. Se dijo que no era tan malo, después de todo, despejar las dudas, y además Guillermo no se enteraría. Volvió a tomar el teléfono y a abrir la lista de contactos del chat. Clickeó sobre la fotito de esa morocha de piel blanca a la que se veía riendo con un mechón de pelo sobre la cara, y con la que él había estado mensajeando la noche anterior. Lo primero que apareció fue una selfie de ella: la vio con una musculosa oscura, mirando a cámara y mostrando el escote. Tenía el pelo negro bien lacio, los labios rosados y carnosos, una nariz perfecta. 

Debajo de la foto, en el costado derecho, un pequeño globo celeste: 

—Me vas a matar, hermosa. 

Ella contestaba con risitas. Marina se sobresaltó. Movió el dedo sobre la pantalla: 

—Otro día de aburrimiento mortal —decía él.

—Pobre, mi amor —respondía la chica—, ¿vas a escapar o voy a salvarte? 

Él respondía que iba a escapar. 

Dejó el celular sobre la mesa, estaba agitada. Sintió que la mandíbula se había puesto tensa, estaba apretando los dientes. Se acercó a la ventana, la abrió e inspiró aire fresco. Se sentía aturdida. El gato se acercó y refregó el lomo contra su pierna, pero ella ni siquiera lo advirtió. Levantó la vista y se quedó mirando hacia afuera: era un sábado oscuro. El cielo, de un gris plomizo y cargado, anticipaba una tormenta. Desde el sexto piso se veían la estación de trenes y las cúpulas de los árboles del cementerio: unos árboles frondosos de ramas venosas y oscuras, hojas que iban y venían como en cámara lenta. 

Recordó que había guardado una caja de cigarrillos en un cajón, una noche que había revisado los bolsillos de Guillermo. Fue a buscarla, encendió uno y volvió a la ventana. 

Unos cinco minutos después oiría el sonido de la llave girando en la cerradura de la puerta de entrada. 

—Hola, Mari —dijo él con media sonrisa. 

Llevaba el sobre blanco en la mano, no tenía buena cara. 

Ella seguía parada junto a la ventana, con el cigarrillo todavía encendido. Tiró la colilla al vacío y miró a Guillermo, pero no abrió la boca. 

—¿Te pasa algo? —preguntó él. 

—Nada —respondió ella, y volvió la vista al cementerio. 

—¿Por qué esa cara? 

Ella lo miró. 

—No traigo las mejores noticias —dijo él. 

Parecía preocupado, estaba despeinado además. Ella notó que no se había bañado antes de irse. 

—El doctor Lamotte va a hacerme una coronariografía el lunes, tiene sus riesgos pero no hay otra alternativa. Mientras tanto, reposo absoluto y todo sin sal, no te olvides de eso. Guillermo se sacó la campera de cuero negra y la dejó, como siempre, tirada sobre el sillón. 

—También me dio un blíster de Isordil —dijo mientras se quitaba las zapatillas y las dejaba a un costado de la mesa, sobre las migas que había dispersas por el piso —, tengo que ponérmelo debajo de la lengua si llego a sentirme mal. 

Ella miró las zapatillas, una encima de la otra, y después volvió a mirar por la ventana. Hasta el sexto piso llegaban los ruidos de la avenida. Los vendedores ambulantes ofrecían medias y gorros baratos, los colectivos clavaban los frenos en la esquina de su casa, y también se oían gritos y llantos de chicos. 

—¿Estás bien, mi amor? —dijo él e intentó abrazarla. Estaba pálido y ojeroso, tenía los labios resecos. 

Ella no contestó. Caminó hasta el sillón y se desplomó sobre la campera negra. Los anteojos de lectura que él llevaba en el bolsillo interno crujieron bajo su peso. Cruzó las piernas y con un pie barrió las migas de pan que se pegaban a la planta de sus pies. 

Guillermo, entonces, pareció inquietarse. Se acercó hasta el sillón, agarró la campera negra y tironeó de la manga, pero Marina no se movió. 

—Permitime —él volvió a tironear. 

Finalmente logró sacar la campera, encontró los anteojos que tenían un cristal roto y una patilla suelta, y acomodó la campera negra prolijamente junto a la beige

—Te olvidaste el celular —dijo ella, entonces. 

Él se movió con rapidez, buscó un trapo de la cocina y volvió al comedor, levantó la taza y el plato vacío y fregó con fuerza la superficie de la mesa de madera. Parecía estar pensando qué decir. Después volvió con un escobillón y barrió las migas del piso. 

—Vi tu charla con Fiorente. Entiendo que pensabas escaparte de algo. 

Guillermo dejó de limpiar y la miró a los ojos. 

—Es una mina del laburo. 

Ella sonrió. 

—¿Qué es esa sonrisa tonta? —preguntó él. 

Ella empezó a reír. 

—No quiero pelear ahora —dijo Guillermo. 

Tenía la frente cubierta de gotitas de sudor. 

—Ibas a trabajar, parece —ella oyó su propia risa. 

—Cortala, querés. 

—No quiero. —Marina se secó los ojos, húmedos por la risa —. Así que andás cogiéndote a esa yegua. 

—Calmate un poco —dijo él. 

Estaba cada vez más colorado. Tenía la camisa pegada al cuerpo, y empezó a desabrocharse los botones más altos. 

—Estoy agitado. 

Sus patillas estaban mojadas y le temblaban las manos. Seguía desabrochándose botones, pero los dedos parecían resbalosos. 

—Pasame el Isordil —pidió entonces—. No me siento nada bien. 

Ella manoteó la campera negra, sacó el blíster del bolsillo y dio dos pasos veloces hacia adelante. Cuando estuvo junto a la ventana, miró el cielo; estaba más oscuro que antes. Se asomó un poco, extendió el brazo hacia afuera, con el blíster en el puño, abrió los dedos y lo dejó caer. Fue en el mismo lugar en el que había tirado la colilla. Miró hacia abajo pero no logró ver nada, solo la vereda de Olleros. 

—¿Qué hacés, tarada? —dijo él. 

Ella se volvió hacia Guillermo, otra vez sonriente. 

—No seas pendeja. Olvidate de esa mina. 

—Seguro —respondió ella—. De hecho, ya no la recuerdo. 

Guillermo cerró los ojos con fuerza y apretó los labios, se llevó las manos al pecho. 

—Llamá a alguien, llamá a una ambulancia. 

Marina caminó hasta el baño y volvió con un esmalte de uñas color anaranjado, se tiró sobre el sillón, levantó una pierna y se acomodó para pintarse las uñas del pie. 

—Me siento mal, la puta madre. Pasame el celular. 

—Pedile a Fiorente, yo estoy ocupada —dijo ella levantando el pincel en el aire. 

—No me hagas esto, Marina, no puedo moverme. 

Guillermo se arrodilló junto al sillón. Abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua y empezó a toser, como a la madrugada. 

—Salud, querido. 

Ella se pintó primero las uñas del pie derecho; siempre empezaba por el mismo. La uña del dedo gordo le llevaba más tiempo que las otras y se concentró para que el esmalte no se extendiera hasta la piel. Después, emprolijó los bordes. 

El gato se acercó hasta donde estaba Guillermo, que como pudo se recostó en el piso. 

—Hija de puta —intentó arrastrarse hasta el teléfono de línea, sin quitarse la mano del pecho. 

Entonces tenía los ojos más rojos, por la fuerza que hacía para inspirar un poco más de aire. Marina pegó otro salto, alcanzó el cable y tiró de él. El teléfono quedó desconectado. Ella volvió al sillón, respiró hondo, y se concentró en el pie izquierdo: le llevaría dos o tres minutos darles a las uñas una mano de esmalte. 

—El naranja es un color hermoso —dijo como si acabara de hacer un descubrimiento importante. 

Guillermo se desplomó muy despacio, como si su cuerpo pesara toneladas. Fue entonces cuando ella caminó hasta el baño y se encerró, como cuando era chica. 

Encendió el secador de pelo y se secó las uñas con el aire frío, todavía estaban frescas. Secarlas le llevó unos diez minutos. Después se maquilló para disimular la palidez: un poco de rubor, rímel en las pestañas y brillo en los labios, era un maquillaje natural. De repente, se miró al espejo, decidió que el rubio no le sentaba tan bien. Iría a lo de Ramón en la semana para cambiarse el color. Podría teñirse de castaño oscuro, incluso bien negro, como Silvana Fiorente. Después, salió del baño y caminó hasta el cuarto a ponerse el vestido gris de lanilla, que combinó con unas botas negras. Fue hasta la cocina y buscó el changuito de las compras. El gato se acercó hasta ella, sigiloso, maulló intentando llamar su atención, y volvió a frotar el lomo contra su pierna; ella casi se tropieza, pero lo apartó con un movimiento preciso y siguió camino hacia el living, en dirección a la puerta. Esquivó con el changuito a Guillermo, tirado a un lado del sillón. 

—Voy a comprar verduras para hacerte una sopita. O mejor no, mejor compro algo rico para mí, que tuve una mañana difícil. 

Él tenía los ojos fijos en algún punto del cuarto y la boca semiabierta. No se movía. 

En la planta baja, Roberto, el encargado, leía un diario detrás de un escritorio diminuto, a dos o tres metros de la puerta de calle. 

—¿Cómo anda, Roberto? —saludó Marina—. Salgo a hacer unas compras. 

—¿Va a la feria? Me dijeron que hay puestos nuevos. 

—Como todos los sábados. Hoy voy a traer queso picante y un licor de mandarinas. Guille tiene desde anoche ese antojo, me lo pide. 

—Su marido sabe lo que es bueno —dijo el portero. 

Marina salió a la calle, vio que Roberto la despedía con la mano en alto y caminó animada las dos cuadras que separaban su edificio de la feria que había al lado de la estación de trenes, en un viejo galpón de techos de chapa. En el trayecto se detuvo a comprar un par de medias a un vendedor callejero: iba a llevar unas panties negras pero se decidió por otras color piel, que en invierno usaba debajo del jean

Volvió al edificio una hora después, con el changuito cargado. Saludó a Roberto, de camino al ascensor: 

—Conseguí el licor, y no sabe las paltas que traje. 

El portero no podría haber imaginado que, cinco minutos después, Marina volvería a aparecer, desencajada y a los gritos: 

—¡Llame a una ambulancia, Roberto! ¡Guillermo está tirado en el piso, está muy mal, le suplico que me ayude! 

El hombre empezó a temblar, abrió el cajón del escritorio y ella alcanzó a ver que revolvía unos papeles. Descartó unas tarjetas mientras sacaba el celular del bolsillo y empezó a marcar un número. 

—Ya estoy llamando al SAME —dijo. 

Cuando lo atendieron explicó que había un hombre descompuesto y pasó la dirección del edificio. A Marina le pareció escuchar que respondía unas preguntas. Después, subieron los dos hasta el sexto piso. Ella se quedó en el pasillo, arrinconada contra una pared. Roberto entró y a los pocos segundos volvió a salir, estaba muy serio y transpiraba. 

—Bajemos, es mejor esperar abajo —dijo él. 

Volvieron a la planta baja. Poco después apareció la ambulancia y estacionó a unos metros de la puerta, sobre la entrada de un local de ropa deportiva. Dos hombres descendieron de la cabina del conductor mientras Roberto abría. 

—Soy el médico —dijo uno de ellos, el que había entrado primero. 

Llevaba un guardapolvo verde y un estetoscopio colgando del cuello. El otro vestía un guardapolvo azul petróleo y unos zuecos plásticos de color negro. 

—¿Usted es la mujer? —dijo el de verde. 

—Sí, la esposa —respondió Marina. 

—Subamos, no perdamos tiempo —dijo el médico. 

Entraron los cuatro en el ascensor y nadie más habló hasta que la puerta se abrió en el sexto. La puerta del departamento estaba abierta, y Guillermo tirado en el mismo lugar en el que Marina lo había visto al salir para la feria. Los dos hombres se miraron y el médico se arrodilló en el piso. Le tomó el pulso a Guillermo sin decir una palabra. Revisó las pupilas y lo auscultó durante cerca de un minuto. Después tomó su mano derecha y movió los dedos y la muñeca. 

—Lo siento —dijo, finalmente—. Es probable que lleve muerto cerca de una hora, por la rigidez de la mano. 

Marina se largó a llorar mientras se tapaba la cara con las manos, dijo que suponía que él se había descompuesto en el rato en que ella había salido a hacer compras. Tenía problemas cardíacos, esa misma madrugada se había sentido mal y había ido a controlarse a la mañana. De todas formas, no podía creer lo que pasaba. No lo había visto tan mal antes de irse. El médico y su asistente dijeron que no siempre es posible prever un infarto en el caso de los enfermos graves, y le propusieron cargar a su marido hasta la cama. Después, la gente de la cochería se encargaría del traslado a la casa velatoria. Marina dijo que sí y, mientras los tres hombres levantaban a Guillermo y extendían su cuerpo sobre la cama sin hacer, caminó hacia el baño. Una vez allí cerró la puerta y se secó la cara. Después, se miró las uñas: la del dedo mayor se había saltado en el borde. Se fastidió por eso, hubiera podido romper algo. Tomó el frasco de esmalte naranja y colocó una gota en el espacio corrido. Sopló con fuerza la uña. 

Cuando salió, los tres hombres estaban esperándola en el comedor. Le hicieron firmar un papel. En ese momento empezó a llover; como el agua mojaba el piso se acercó hasta la ventana y la cerró. 

Los tres hombres bajaron, y ella volvió a conectar el cable del teléfono. El gato la miraba, pero esta vez no maulló. Marina abrió el sobre blanco; hasta entonces no había leído el resultado del electro. El informe advertía sobre una arritmia severa, y había también una orden de internación para el lunes siguiente, firmada por el doctor Lamotte. Volvió a guardar los papeles en el sobre y, con un movimiento brusco, lo colocó sobre la mesa: era importante que Chichita y Nacho supieran del problema de Guillermo. Tenía que llamarlos para darles la noticia, también a la gente del banco, casi todos querrían ir al velatorio. Podría ponerse el vestido negro con pintitas verdes, o cualquier otra cosa, pensó. El lunes pediría licencia y seguramente se haría el entierro, y el martes iría a lo de Ramón. Le pediría el cambio de color, y que no hablaran de la muerte de Guillermo, ya habría tiempo para eso. 

Texto cedido por los editores con fines promocionales. Aparece en el libro Buenos Aires Noir.  Compilado por Ernesto Mallo. Verónica Abdala. Alfaguara. 2019. 






 

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Verónica Abdala. Editora y periodista. Es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires. En su larga trayectoria como periodista cultural ha publicado numerosos artículos y columnas en los diarios Clarín, La Nación y Página/12, y en varias revistas y suplementos gráficos y digitales como Ñ, Noticias, Radar, ADN, Anfibia, La Agenda, Disfrutemos BA, Las 12, El puercoespín, entre otros. Es autora de la biografía Borges para principiantes (1999) y del ensayo Susan Sontag y el oficio de pensar (2004/2019). Además, participó como autora en la antología de ficción Buenos Aires Noir (2017), publicada en Estados Unidos y en Francia.


 

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